Hace algunos días tuve la oportunidad de viajar al departamento de Guainía. En el aeropuerto de Puerto Inírida, como un procedimiento habitual y “legal”, la Policía Nacional encierra en una sala de espera a los pasajeros con el fin de que un perro antidroga los revise. Seguidamente, el mismo canino olfatea las maletas. En garantía de la seguridad y el orden público, dirá algún lector.
Aguas abajo, en la Estrella Fluvial del Oriente -donde se juntan los ríos Guaviare, Atabapo y Orinoco- en la frontera colombovenezonala, estuvimos casi 24 horas y en ningún momento escuchamos o vimos alguna embarcación de la Fuerza Pública. Cuando, por mandato constitucional, la Armada Nacional tiene como función la defensa de la soberanía y la integridad del territorio nacional, es decir, el control de las fronteras.
Esta contradicción refleja el desenfoque que tiene la política criminal del país para afrontar el asunto de las drogas, que lejos de lograr resultados concretos que realmente reduzcan la criminalidad, conserven la paz social y/o mejoren la salud pública, ha generado una estigmatización y criminalización en contra de los consumidores. Dudo mucho que las autoridades desconozcan que grandes cantidades de sustancias ilegales traspasan la frontera colombo-venezolana, e incluso se presenta la trata de personas; sin embargo, como sociedad decidimos que el perseguido sea un ciudadano de a pie.
Afortunadamente tenemos la oportunidad de replantear la perspectiva para abordar el consumo de drogas de uso adulto, gracias al Representante a la Cámara Juan Carlos Losada y a la Senadora María José Pizarro, quienes están impulsando en el Congreso un Proyecto de Acto Legislativo para modificar un artículo de la Constitución que prohibió el porte y consumo de estupefacientes y sustancias psicotrópicas, salvo prescripción médica (prohibición impuesta apenas en 2009) y en su lugar permitirlos frente al cannabis, en personas mayores de edad. Dicho proyecto ya ha sido aprobado en 3 debates en el Congreso, y aunque le faltan 5, es primera vez que llega tan lejos.
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Es que la regulación tiene justificación ética, filosófica y política, como convincentemente lo explicó Carlos Gaviria en su sentencia C 221 de 1994. Así, si el Estado resuelve reconocer la autonomía, no debe ser limitada, salvo cuando “entra en conflicto con la autonomía ajena”. Por lo tanto, corresponde a las personas “decidir sobre lo más radicalmente humano, sobre lo bueno y lo malo, sobre el sentido de su existencia”. Dicho de otra manera, “el legislador puede prescribirme la forma en que debo comportarme con otros, pero no la forma en que debo comportarme conmigo mismo”.
Pero esta idea también cuenta con fundamentos pragmáticos. Por ejemplo, el Estado destina un gran presupuesto en judicializar a un consumidor o a un portador de su dosis mínima -así la sentencia sea absolutoria o se precluya la investigación penal-, lo que implica un desgaste para la administración de justicia que impide que en otros asuntos que vulneran derechos fundamentales, se garantice la tutela judicial efectiva. Lamentablemente, en estos temas no parece incomodarles un Estado grande e ineficiente a los sectores de derecha que tanto se han opuesto a la legalización, pero que a la par, irónicamente, exigen un Estado pequeño y eficiente.
ADENDA: Al fin y al cabo, al igual que con el alcohol y el tabaco, el legislador puede válidamente “regular las circunstancias de lugar, de edad, de ejercicio temporal de actividades, y otras análogas, dentro de las cuales el consumo de droga resulte inadecuado o socialmente nocivo”, como ha dicho la Corte Constitucional desde su creación.
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