Es tarde para Ospina

William Ospina, el escritor que se preguntaba hace un par de décadas por las coordenadas de ese proyecto civil capaz de refundar la nación, hoy cree haber encontrado la franja amarilla en un proyecto político que reivindica la ignorancia como valor esencial, se ufana de un pragmatismo insulso y apela a las formas más pedestres y primarias del lenguaje y la comunicación.

Me esfuerzo en comprender la adhesión y el respaldo de William Ospina a la candidatura de Rodolfo Hernández. Aún no descifro esa justificación artificiosa y esa caída de bruces ante un candidato que dista tanto de lo que el ensayista que más leído de Colombia ha postulado en cada uno de sus libros. Quisiera creer que es un dislate, un embotamiento que le ha nublado la lectura serena de la actual encrucijada. Ante cada de sus apariciones televisivas – en las que ha llegado a ser llamado jefe de debate – confirmo que Ospina solo está cumpliendo el más ruin de los roles: embellecer, con su pirotecnia verbal y su descomunal cultura, al aspirante presidencial más adocenado y frívolo, más vacío e impreparado que ha tenido Colombia.

En su libro Es tarde para el Hombre, Ospina propugnaba por el rescate de las formas olvidadas de la belleza que el espíritu romántico enarboló como un camino para resarcir la orfandad creativa originada por el extravío de los dioses. En esa obra, el poeta nacido en Padua, en el Tolima, fervoroso discípulo de Estanislao Zuleta y memorioso recitador de Hölderlin, reflexionaba en el cierre del milenio, sobre la cada vez más certera posibilidad del cataclismo humano. Anticipaba el fracaso civilizatorio por causa del progreso depredador de occidente. Abogaba por el surgimiento de una nueva cosmogonía, que amistara la técnica con el mito y permitiera fundamentar la capacidad creadora en algo más trascendente que el lucro y la posesión. A estos idearios, Ospina ha dado un puntapié, para, preso de una cándida y pueril decisión, apostar por un constructor de viviendas que ignora hasta la geografía colombiana que él poetizó en su libro El País del Viento.

Conozco la aversión y el fastidio que a Ospina le causa la élite colombiana. Sé de su inquina visceral con los apellidos de abolengo que han ostentado el poder y conformado esa clase aristocrática y endogámica en los dos siglos de una ilusoria vida republicana. Así justificó su voto por óscar Iván Zuluaga en las elecciones del año 2014. En su opinión, éste representaba el país provincial; y Santos, su contradictor, el vetusto poder de los linajes que desde el virreinato usufructúa a sus anchas las riquezas de la nación. En aquel momento, de dos males, como caracterizó la disyuntiva, optó por el alfil del uribismo, a riesgo de malograr la tentativa de paz más cercana que se fraguaba en los últimos 50 años. Ahora, cuando escucho los insólitos argumentos que esgrime para defender a Hernández, creo que el autor del El País de la Canela, ha descendido en su esquizofrenia política a un punto en el que anula y mancilla todo lo escrito y defendido en sus 30 años de incesante labor intelectual.

Creer que, porque Rodolfo Hernández amasó su fortuna en una región y no en el centro, lo hace incontaminado a las prácticas malsanas que estila la dirigencia nacional, no solo es una ingenuidad, sino un notorio desconocimiento de los procederes y estrategias que han aplicado a rajatabla las redes clientelares. Los carteles de la política son diestros en cooptar caciques regionales para agenciar sus empresas electorales. Pero lo que me causa grima, y no poco dolor, es escuchar, en boca de quien ha sido para muchos colombianos un pensador valiente, la justificación de la carencia absoluta de proyecto programático en la candidatura de Rodolfo. Con peripecias argumentativas, Ospina valida la negación de la inteligencia y la formación como facultades idóneas para la conducción del gobierno.

Resulta fácil demostrar que el nuestro es un estado fallido; que las fórmulas empleadas por los presidentes gramáticos del siglo XX fueron remedos y calcos inconexos con las particularidades de un país como Colombia. En eso no hay discusión. Pero, revestir de estadista a un hombre de 78 años que ignora las potestades de un superintendente, la función del Banco de la República, la existencia de una ley general de educación, no es, como cree Ospina, privilegiar la intuición y el olfato, a los recetarios manidos de los tecnócratas locales. Simplemente es una invitación a lanzarnos a un abismo, que por muy salpicado de humor ramplón que esté, no dejará de ser mortal. 

No imagino a William Ospina en el ejercicio de su cartera de educación y medio ambiente, ese arbitrario binomio engendrado en las sesiones de aleccionamiento a Rodolfo. Me pregunto cómo hará para lidiar las presiones e intrigas para que con su firma de amanuense oficial, se acredite una universidad, se nombre un viceministro o se cierre un instituto propiedad de algún detractor, al que en un momento de cólera, Rodolfo haya ordenado perseguir. Convertido en el plumífero del régimen, Ospina actuaría como biógrafo palaciego, para ennoblecer las excentricidades de los hijos del flamante presidente, y con alegorías y metáforas, defender la conmoción interior que haría del presidente bravucón, un déspota tropical más. Tan caricaturizable como Rafael Videla o Manuel Arturo Odría.  Tan antojadizo y veleidoso como Alfredo Stroessner o Anastasio Somoza. Pero tan singular, que tendría a un novelista Premio Rómulo Gallegos, maquinando en el sueño y la vigilia, para escoger la cita libresca exacta que legitime los profusos atropellos de un longevo obstinado.

Al igual que en el 2014, creo que fruto de su estrabismo intelectual o de la perplejidad de su torre de marfil, los hechos se sobrepondrán a los vaticinios y diagnósticos de William Ospina. No será la desdibujada franja amarilla la que marcará el derrotero generacional de un país renaciente. Será el país diverso y plural que irrumpe sin los empellones de un rico de provincia que se solaza condenando a los pobres a pagar varias veces sus casas. Será una Colombia nueva, que desconoce las traducciones de Shakespeare y de Flaubert de William Ospina, pero que sí reclama con avidez un conocimiento que la empodere. Será un país al que Ospina llegará tarde por andar enternecido con los improperios e insultos de Rodolfo.

Marcos Fabián Herrera

Nació en El Pital (Huila), Colombia, en 1984. Ha ejercido el periodismo cultural y la crítica literaria en diversos periódicos y revistas de habla hispana. Escribe en las páginas culturales del diario El Espectador de Colombia. Autor de los libros El coloquio insolente: Conversaciones con escritores y artistas colombianos (Coedición de Visage-con-Fabulación, 2008); Silabario de magia – poesía (Trilce Editores, 2011); Palabra de Autor (Sílaba, 2017); Oficios del destierro ( Programa Editorial Univalle, 2019 ); Un bemol en la guerra ( Navío Libros, 2019).

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  • Lástima que el rigor que le aplica el columnista tanto a Ospina como a Hernández ni siquiera asome para Petro y por el contrario romantice ingenuamente un gobierno de este en perspectiva.