(Crónica fragmentada con boleros, estatuas y una vendedora de tamales)
1.
Ese día, sábado por la tarde, hice como en un poema de Robert Frost, pero al revés: de dos calles que se bifurcaban yo escogí la más transitada, y entonces me encontré con señoras de pelo morado (hoy las chicas se lo tiñen también de ese color), con carteras apretadas, a las que imaginé con mantilla y rosario. No había campanas ni misales. Ellas iban, sobre la acera, conversando quién sabe de qué pasados.
Más adelante (¿o quizá más atrás?) las mandarinas brillantes de un carretillero esparcían un aroma que me transportó a tiempos de ensueño, cuando papá, muy de vez en cuando eso sí, traía unas cajitas de confites ingleses, con fotos de familias inglesas en la tapa, y era como tener el paraíso en la boca.
Pasaron avisos de bazares, de hamburguesas, de helados italianos, de promociones telefónicas, de medias, de discos “chiviados” y entonces me detuve frente a una ventica de empanadas venezolanas, compré unas cuantas, saboreé y supe que eran mejores que las parroquiales. Bueno, sin generalizar pues.
2.
Por el pasaje La Bastilla, el hombre de chaqueta raída y zapatos viejos baila al ritmo de una canción de Ricardo Fuentes. En la derecha, carga una botellita de agua, con la otra lleva el ritmo en el aire. “Lo besarás con tus labios manchados / te colmará con sus torpes caricias…”. Hace mímica, fonomímica, se mueve con sabor y ritmo. Nadie parece prestarle atención. En el ambiente de mediodía huele a aguardiente y cerveza. La voz del cantante sale de un bar. En la esquina, con la calle Colombia, una vitrina de almacén luce camisas de hombre, bien dispuestas y elegantes.
Atravieso y voy ahora en medio de libros usados, algunos tirados en el piso, otros en mesitas. “Busca libros, señor”. El muchacho de camiseta verde me extiende una tarjeta. Oigo que alguien dice que necesita El músico ciego, de Korolenko. En el bar de la esquina se ven, desde afuera, las mesas de circunstantes que toman café.
3.
Primero, un guitarrista eléctrico. Unos metros más arriba, un guitarrista acústico, con su estuche abierto sobre la acera. Relumbran algunas monedas. Después, un titiritero sin espectadores. El tranvía pasa y desde adentro los pasajeros observan el muñeco de colores que danza en la calle. Más arriba, un olor a perros calientes se despliega por el entorno, en el que todavía los árboles están a medio crecer.
Del antiguo paisaje, solo quedan unas casas de fachadas afrancesadas. Hay, sembrados, edificios de apartamentos. Empieza, mas no como hace años, a sentirse un olor aceitoso a chunchurria. El hombre del carrito de frituras la prepara, muy cerca de donde antes había un jardín-heladería y ahora, con el esnobista nombre de “mercado”, hay una ramada con diversidad de comidas rápidas.
Adelante, en medio de gente que va y viene, se asoman los ventorrillos ambulantes de ropa, de frituras, de solteritas, de avena, mientras de un bar de dos pisos el reggaetón se arroja con intensidad sobre Ayacucho. En una banca, una pareja se besa, sin atender al juego saltarín de dos perros a su alrededor.
4.
La escultura de Marco Tobón Mejía, en la que el general José María Córdoba está con un león viejo a sus pies, no parece interesarse en la atiborrada presencia de toldos, juegos infantiles, chuzos y arepas con queso, que se extiende por un parque que, hace unos veinticinco años estaba asediado por una fantasmal soledad, con dos o tres alcohólicos en sus bancas.
Hoy es un hormiguero. Suenan las campanas de El Sufragio. Hay globos flotantes. Las mascotas van y vienen. Más allá, junto a la cabeza del poeta Carlos Castro Saavedra, esculpida por Óscar Rojas, una señora peliblanca se apechuga con un señor canoso. Parecen revivir un antiguo romance. El atardecer tiene corazoncitos que flotan sobre el viejo parque de Boston.
5.
Atardece sobre la estatua ecuestre del Libertador. El caballo y el jinete miran al sur. Junto al monumento, esculpido por el italiano Giovanni Anderlini, se eleva una suerte de carpa o quiosco policial. Unos cuantos agentes, con cara de aburrimiento, no parecen prestar atención al hombre de sombrerito de ala corta que baila al son de la salsa que brota de un altoparlante. El tipo tira paso de maravilla. Se deleita con su tongoneo.
Los olores son diversos. Junto a una jardinera huele a “berrinche”. Así lo dice una señora que agarra con certeza la cartera y se detiene a mirar las matas que un vendedor arruma en el piso. Se sabe que, por el olor, hay tipos que aspiran su “baretica”. Frente al Lido, dos hombres con pinta de extranjeros se detienen en la acera a observar la fachada deteriorada del viejo teatro en el que, hace años, se presentó el pianista Claudio Arrau. La brisa arrastra papelitos al garete.
6.
La señora, con atuendo colorido, el sol brillando en su cara achocolatada, empuja el carrito y se detiene en la esquina de San Martín con Moore. Es la media mañana y ella, con su megáfono, anuncia tamales de pollo y carne de cerdo, “calienticos”, “tamales sabrosos, a tres mil”. Pasa un Circular. Pasa un bus de Villa Hermosa. La señora continúa ofreciendo su producto. Suben por la acera de enfrente dos muchachas con tulas a sus espaldas.
Junto a la vendedora, con paso lento, una señora lleva a un perrito blanco con la traílla. “Qué lindo”, le dice la de los tamales. “Sí, está muy viejo y es ciego”. Ambas continúan su rumbo. Después, en la distancia, se sigue oyendo una voz amplificada que camina con su cochecito de oferta.