Nada más erróneo que hablar de paz luego del proceso de negociación con las Farc. Se resolvió un capítulo importante pero no el único. Colombia no es un Estado fallido solo por la emergencia de las Farc. Y tampoco existe un solo problema que pueda recogerse en el interior de los actores violentos. Estos actores son clave pero no son lo único. Se crean, se fortalecen, se desmovilizan y se reinventan. Círculo vicioso ininterrumpido que solo llegará a su fin cuando el Estado sea capaz de exigirle y de preparar a todos los asociados para asegurarse la supervivencia y la dignidad mediante recursos ajenos a la guerra, las armas, la muerte o el narcotráfico.
Y podría asegurar que el día que el Estado le conceda a los asociados formas de subsistencia por fuera de esos medios, sentirá que tiene otros frentes por delante a los que debe ocuparse con igual intensidad política y mediática como salud, educación, infraestructura y equidad.
Por más oscuro que sea el panorama actual con el Eln el Estado no puede desistir. Es la única institución, y eso es lo que lo diferencia de cualquier otra organización social, que no puede cerrar sus oficinas por inventario. Ni alegar falta de viabilidad económica o de integridad de su personal para atender, una a una, las demandas sociales. Las demás instituciones pueden definir el alcance y la intensidad de su intervención social según las condiciones del mercado. No así el Estado. El Estado debe estar ahí, máxime un Estado que se concibe como social de derecho. Respetar las libertades individuales y conservar el principio de progresividad en la conservación de políticas de interés social. Su función es posibilitar los medios para que la vida digna sea posible. Vida digna, en el marco de todo posible acuerdo razonable significa asegurar la transición política, la exclusión de todos los menores del conflicto, la entrega de armas, la erradicación de cultivos ilícitos, el desminado, la no reincidencia, la verdad y la responsabilidad penal.
La función del Estado social de derecho es mantener abiertos los canales de diálogo y rodear al proceso de sociedad civil, actores internacionales y veedores activos. Pero de nada sirve todo lo que pueda verterse en el papel sobre teoría política y concesiones constitucionales de negociación si el Eln no aprovecha esta oportunidad histórica y se sienta a la mesa con decisión y empeño. Los actos de los que se ha responsabilizado a lo largo de esta semana significan un retroceso en los incipientes acuerdos porque generan un enorme rechazo en el imaginario ciudadano. Hoy la opinión pública siente que negociar con el Eln es arar en el desierto. Y si este imaginario persiste habrá un lastre decisivo para el futuro del acuerdo y del país que puede llegar a ser irreparable.
Pues de seguir con estos tumbos ante la opinión pública, puede ocurrir que haya acuerdos decisivos en Quito para sus intereses políticos pero el desequilibrio estructural será enorme porque no se corresponderá con lo que la sociedad legitime, reconozca y conceda más allá del papel en este esfuerzo por construir civilidad.