–A los 25 años de su muerte –
“En su obra, encuentra uno la acidez de la expresión en el aforismo, siempre con ironía, pero también con cierto humor, en este sentido quizá se mofaba del mundo, de los premios, de los periodistas, de la academia, por eso nunca escribió su tesis doctoral, los intelectuales le parecían aburridos y únicamente elogió a Bach”.
Llegando al Infierno, Virgilio y Dante encuentran este escrito en el dintel de la puerta de entrada: “¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!”, y esa, ni más ni menos parece ser la filosofía del filósofo Emil Cioran. El primer libro que leí de él fue “Breviario de podredumbre” (1971), viniendo de un hogar católico, sabía que el breviario era un libro de oraciones que van marcando las horas y las semanas de los fieles, de tal manera que entendí el mensaje del filósofo rumano, como un querer ir recordándole a sus lectores la ironía de estar vivos en un mundo plagado de amarguras, ahí dice sin recato:
“¿Qué mayor renuncia que la fe? Es cierto que sin ella uno se aventura en una infinidad de callejones sin salida. Pero incluso sabiendo que nada puede llevar a nada, que el universo es solamente un subproducto de nuestra tristeza, ¿por qué sacrificaríamos ese placer de tropezar y rompernos la cabeza contra la tierra y el cielo?” (p. 10).
Había leído a los místicos, especialmente a los españoles, entre estos a Teresa de Ávila, pero su opción es el escepticismo, no creía que el hombre tuviese una segunda oportunidad y, al contrario de estos místicos, no hay una razón para vivir más que para sufrir amparado en el propio sufrimiento, no hay transverberación que le permita divisar el amor de dolor en Dios, sino el sufrir para recordarle permanentemente la fugacidad de la vida. No es un ateo, no puede serlo, ya que Dios le permite odiar su creación, no en vano en el “Breviario de los vencidos” (1998) anota:
“Con ansía y amargura, he intentado cosechar los frutos del cielo y no he podido. Se elevaban hacia no sé que otro cielo cuando les tendía mis manos golosas de su abundancia.
Las ramas de las bóvedas se comban sobre las esperanzas de nuestras plegarias; cuando éstas callan, aquellas pierden sus frutos.
Tampoco brotan flores en el cielo ni las vides dan fruto. Dios, como no tiene nada que guardar en su casa, de aburrimiento y enojo, deja yermos los jardines del hombre.
No, no; no es la visión de los astros lo que me deslumbrará. Bastante luz he perdido mendigando a las alturas. Harto de toda laya de cielos, he dejado mi alma a merced de los ornamentos del mundo” (p. 3).
No sin razón, el filósofo colombiano Darío Botero Uribe, vitalista, se refería a Cioran como al “filósofo de Transilvania”, en una clara alusión al origen mítico de Drácula, quien se alimenta de sangre para poder vivir. Sus aforismos, no escribió sino bajo esa forma, están por ello cargados de un eterno rencor a todo aquello que para el común de los hombres puede ser felicidad, no en vano dijo: “Haber cometido todos los crímenes: salvo el de ser padre.” Además, desde temprana edad padeció de insomnio, por lo que su vida transcurría en la noche, rondando por las ciudades donde vivió: Sibiu, Bucarest, Berlín y París, así que ese pesimismo es comparable al simbólico odio que siente el conde transilvano por el sol, una alegoría de la vida.
Algunos estudiosos de su obra manifiestan que no es un filósofo, ya que ahí no hay un sistema preestablecido, cómo si éste fuese necesario para poder pensar libremente; acostumbrados al milimétrico diseño de la razón, como en Hegel, del cual se apartó, se sumó a la liga de los desobedientes, desde el mismo Diógenes hasta Nietzsche, pasando por Schopenhauer, por eso su nihilismo le es consustancial a su pensamiento, negó todo, absolutamente todo, hasta el punto de ponderar el suicidio como una gran salida: “Habiendo vivido día tras día en compañía del Suicidio, sería injusto e ingrato que lo denigrara ahora. ¿Existe algo más sano, más natural? Lo que no lo es, es el apetito rabioso de existir, tara grave, tara por excelencia, mi tara…”, pero él no lo hizo, desde luego, murió a los 84 años, después de haber escrito más de 20 libros y de haber padecido alzhéimer durante 4 años.
Siempre he creído que Nietzsche es el filósofo de los jóvenes, ahí está latente el nervio, la fuerza de la vida. Cioran desde luego lo leyó, pero aparece como su contradictor, se aleja de él, no cree en el superhombre; por eso se instaura como un filósofo de la muerte, de la negación, lo que para Nietzsche es pulsión, para Cioran es podredumbre, simple banalidad. Por ello también Cioran tiene tantos seguidores, es el estilo de la escritura lo que llama la atención, por esto también muchos iniciáticos se sienten atraídos hacia él, hay un oscurantismo que despierta esa emoción, la negación de saber que nada vale la vida, ni siquiera escribir, como permanentemente lo decía el filósofo rumano cuando anunciaba que ese sería su último libro, pues no valía la pena volver a escribir. Sin embargo, rompió su juramento en varias ocasiones.
En su obra, encuentra uno la acidez de la expresión en el aforismo, siempre con ironía, pero también con cierto humor, en este sentido quizá se mofaba del mundo, de los premios, de los periodistas, de la academia, por eso nunca escribió su tesis doctoral, los intelectuales le parecían aburridos y únicamente elogió a Bach. El humor, es lo que uno siente con cierta complacencia cuando se leen sus silogismos más punzantes, como este: “Si prefiero las mujeres a los hombres es porque ellas tienen la ventaja de ser más desequilibradas, es decir, más complicadas, más perspicaces y más cínicas, por no hablar de esa misteriosa superioridad que confiere una esclavitud milenaria”, o como este: “El pecado y el mérito de Francia estriban en su sociabilidad. Las personas parecen estar hechas exclusivamente para reunirse y hablar. La necesidad de conservación proviene del carácter acósmico de esa cultura. Ni el monólogo ni la meditación la definen. Los franceses han nacido para hablar y se han formado para debatir. Si se los deja solos, bostezan, pero, ¿cuándo bostezan en sociedad? Ése es el drama del siglo XVIII”.
Un humor plagado de ironía, desde luego, en un hombre que vivió en y desde la desfachatez, leído por unos cuantos, vedado en algunas academias, desde luego, a nadie le gusta que le digan las verdades al oído.
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