El exitoso cocinero y empresario Harry Sasson anunció el cierre de su restaurante Balzac, por la imposibilidad de generar ingresos suficientes para cubrir los costos de producción y, en particular, el arriendo del local donde operaba. La tragedia del señor Sasson, que es la misma de muchos comerciantes de todos los sectores, pone en evidencia una de las más graves deficiencias de los diferentes mercados de factores de nuestra economía, cual es la extrema dificultad de ajustar a la baja los precios nominales cuando los cambios en las condiciones de la demanda de los productos finales así lo exigen.
El arriendo del local es quizás el principal costo fijo de los comercios, restaurante, bares y todos los negocios que suponen la atención directa de la clientela en el lugar mismo donde se producen y suministran los bienes y servicios demandados. Como, por obvias razones, esas son las actividades más golpeadas por las medidas de contención de la pandemia, el arriendo o, mejor, la renta del suelo, se convierte en el verdugo que da la estocada final a muchos de esos negocios.
El señor Sasson se duele de los elevados arriendos que pagan negocios como el suyo y parece tener un barrunto de la causa de ese desaguisado cuando habla de las grandes marcas instaladas en Centro Andino que llevan “los arriendos a unos números difíciles para un restaurante” y, también, cuando menciona que en su desparecido negocio se “tomaron decisiones importantes para el País”, como la de Juan Manuel Santos de correr por la presidencia y la petición en matrimonio que allí le hiciera a la dama de sus sueños un caballero de Bogotá.
El barrunto del señor Sasson es acertado. Él es el responsable de la elevada renta que le cobra su arrendador, es responsable por haber tenido éxito en hacer que sus clientes les atribuyan un alto valor a los productos de su restaurante, aceptando pagar el alto precio que tienen. Ahondemos en el asunto.
El señor, Sasson como todos los comerciantes, calcula los costos unitarios de todos sus productos, incluido el margen de beneficio que cree se merece y así fija sus precios: $ 25.000 la crema de arvejas verdes o $ 30.000 la sopa de cebolla francesa, por ejemplo. Eso es contabilidad de costos, no economía. Las cosas se ven de una forma un tanto diferente cuando se someten al análisis económico, es decir, al análisis de la conducta de los seres humanos que intervienen en esta historia. Hagamos pues un poco de teoría del valor, de los precios y la distribución. De eso que llaman horrorosamente microeconomía.
El señor Sasson sabe cuál es el precio al que debe vender su crema o su sopa para cubrir sus costos y obtener su beneficio. Lo que no sabe con certeza es el valor que la sopa tiene para la clientela, el cual varía no solo de una persona a otra, sino que para una misma persona la misma sopa tendrá distintos valores dependiendo del día de la semana, de si es medio día o es noche, de si hace frio o hace calor, de si ha tenido un acontecimiento afortunado o un grave tropiezo en el día, en fin, de una cantidad de circunstancias prácticamente ilimitadas, que la persona misma ignora, pero que se sintetizan una de dos frases: ¡Vamos donde Harry! o ¡No vamos donde Harry!
Cuando el señor Sasson fija el precio de su sopa, como todo empresario que tiene costos ciertos, está haciendo una apuesta de la que no sabe de antemano si saldrá ganador. Cuando la sopa es plebiscitada por el mercado, es decir, cuando en general su precio monetario es inferior o, a lo sumo, igual al valor que le atribuyen sus clientes, el éxito del señor Sasson no deja de ser observado por sus competidores, claro está, y por todos aquellos que participan directa o indirectamente en la producción del plato de sopa y que empiezan a pensar la forma de participar en esa lotería, porque vender una sopa por 30 mil es como ganarse una lotería.
Así razonan los vendedores de cebollas, arvejas, espárragos y de todos los insumos que intervienen en la preparación de las cremas y sopas, y, por supuesto también, los meseros, los cocineros, el dueño del local y todos aquellos cuyos ingresos directos o el precio de cuyos productos estén vinculado al precio de la sopa. Así, un día cualquiera, el de las cebollas subirá un poco el precio, alegando cualquier excusa. Los meseros y cocineros reclamarán un mayor salario, a la primera oportunidad, y el dueño del local, en la renovación del contrato, apretará inclementemente las clavijas. Como la oferta de cebollas es prácticamente ilimitada para un negocio como el Balzac y meseros y cocineros no son difíciles de sustituir, estas personas deben ser moderadas en sus pretensiones pues Harry puede prescindir de sus servicios sin mayor problema. No ocurre lo mismo con el arrendador del local.
La esquina de calle 83 con la carrera 12 de Bogotá, donde queda Balzac, es única y no puede ser reproducida mediante el trabajo. Hay sustitutos cercanos, otros locales situados en las vecindades del Centro Comercial Andino, donde están instaladas grandes marcas que pueden vender sus productos a elevados precios lo que les permiten pagar elevados arriendos que elevan el precio de los locales circundantes y los arriendos que reclaman por su alquiler sus propietarios. En realidad, es la misma cosa: el precio de un pedazo de tierra o de un local cualquiera no es otra cosa que la renta capitalizada. Primero es la renta, después el precio de la tierra o el local, y antes de la renta, el precio de los bienes y servicios finales a cuya producción contribuye esa tierra o ese local, y antes de ese precio, el valor que la personas atribuyen a esos bienes y servicios lo cual se expresa en la demanda monetaria que determina ese precio que cubre los costos de Harry y todos los demás comerciantes que apostaron a prosperar en esa Zona T, como la llaman.
Podemos ahora enunciar la teoría del valor sopa de cebolla o crema de arvejas verdes, como se quiera: el precio de los bienes intermedios y la remuneración de los factores de producción que intervienen en la producción de la sopa de cebolla depende del precio de la dicha sopa y este del valor que los clientes de Harry le atribuyen, dependiendo de la infinidad de circunstancias atrás enumeradas y de la forma en que afectan las emociones de los clientes potenciales, que no tenemos que explorar porque, afortunadamente, aquí no es asunto de psicología sino de economía. Y en economía nos basta con saber que un bien es una “cosa” del mundo físico localizada en un lugar del espacio y un momento del tiempo.
Harry sabe bien eso. Él sabe que una sopa de cebollas es una sopa de cebollas. Pero sabe también que, una sopa de cebolla, una noche fría de viernes de octubre, en un lugar como Balzac – donde nacen candidaturas presidenciales y donde hombres poderosos piden en matrimonio a glamorosas damas – no es la misma “cosa” que una sopa de cebollas, igualmente tiernas y olorosas, en la Plaza de San Victorino un caluroso día de agosto. Si fueran la misma cosa, Harry estaría en San Victorino, sirviendo platos a ñeros, y no en la Zona T, atendiendo candidatos presidenciales.
Economistas de diferentes épocas – Thorstein Veblen, George Katona, Dan Ariely – han explorado el campo de las decisiones de consumo de las personas que las llevan a pagar hasta 30 mil pesos por una sopa donde Balzac o 50 mil por un gorra en una boutique del Centro Andino.
Veblen habló de algunos bienes de lujo cuya demanda aumenta cuando sube el precio, porque las gentes que los compran se sienten más seguras de que lo que compran vale ese precio porque así lo muestran los compradores más ricos a quienes se esfuerzan por imitar. Un alumno de Veblen, llamado Duesenberry, ahondó en este asunto indicando que el consumo de la gente depende del ingreso propio y de lo que ven consumir a los que tienen un ingreso más elevado. “Efecto demostración” o “efecto Duesenberry” es el nombre que se le da a esta modalidad de la envidia. A la envidia, George Katona añadió la estupidez, la ignorancia y la imprevisión como factores determinantes de la aparente irracionalidad de algunas decisiones de los consumidores. En fin, en su divertido libro “Las Trampas del deseo”, Dan Ariely explica por qué una aspirina de 50 céntimos de dólar alivia más que una de un céntimo. El capítulo se titula “El poder del precio” y su lectura permite entender por qué una sopa de cebolla de 30 mil es más reconfortante y nutritiva que una de 3 mil.
Siempre me ha parecido que esos estudios sobre la conducta efectiva los consumidores son muy importantes para el lucrativo trabajo de mercadeo y ventas, pero que nada aportan en realidad a la teoría de la demanda y a su fundamento: la hipótesis de racionalidad.
Conducta racional no quiere decir conducta razonable, conducta acertada o conducta decente. Jack el Destripador y Sor Teresa de Calcuta son igual de racionales a la hora de ejercer sus preferencias; aunque las suyas llevaron al infierno, al primero, y al cielo, a la segunda; pero eso nada tiene que ver con la economía.
Para volver a Balzac, es perfectamente racional, aunque pueda ser estúpido e indecoroso, el hecho de que un señor pague una crema de tomate de 30 mil pesos a una amante joven y voluptuosa, al mismo tiempo que le lleva a su esposa un sobre de Maggi para que se la prepare ella misma. Tiene toda la razón Harry cuando se enfurece con quienes le hablan de “reinventarse” atendiendo domicilios. Para la amante están Balzac y su sopa; para la esposa, el hogar y los deliciosos sobres Maggi.
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