Si cree que este artículo aborda el Mundial de Qatar y su procelosa relación con el poder, algo por otra parte muy relevante, puede dejar de leerlo. Aquí me refiero a la forma en que la lógica que preside el fútbol (y otros deportes) impregna a la política. Hoy se da una situación en que esta no solo no se entiende sin los usos y entendimientos propios del universo futbolístico, sino que hace uso de estos para su desempeño.
Ello ocurre de manera palmaria cuando se quiere comprender la tan citada polarización. Definida en las recientes elecciones brasileñas o en los últimos comicios colombianos, así como de otros países de la región; en Argentina da paso a la grieta y es una evidencia muy sólida en la arena política cotidiana chilena o uruguaya. Todo el mundo la esgrime, de manera que acaba convirtiéndose en el mantra explicativo difuso del estado de cosas actual y de sus males.
En efecto, la polarización es el demiurgo por excelencia del mundo de la política cuya presencia se extiende cada vez a más ámbitos y se enseñorea de cualquier liza por el poder. Cuando Bernard Manin hace 25 años se refirió por primera vez a la “democracia de audiencia” realizaba un análisis certero de una situación donde el electorado dejaba de apostar por los partidos para centrarse en las candidaturas, los medios de comunicación se erguían como los foros de intermediación por excelencia y la asesoría política, basada en presupuestos de mercadotecnia, era el agente principal del proceso.
Además, apenas dos lustros después el panorama comenzó a cambiar radicalmente gracias a la transformación digital exponencial. Las sociedades se individualizaron aun más tras lo señalado por Zygmunt Bauman al inicio del presente siglo cuando comenzó a explotar su idea de la “modernidad líquida”. En seguida, el capitalismo rampante abocó a fórmulas insólitas de autoexplotación del enjambre que configura la “sociedad del cansancio”, de acuerdo con Byung Chul Han, llegando al capitalismo de la vigilancia de Shoshana Zuboff, un nuevo orden económico “que reclama para sí la experiencia humana como materia prima gratuita aprovechable para una serie de prácticas comerciales ocultas de extracción, predicción y ventas”.
Todo ello no es ajeno a una gran mayoría de países de América Latina donde los estragos de la crisis iniciada en Estados Unidos en 2008 tardaron en llegar desinflándose la época dorada de las materias primas. Sin embargo, en la política, al contrario de tiempos anteriores, la democracia no se quebró y solo en Venezuela y en Nicaragua se degeneró severamente. Pero un estado de fatiga se fue extendiendo poco a poco. En su caracterización, con claros guisos de malestar popular, por el brete de expectativas, la desigualdad, la corrupción y la inseguridad. Y, por otra parte, de crisis en la representación, por la desconfiguración de los partidos y el individualismo agobiante, se incorporaba el presidencialismo como forma de gobierno presente en todos los países.
Pero, a estas alturas, ¿qué tiene que ver el fútbol con todo esto? Hay al menos cuatro aspectos que sobresalen a la hora de caracterizarlo: reglas, competición, espectáculo, y emociones, a los que se une un elemento aglutinador que señalaré al final. En los cuatro elementos la política encuentra una conexión. El presidencialismo recién citado se mueve bajo el imperio de la lógica suma cero según la cual el que gana se lo lleva todo. Las elecciones son el marco de la competición que ha terminado por convertirse en el principal, cuando no único, mecanismo democrático real.
Pero el mismo se halla capturado por una combinación perversa en la que se combinan los requisitos del espectáculo con la pasión futbolera a la hora de interpretar la política. Dirigida por un grupo de gurús de la comunicación y con un componente cada vez más sofisticado de estrategias virtuales se produce una intensa retroalimentación de ambos gracias al gran impulso que dan las emociones. De hecho, en el mundo académico, y siguiendo el trabajo de Mariano Torcal, hoy se habla menos de polarización ideológica que de polarización afectiva generada “por sentimientos respecto de determinadas identidades o actores políticos del sistema”.
El elemento aglutinador al que me refería se refiere a la banalización que engulle el proceso. A fin de cuentas todo se convierte en un juego en mayor o menor medida galante. Solo la extralimitación de las pasiones puede hacerle derrapar. Unas barras bravas desbocadas o la violencia política contra candidatos o seguidores son las gotas ácidas de la propuesta.
Creo que esa construcción del relato del presente que hace la mayoría de comentaristas, formadores de opinión y gurús, aunque con base en aspectos que aparentemente pueden ser objetivables, es muy perversa. Alucinados ante una avalancha de supuestas verdades que cada uno construye a su antojo, de viralización, de activismo digital anónimo y sin un cuestionamiento serio de lo que sucede, en el fondo no hacen sino atender a lo que interesa al gran público. No es solo el clásico asunto de “pan y circo”, sino el resultado del paroxismo al que ha conducido hasta el momento la transformación exponencial digital vivida donde los símbolos y el lenguaje son permanentemente retorcidos.
Términos como “la cancha está embarrada”, “la victoria en el tiempo del descuento” o “la revancha del partido de ida” que ilustran buena parte de los análisis se suman al fervor de quien porta una determinada camiseta que debe terminar imponiéndose frente a cualquier otra opositora. A fin de cuentas, como señala Miguel Pastorino, se produce una alarmante incapacidad para separar las opiniones de la identidad, con lo que, como ocurre en el fútbol, la camiseta presupone un cúmulo de argumentos y nunca al revés.
La polarización resulta así un trampantojo. Una palabra más que se introduce en la jerga de la política que confunde, pero que es el producto de una estrategia adecuada, a la vez, en el marco de actuación del presidencialismo que ceba el narcisismo, al igual que en un entorno social en el que las emociones de la grada gozan de un predicamento hoy por hoy imbatible. La polarización es el argumento del partido, su propia razón de ser. Sin ella no hay juego ni, a fin de cuentas, público interesado.
Vía: Latinoamerica21
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