“Tan pronto como un pueblo se da representantes, deja de ser libre y de ser pueblo”
El Contrato Social, Jean-Jacques Rousseau
La comprensión colectiva, y su derivación – la comprensión individual – de la relación que existe entre en el gobierno y el Estado, es un proceso complejo. El gobierno se observa tradicionalmente un elemento constitutivo del Estado, sin embargo, cabe preguntarse qué tan lejos se encuentran los gobiernos de los Estados. La discusión teórico-conceptual parecería estar bien definida en comparación con las divisiones institucionales que separarían el gobierno del Estado; asimismo, estas son relativamente claras si se las compara con el uso del término ‘instituciones’.
El objetivo de este artículo es, sin embargo, reflexionar y proponer – una vez más – que el modelo representativo de democracia y la práctica política con herencia instrumental que regulan nuestros sistemas, logran una distancia significativa entre gobierno y Estado, aun así, no irreconciliable. En lo que corresponde al primer componente, a la prescripción de la democracia representativa, hay una lista casi interminable entre el representado y representante que sienta las bases de una rutina política que es instrumental.
La representación es una ilusión, fuera de la tecnología, no existe herramienta humana – hasta ahora – que permita la canalización de una demanda colectiva. Esto parece ser sencillo, receptar en un mitin político a pueblos y nacionalidades, colocarse un sombrero o un poncho y fotografiarse para concluir mediáticamente que “estamos construyendo un país”. Surge entonces la picante necesidad de preguntarse ¿tiene el representado el tiempo para cuestionarse, instruirse y definirse individual, social y políticamente? La respuesta es bastante clara: depende de su ocupación.
Un político de profesión, podría decirse – con el perdón de Weber – que tiene tiempo de hacerlo, sin embargo, para quienes cuentan los centavos, la identidad política – así sea importante – no es una prioridad. La demanda colectiva, que tampoco termina de responder a una serie de voluntades libres sino a los restos de una serie de experiencias generalmente violentas, atraviesa por un largo proceso burocrático y político para verse satisfecha, si es que algún día lo es.
En este contexto, es necesario recalcar que hay un conflicto entre el modelo representativo y la democracia. En tiempos de inclusión e igualdad, la democracia se vuelve cada vez más abierta, cada vez más individual y un sistema operativizado para que un parlamentario trabaje como representante de una cantidad pequeña de representantes/representados sociales que a su vez representan a una cantidad masiva de ciudadanos, está destinado al eventual colapso y posterior transformación.
Tomando en consideración estas distancias, puede pensarse que el gobierno aun siendo operacionalizado en la sociedad, está epistemológicamente a leguas de ella; esto, no solo siguiendo un modelo representativo, sino considerando las capacidades humanas de almacenar información, de gestionar estrés, ansiedad y depresión, de comunicarse, de superar vivencias traumáticas. El ser humano y la sociedad humana están atravesados por conflictos históricos, materiales, idílicos que han sido parchados por el sistema representativo en los últimos 200 años.
Este ‘parche’ ha logrado bastante, sin embargo, es hora de cambiarlo o mejorarlo. Para esto, es crucial tomar en consideración el segundo componente, la rutina política. Desde el agente que atiende el counter en el hospital del seguro social, hasta el presidente de la República – pensando siempre en la excepción de los “ilustres desconocidos” – siguen una lógica instrumental de la política. La política no parece ser un fin sino un medio.
Esta premisa no es el problema, pues sí, la política es un medio; el problema parecería ser la relación que sostiene el servidor público con el descubrimiento de la premisa. Una educación católica, o basada en valores como el altruismo, el respeto, la tolerancia, la igualdad, no prepararían a político alguno tan bien como lo haría una educación basada en la comprensión del egoísmo. Desde el paradigma realista, el político es un agente racional y egoísta. El ser humano es egoísta porque las fundaciones materiales e idílicas de si mismo y de su entorno lo llevan a pensar primero en sí mismo – y en algunos casos, primero en su familia.
El asunto de comprender el egoísmo no radica en fundamentar la instrumentalización de la política; el fin de comprender el egoísmo sería, paradójicamente, comprender que la política es el medio por el cual se retiran los obstáculos que no permiten que el ser humano se desarrolle como un fin en sí mismo. La actividad política es un medio, sí, pero quienes la operan, no lo son. En ese sentido, la política debe dejar de ser instrumental en tanto comprende a sus operadores como medios, pero debe ser re concebida como un instrumento para los fines ya mencionados.
Existe un tramo largo que recorrer, sí, pero no es irreconciliable ¿quien escribe esto y quienes lo leen, lo verán? Quizás no. Es entonces cuando nos enfrentamos a una de las mayores dudas ¿vale la pena? Esa respuesta queda a responsabilidad de cada quién, así como dejar a nuestros hijos, hermanos, y desconocidos ciudadanos, un mundo levemente mejor que el que nosotros recibimos.
Bibliografía
Rousseau, J.-J. (1999). El Contrato Social. El Aleph.
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