En Colombia se puede ser alcalde o gobernador con cualquier porcentaje de los votos mientras supere el de sus competidores y aunque sea inferior a la mitad más uno de los sufragios. Por ejemplo, Gustavo Petro y Enrique Peñalosa ganaron en Bogotá con el respaldo de un poco más del 30 por ciento de los votantes. En contraste, solo se puede ser Presidente con el apoyo de más del 50 por ciento de los electores, sea que se obtenga en la primera o en la segunda vuelta. Para estos efectos, ganar en la primera vuelta pero perder en la segunda puede considerarse una victoria pírrica, figura que se usa desde el rey Pirro, quien triunfó en una batalla con tantas pérdidas que exclamó que otro éxito como ese sería su derrota definitiva.
La historia de Horacio Serpa ilustra hacia dónde se dirige esta columna. Como se sabe, su imagen positiva fue lo suficientemente alta para permitirle disputar la Presidencia en tres ocasiones, cargo que nunca ganó. Porque su imagen negativa también fue siempre tan grande –sin importar si era justa o injusta la valoración de los colombianos– que ella siempre le impidió llegar a la Casa de Nariño.
De ahí que sea un deber principal de los estrategas políticos tratar de escoger al adversario que se prefiere en la segunda vuelta, es decir, el que se considere más fácil de derrotar. Y la debilidad depende de las simpatías que genere cada candidato, pero además y de manera determinante, de las resistencias que produzca, porque si en la primera vuelta se vota por el que más se estima, en la segunda se tiende a votar en contra del que más se detesta o se teme. Se equivoca quien vota en la primera vuelta sin considerar lo que pueda pasar en la segunda, que es la que define, en especial si se considera como lo peor que pueda sucederle al país el triunfo de cierto candidato.
Dichas realidades están en la base de los ataques y calumnias orquestados por las demás campañas contra Fajardo, incluso contradiciéndose entre ellas, porque unas lo presentan como miembro de un espectro político y las otras como del otro. Y con frecuencia lo hacen dentro de concepciones y ataques canallas, que compiten entre sí para ver quién actúa como el peor, pero, eso sí, para elegir a quien presentan como “el mejor”. Parecido al que reconoce que se corrompe para ganar el poder político, al tiempo que jura que gobernará con suma pulcritud.
Estos ataques tienen origen en que todas las mediciones señalan a Sergio Fajardo como el candidato con la mayor imagen positiva y la menor negativa, combinación que lo pone en condiciones de derrotar en la segunda vuelta a cualquiera con el que le toque competir. De acuerdo con el Gallup Poll más reciente, Fajardo goza de 61 por ciento de imagen positiva contra 18 por ciento negativa, en tanto Duque-Uribe tiene 57-37, respectivamente, y Petro padece por el muy mediocre 41-53, cifras que nos ponen en el serio peligro de que vuelvan a la jefatura del Estado quienes ya han gobernado, y muy mal, a Colombia.
Las excelentes cifras de Fajardo salen de su hoja de vida y de sus propuestas: a mano limpia, les ganó la Alcaldía de Medellín y la Gobernación de Antioquia a una clase política que se decía invencible y gobernó sin recurrir al clientelismo y la corrupción. A pesar de las complejidades de esta campaña presidencial, se ha mantenido fiel a sus convicciones de no actuar indebidamente y su programa de gobierno se inspira en la idea de unir a los colombianos –de todo origen político y sectores populares y clases medias y empresariales– para derrotar la corrupción, cumplir con acierto las normas del proceso de paz, darle gran importancia a la educación en todos sus aspectos, generar un millón y medio de nuevos empleos formales a partir de crear más riqueza en el agro y la industria, reducir la desigualdad social y la discriminación y cuidar y proteger el medio ambiente.
Como Fajardo puede vencer a cualquier otro en la segunda vuelta, el mejor futuro del país depende, apreciado lector, de que superemos la prueba de las elecciones del 27 de mayo.