¿Es respetable la opinión del negacionista del COVID-19?

Entre otras muchas razones de peso, las consideraciones negacionistas carecen de fundamento epistémico


Desde el inicio de la pandemia producida por la SARS-CoV-2, una sorprendente cantidad de personas ha manifestado reticencias al respecto de la existencia del virus. En sus distintas variantes, los llamados negacionistas han puesto en cuestión el discurso oficial científico. Ya sea, como se ha dicho, al respecto de la propia existencia del virus, de su gravedad o de la efectividad de las distintas vacunas producidas. Si bien es cierto que en toda sociedad democrática que preserve la libertad de pensamiento y de expresión esta actitud discrepante pudiera parecer positiva, no es necesario cavilar demasiado para percatarse de las consecuencias enormemente negativas, para la propia sociedad, que se puede derivar de la misma. Así pues, una pregunta que surge ante este fenómeno es: ¿debemos respetar el relato negacionista como una simple alternativa, como quien escoge un menú respecto a otro, al discurso procedente de las investigaciones científicas?

Frente a las posturas relativistas sobre las que se sustentan muchos partidarios del negacionismo de la COVID-19, existen fuertes razones para rechazar la idea de que cualquier discurso mínimamente coherente con los hechos observables a gran escala pueda ser válido. Las cuales, por cierto, también podrían ser extrapolables a otros tipos de negacionismos, como el del cambio climático. Para mostrarlo, tomaremos prestado uno de los argumentos presentados por el filósofo Paul Boghossian en su estimulante trabajo El miedo al conocimiento: contra el relativismo y el constructivismo, publicado hace quince años, pero que es hoy más vigente que nunca. En concreto, contrastaremos este argumento con el razonamiento negacionista.

Rememoremos algunos de los hechos que se vienen sucediendo a nivel global desde el invierno de 2019 hasta hoy: construcciones exprés de hospitales, sobreinformación del avance de un nuevo coronavirus muy peligroso para la salud humana, restricciones, distancia social, confinamientos, mascarillas, vacunas, etc. Ante esta cantidad de hechos mutuamente relacionados podemos presentar dos marcos explicativos: (i) por razones todavía no del todo claras, un coronavirus ha comenzado a ocasionar una enfermedad peligrosa para la salud humana y se ha expandido rápidamente desde China a todo el planeta, o (ii) existe un complot de distintos gobiernos y magnates que tiene como finalidad inyectar microchips a toda la población a través de las vacunas. Por supuesto, quienes sostengan (ii) podrían explicar todos y cada uno de los hechos acaecidos desde finales del 2019 de distintas maneras. Por ejemplo, la construcción de los hospitales, las distintas pruebas de detección del virus o el uso obligatorio de la mascarilla serían una artimaña global para convencer a la población de que debe vacunarse. Las personas gravemente enfermas o fallecidas no lo serían por causa de ningún virus, sino de “radiaciones electromagnéticas” perniciosas para la salud. De un modo análogo, alguien podría explicar el fenómeno de la lluvia apelando a que, siempre que llueve, un dios invisible llamado Magufo está triste. Nótese que esta explicación de la lluvia, siempre y cuando se pueda ir amoldando a las distintas circunstancias, parecería imposible de refutar. Lo mismo sucede aparentemente con (ii), y de ahí su mayor atractivo.

Grosso modo, los seres humanos obtenemos conocimiento del mundo a través de tres principios epistémicos fundamentales.

El primero es la observación bajo condiciones normales. Si observo un roble que se encuentra frente a mí puedo afirmar, sin ningún género de duda, “delante de mí hay un roble” o “existe en el planeta al menos un roble”.

El segundo consiste en la inducción. Si siempre que acerco la mano al fuego me quemo, y sucede lo mismo con el resto de individuos, puedo sostener que “el fuego quema”.

Finalmente, se encuentra la deducción. Si sé que si tiro un papel al fuego se va a quemar y tiro un papel, entonces sé que se va a quemar. Se podrían añadir más, pero estos tres principios, al ser los más básicos, son suficientes. Así, con independencia de la cultura humana en la que indaguemos, el ser humano obtiene toda la información del mundo a través de estos principios.

No obstante, el uso universal, tanto por parte del negacionista como del investigador científico, de los tres principios mencionados no significa que ambos hagan un uso correcto, profundo y justificado de los mismos. He aquí el problema insalvable del negacionista: al servirse forzosamente de las mismas reglas del juego que el científico para obtener conocimiento del mundo, este termina por hacer patente su incoherencia. Las mismas razones que conducen al investigador a aceptar el marco explicativo (i) fuerzan al negacionista a rechazar (ii). A no ser, por supuesto, que este último niegue que la observación, la inducción y la deducción sean elementos imprescindibles de su quehacer vital, en cuyo caso resultaría harto interesante comprobar cómo tal sujeto se las podría arreglar para sobrevivir.

Las consecuencias de lo dicho son claras. El negacionista construye su relato partiendo de la observación. Acepta que se han construido hospitales y que muchas personas se están vacunando actualmente. En aras de la coherencia, al poner el ojo sobre un microscopio, este debería aceptar que está viendo un objeto con la forma de virus. Aplicando la misma lógica observacional, inductiva y deductiva, todo el marco explicativo de (i) podría ser comprendido y comprobado por el negacionista, si se interesara en ello, en la medida en que se están aplicando los mismos principios básicos de (ii). Ahora bien, la diferencia entre ambos marcos radica, como decíamos, en el uso deficiente que hace de la observación, la inducción y la deducción el negacionista frente al investigador. En principio, podría suceder que llueve cada vez que Magufo está triste, pero nunca se ha percibido directa ni indirectamente a un tal Magufo. Ni siquiera es necesario hacerlo, pues tenemos un marco explicativo consistente con todos los fenómenos relacionados con la lluvia que consiguen dar cuenta de ese hecho empírico sin recurrir a Magufo. En la medida en que sucede lo mismo con la pandemia que nos asola desde hace algo más de un año, no es necesario recurrir a explicaciones basadas en conspiraciones que, de hecho, es presumible que se derrumbaran ante un exigente escrutinio basado en los principios sobre los que inicialmente se cimienta: observación, inducción y deducción.

Entre otras muchas razones de peso, las consideraciones negacionistas carecen de fundamento epistémico. No están correctamente justificadas al tratarse, en última instancia, de marcos explicativos carentes de información científica, incoherentes con sus propios fundamentos y que generalmente están ligados a ciertas motivaciones ideológicas. Por lo tanto, aunque debamos respetar a la persona negacionista y brindarle la oportunidad de expresarse, no sucede lo mismo con sus argumentos. Tal y como corregimos al niño que afirma que “2+3=7”, las ideas u opiniones incorrectas del negacionista no deben ser respetadas. Máxime cuando de su asunción general se seguirían, aplicando los tres principios epistémico básicos, unas consecuencias tremendamente fatales para la sociedad que las permite.

Alejandro Villamor Iglesias

Es graduado en Filosofía con premio extraordinario por la Universidad de Santiago de Compostela. Máster en Formación de Profesorado por la misma institución y Máster en Lógica y Filosofía de la Ciencia por la Universidad de Salamanca. Actualmente ejerce como profesor de Filosofía en Educación Secundaria en la Comunidad de Madrid.

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