En un esfuerzo desesperado por disputarle a Petro el sitial de honor de apóstol de los pobres, Sergio Fajardo anda hablando en sus redes de los millones de pobres que hay en Colombia – a veces trina que son 21 millones, otras que 22 – cuya existencia justificaría, en su opinión, el estallido de violencia, vandalismo y criminalidad que estamos padeciendo y que él llama “estallido social”.
En su librillo de autobombo publicado durante la campaña de 2018, la palabra “pobreza” no aparece ni por equivocación. Hay que celebrar que Fajardo, aunque solo sea por su rivalidad con Petro, empiece a ocuparse de temas que solía ignorar olímpicamente creyendo que para ser presidente bastaba con autoproclamarse el más “decente”. Hablemos de pobreza, Fajardo.
La cifra que viene manejando indica que Fajardo se refiere a la pobreza monetaria, sobre la cual el DANE publicó su último informe el pasado 29 de abril, en donde los pobres en 2020 se estimaron en 21.022.000, con un aumento de 3.552.000 frente a al nivel de 17.470.000 de 2019.
Es evidente que ese aumento de la pobreza es completamente atribuible a las medidas restrictivas aplicadas con ocasión de la pandemia, que fueron reclamadas por el propio Fajardo y otros políticos de izquierda. También es cierto que el País venía avanzando en la reducción de la pobreza monetaria con importantes logros en las dos últimas décadas, como se muestra en la tabla.
A principios del siglo, más precisamente en 2002, la incidencia de la pobreza monetaria bordeaba el 50% y se redujo diez puntos porcentuales, durante los dos gobiernos de Uribe, y cinco más durante los de Santos, situándose en 35,7% en 2019. La pobreza extrema también retrocedió, pasando de un 18%, en 2002, a 12% en 2012 y 10% en 2019.
Pero además de desconocer esos avances, por malignidad o ignorancia, al apoyar las propuestas del Comité de Paro, Fajardo está apoyando acciones que van en contra de los pobres que dice defender. Para entender esto es necesario explicar cómo se llega a las estimaciones de la tabla.
La pobreza monetaria es la insuficiencia de recursos pecuniarios para comprar una canasta mínima de bienes y servicios fisiológica y socialmente deseable. El valor de esa canasta define la llamada línea de pobreza. Son pobres aquellos cuyos ingresos están por debajo de dicha línea. El costo de la canasta de alimentos, que se calcula con las cantidades y precios empleados para estimar las variaciones del IPC, define la línea de pobreza extrema. Es decir, son pobres extremos o indigentes aquellos cuyos ingresos no les permiten adquirir dicha canasta.
Para los menos pobres se define una canasta que, además de los alimentos, incluye otros bienes y servicios. Esto se basa en la llamada ley de Engel según la cual a medida que crece el ingreso el gasto en alimentos también lo hace, pero en menor proporción, de tal suerte que la gente destina parte de su mayor ingreso a otros bienes y servicios diferentes de los alimentos. Para determinar la línea de pobreza de los pobres no-extremos se emplea usualmente el coeficiente de Orshansky, que es la relación entre el gasto total y el gasto en alimentos. El valor de la canasta de alimentos multiplicado por el coeficiente Orshansky arroja el valor de la línea de pobreza de los pobres no extremos.
Las líneas de pobreza y de pobreza extrema no son otra cosa que el producto de unas cantidades por unos precios. Dadas las cantidades, el aumento de los precios eleva la línea de pobreza, lo cual, si el ingreso monetario no aumenta en la misma proporción, lleva más gente a la pobreza o la indigencia.
Una de las propuestas del Comité de Paro, apoyada por Fajardo, es la defensa de la “soberanía alimentaria”, que en plata blanca significa elevar los aranceles de los productos agrícolas para protegerlos de la competencia externa. Cuando se eleva el arancel de alimentos como el arroz o la papa, inmediatamente se eleva el valor de la canasta que marca la línea de indigencia o de pobreza, aumentando el número indigentes y pobres.
Propone también el Comité de Paro, apoyado por Fajardo, que el Banco de la República emita para financiar el gasto asistencialista del gobierno, como el ingreso mínimo garantizado del que se habla tanto en estos días. La experiencia muestra que cuando el banco emisor se convierte en la caja del gobierno el gasto público se descontrola y se dispara la inflación. Ahí está Venezuela para mostrarlo.
Contrariamente a lo que creen Fajardo y sus amigos del Comité de paro, nada ayuda más a sacar la gente de la pobreza y mantenerla por encima de las fatídicas líneas que el control de la inflación. Por eso, los que atacan la política del Banco de la República centrada en el control de la inflación, que son los mismos defensores oficiosos de los pobres, están actuando en contra de sus defendidos. También militan en contra de los pobres los que se oponen a la importación de alimentos baratos o los que propugnan por la devaluación del peso invocando toda suerte de argumentos del nacionalismo económico.
La pobreza o la indigencia monetaria se superan con un poder de compra que permita adquirir las canastas básicas de bienes y servicios. Para la mayoría de los pobres ese poder de compra proviene del empleo, de la ocupación o, si se prefiere, de la venta de su trabajo al «capital explotador». Peor que ser explotado es no ser explotado, decía Joan Robinson, economista marxista-keynesiana. Para la mayoría de los pobres la diferencia entre no serlo y serlo radica en tener o no un trabajo. Y el empleo depende de la demanda de trabajo de los capitalistas y ésta a su turno de sus decisiones de inversión.
Hacia el año 2000, por razones harto conocidas, el coeficiente de inversión de la economía colombiana estaba por el suelo – 14% del PIB – y el desempleo y la pobreza por las nubes. La política de seguridad democrática y otras acciones desarrolladas bajo el primer gobierno de Uribe – régimen de zonas francas, contratos de estabilidad jurídica, etc. – permitieron el aumento del coeficiente de inversión elevando el crecimiento económico, con las reducciones concomitantes del desempleo y la pobreza.
Más que de cualquier política asistencialista, la reducción de la pobreza proviene del empleo resultante del crecimiento económico y éste a su turno de la mayor inversión. La viabilidad misma del asistencialismo y de todas las políticas redistributivas reposa también, en definitiva, en el crecimiento económico. Lo demás es fantasía y populismo petro-fajardista.
En resumen, la pobreza monetaria, que venía reduciéndose desde el primer gobierno de Uribe, de disparó, como consecuencia del absurdo y prolongado cierre de la economía impuesto para controlar la pandemia. Utilizar ese descalabro para atacar al gobierno de Duque y justificar el paro criminal que está destrozando la economía es una canallada, propia de los sumideros de la política donde navega Petro, pero indigna de cualquier dirigente que se precie de decente.
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