El silencio rugió en las aulas, la productividad paró, y la ciudades planeadas, construidas e imaginadas como hogares según Sennett (2015), para dar entrada a los expulsados del Edén, vieron como sus calles y plazas se vaciaron del extenuante ir y venir; el mundo está en una tensa calma, tensa porque sabemos que la muerte acecha y calma porque comprendemos que al ser esta democrática ante el mínimo descuido puede susurrarnos al oído, ante lo cual solo queda desde la impavidez ver como vuelve con fuerza desde la ausencia proclamada por Saramago en las intermitencias de la muerte (2009), y fortalecida en la crónica de Camus (La Peste), plagada del absurdo de la muerte, que pone fin y límite al deseo humano de vivir. La muerte es la peste, es el mal, ese aniquilamiento siempre temprano e impredecible, absurdo e injusto. La muerte es, finalmente, el símbolo y la realidad misma opuesta al justo sueño de felicidad que abriga cada uno de nosotros en el fondo del corazón.
La muerte diría Camus, es un acto injusto, y bien lo anuncia Charles Moeller a través de la experiencia del joven argelino, citado por Santamaría (2015) (…) Junto a un amigo caminaba a la edad de quince años por la orilla del mar. Los dos chicos se encontraron ante un apiñamiento de gente. En el suelo yacía el cadáver de un muchachito árabe aplastado por un autobús. La madre daba alaridos; el padre callaba; la multitud miraba estupefacta. Camus, continua Moeller, después de unos momentos, habiéndose alejado un poco del grupo, mostró a su amigo el cielo azul, luego señaló el cadáver y dijo: “Mira, el cielo no responde”. En esta simple frase, pero contúndete reclamo se resume el drama de la sensibilidad camusiana aplastada por uno de los enigmas más dolorosos: La muerte
Piensa por ex. más en la muerte, – & sería extraño en verdad que no tuvieras que conocer por ese hecho nuevas representaciones, nuevos ámbitos del lenguaje, diría Wittgenstein, elemento que nos pone de frente a una nueva lógica, aquella que en palabras de William Ospina (2020), nos prodiga un sentimiento de que hay algo nuevo que aprender, (…) si todo lo más firme se conmociona, nos enseñan que todo puede cambiar, y no necesariamente para mal. Que, si la tormenta lo estremece todo, nosotros también podemos ser la tormenta. Y que en el corazón de las tormentas también puede haber, como decía Chesterton, no una furia, sino un sentimiento y una idea; elementos que nos ponen frente a una responsabilidad política y ética ineludible, aquello que Camus llamó solidaridad, pues “en el menor de mis actos yo comprometo toda la humanidad” (Santamaría, 2015).
Cuando el mundo noticioso trae a nosotros el boom de la muerte tras la descarnada elección de los médicos europeos y asiáticos entre quién debe o no morir a falta de aprovisionamiento suficiente, la solidaridad de Camus vuelve y toma valor en tanto “(…) hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Al preguntarnos por quién doblan las campanas en Asia, Europa y América, la respuesta la encontraríamos en John Donne, Devotions Upon Emergent Occasions, Meditación XVII,
Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la masa. Si el mar se lleva un terrón, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa señorial de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti.