Ese día esperé cien años

Aguardo dentro del cruce de seis caras, ocho vértices y doce aristas. Un cubo de eternidad, no me sostiene.

Las manecillas han renunciado a marcar la hora civil y van a la velocidad de la luz.

Suena la danza macabra al compás de un marcapasos sin obsolescencia programada. La marcha nunca es Ad Iibitum, a voluntad, la acompañan doce voces, treinta violines y La Sinfónica de Venecia obbligato.

Tu boca amarga se ha tragado el cuarto que no es de hora, el abismo que contienes en la mueca sedienta despide palabras expiadas que no pronuncias pero que aun así entendemos.

Junio infernal, cuatro paredes, cielo y suelo que no contienen el paraíso.

Maldito purgatorio que escogiste de sede mi casa. Decidiste operar desde este cuarto ya alquilado por la muerte.

Nadie atenderá tu visita, doy la espalda a los ángeles retardados que no llegaron a tiempo.

Por ahí dicen que “Al que madruga Dios le ayuda”, y yo ya veo que Dios no sabe de nuestros tiempos. A Él, le dejo la eternidad.

Fundida en la cama, lo has llamado repetidas veces.

El eco viaja por el aire y rebota en la puerta del cielo al que quieres ir.

Nadie contesta, preguntas por un tal San Pedro, te dicen que estás equivocada, que te dieron el número mal, solo te llama el delirio y tus antepasados se sientan en tu cama.

El color de la partida se asoma en los bordes de tu cuerpo y nos atraviesa el alma.

Colores Santos, sin Santos porque ellos no bajan al purgatorio, mucho menos a Medellín que les huele a bareta y a berrinche.

Siento el pánico y el anhelo de tu última respiración, mi fe ciega está dirigida al colapso de la maquinita que te ata a esta vida, le rezo a Nietzsche que resucite a Dios de una vez por todas.

Amor cansado, amor agonizante, amor mío, amor siempre.

Perfecto como el sólido platónico que no nos comprende, te veo ocultarte en el horizonte, no pareces un atardecer, pienso en la muerte del sol, es la única despedida que me gusta.

Tu espaciada respiración que es nuestra unidad de medida se detiene. Los objetos en este cuarto son los únicos que han permanecido inalterables, te miran, son eternos …

y tú no.

Nota:

Este texto es el resultado de lo trabajado en el curso “El oficio de reescribirse: taller de creación literaria. Diálogos entre la literatura y el psicoanálisis.” Las inscripciones a este taller están abiertas actualmente. 

Cangreja

profesora de Diseño, estudiante de Psicología, me gusta la poesía y bailo tango.

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