Elogio de los maestros. Escribir sin miedo a molestar

“(…) amad la verdad y escribid sinceramente. Para no ofender las modas de la época, a menudo se almidona en exceso y se impide descamisarse al ligero vestido del genio. Lo que se sacrifica al tiempo se pierde para la eternidad”

Henry David Thoreau

En este mismo periódico, hace algunos meses publiqué una columna que tiene por título: “Yo fui violado por Foucault”. La motivación que la recorre es el sentimiento que me despierta la “cultura de la cancelación” ¡Asco! Para Thoreau los sentimientos son la cantera donde trabaja el artista. Por supuesto, toda manifestación artística está referida a la vida sensible. Sin embargo, no hay que confundir la cantera con el arte mismo. Los sentimientos han de refinarse para que contribuyan al embellecimiento de la vida o a la creación de algo nuevo. Por esto, vale decir, la escritura es el espacio en el que se transmutan los sentimientos que nos produce el contacto con el mundo, las cosas y los otros. En un sentido preciso, quise provocar una reflexión en torno a lo sencillo que es destruir el trabajo de toda una vida y las contribuciones de ese trabajo a los bienes culturales de la humanidad. Sin necesidad de ofrecer argumentos, en la actualidad basta con afirmar que un escritor o un artista es violador, racista o misógino, para que la afirmación se transforme en una causa mediática, un llamado a la justicia de las masas. La afirmación se convierte en una sentencia automática. Lo han sufrido en sus nombres Kant, Marx, Nietzsche, Nabokov, Brando, entre otros. Ahora corresponde el turno a Foucault. Por lo visto, nadie puede estar a salvo de esa especie de retorno de lo reprimido que tiene como único desenlace destruir el nombre y su valor.

El afán que mueve a la “cultura de la cancelación” dista mucho de imprimir un criterio de justicia a la historia o de construir marcos para la pluralidad. Mucho menos su afán se refiere a la vida de la cultura en toda su diferencia radical. Como ya se indicó, el afán es claramente destructivo, se alimenta de furiosas pulsiones que, por momentos, parecen satisfechas con la caída de nombres que tengan valor cultural estimable. De hecho, hasta se niega que dichos nombres tengan valor alguno o que esos nombres pertenezcan a los maestros de muchos de nosotros. La “cultura de la cancelación” desdeña el que los que aman se aferren al nombre del amado y, puesto que el amor se enciende con la distancia, sostiene Benjamin, amar es valorar y preservar en la memoria. A nuestros verdaderos maestros solo debemos amor. Desde luego, no uno que esconda sus defectos, sino un amor que testifique lo que los hemos necesitado para formar nuestra diferencia. Maestro es aquel que nos señala aquello de nosotros mismos que no puede ser educado por otros, afirma Nietzsche. Por supuesto, no se requiere un gran esfuerzo para verificar que los nombres caídos, en gran parte, pertenecen a hombres otrora destacados. Genios, no solo por su inteligencia superior, sino por su abundancia de fuerza vital[i].

Los comentarios recibidos con respecto a la columna vienen desde México hasta Argentina, incluso, alguno viene desde Europa. Son de diferente estofa, fluctúan entre felicitar, aprobar, adular y atacar. Estos últimos son ilustrativos y expresivos de forma particular. En ellos se me señala de consentidor de las violaciones, pseudo intelectual, insensible y maricón. También, en alguno se sentencia que yo mismo soy una especie de violador al imaginar el lenguaje tal cual enseña Nietzsche: como metáfora. Los comentadores, rebosantes de fantasías animistas, apuntan que el lenguaje hace lo que nombra. Claro está, se puede hacer cosas con palabras como plantea J. L. Austin en su teoría de los actos de habla. Pero, habría que discernir de manera correcta cómo se construye la realidad lingüística, cuál es su materialidad y qué cosas, en verdad, se hacen con palabras. Pareciera que los comentadores ignoraran que el lenguaje es la alquimia donde las cosas y las palabras se trasmutan. Por eso en el carácter metafórico del lenguaje pueden disolverse los significados sedimentados por el uso común, la mediocridad y la pereza. En general, estos comentarios de ataque responden a la voluntad política de corrección del lenguaje, con la cual se espera amordazar cualquier expresión del pensamiento escrito no ajustado a ese nuevo imperialismo moral que se autocalifica demócrata y libre de dogmas. En otras palabras, estamos obligados a aceptar aquiescentes cualquier causa política que se considere justa y a observarla con los términos en que se nos exige que lo hagamos. Las víctimas son solo víctimas y los victimarios son monstruos celebrados y protegidos por la “cultura patriarcal”, ese es el caso de Foucault, sostienen los adoradores de la “cancelación”.

Si la razón no fuera sustituida por la indignación. Si nuestro entendimiento no estuviera ahogado entre tanta gritería sorda, podría apreciarse sin ninguna dificultad que este esquema de interpretación es persuasivo, pero muy mentiroso. Persuade sin más porque no exige percibir matiz alguno. Basta empecinarse en la incomodidad afectiva para no tener que hallar un criterio racional. De lo que se trata es solo de sentir la indignación. El sentimiento es la prueba. Sin embargo, como sostiene Judith Butler, conviene recordar que ningún grupo humano es por definición solo víctima o solo victimario. Entre los seres humanos las relaciones son bastante complejas para decidir por anticipado a quién defender y a quién destruir. De hecho, habría qué cuestionar esa voluntad de destrucción que se alimenta con el nombre de la justicia. La misma Butler sostiene que insistir, sin discusión, que unos son buenos y otros son malos, es una paranoica confusión entre lo ontológico y lo político.

Los comentarios en mención, dicho sea de paso, no son objeto de perturbación. Por supuesto, lo que soy y lo que me autorizo a decir lo debo a mis maestros y no a una casta sacerdotal resentida. Nietzsche es enfático al afirmar: hay que vencer el miedo al desprecio, solo así un hombre puede afirmarse a sí mismo. El hombre fuerte, como asevera el mismo Nietzsche, combate contra su época todo aquello que impide percibir la grandeza. El escribir sin miedo a molestar expresa la saludable voluntad del hombre fuerte que se arriesga a decir yo.

El punto importante a destacar aquí no son los comentarios. Estos son un mero pretexto para poner algunas letras a propósito del lenguaje escrito. Después de todo, la aspiración no es a vivir para escribir, sino a vivir en la escritura. Parafraseando a Thoreau, sin el diario en el que intentamos dar forma escrita al pensar, vagaríamos por el mundo derramando no solo nuestras miserias, sino también malgastando nuestras flores. Por el camino de Benjamin, se advierte que hay que cultivar flores en medio de la más profunda orfandad. Benjamin está indicando que, tal vez, hasta en las peores vicisitudes, el ser humano puede crear, en su caso, escribir. Ahora, cuando un hombre decide escribir lo que tiene por decir, no encuentra felicidad sino soledad. Pero, otra vez, como dirá Nietzsche, para qué ser felices si podemos ser fuertes. Por eso no puede escribir el que teme desnudarse en lo escrito o el que supone que la belleza de lo escrito descansa en la opinión aceptada por todos.

En El silencio de la escritura, Emilio Lledó sostiene que nuestra experiencia es reducida. En su mismidad, está atrapada dentro sus propios límites. La tarea formativa de todo ser humano no es estar a la altura de su experiencia, sino en crear las condiciones para una experiencia diferente, nunca igual a sí misma. Por esto no deja de resultar extraña la peregrina intención de educar basados en la experiencia ¡Cómo si la experiencia bastase! Por necesidad, educarse significa extrañamiento de sí y apertura hacia lo otro. Conforme a esta premisa, el extrañamiento y la apertura encuentran un modo de realizarse en la escritura. En la estela de Kant, Lledó indicará que esta es el triunfo del ser humano frente al tiempo presente. La escritura es la emancipación del Logos obligado a ser solo voz. Si el destino de la palabra es su evanescencia porque una vez dicha se disuelve en la nada, la escritura la restituye para la eternidad. Escribir es emprender la aventura del yo que intenta vencer el presente efímero. Escribir es imprimir una huella en el presente con la esperanza de hacerlo perdurar en la memoria. Por eso, al percatamos de la finitud de la vida, luchamos por crear recuerdos. Lo único que queda de lo vivido es escritura.

Como puede apreciarse, no se escribe para comunicar algo. No se escribe para convencer. Es estéril, dice Benjamin. Se escribe para afirmarse a sí mismo, ya se ha dicho. Pero, hay algo tan importante como esto. No hay escritura que nos permita evadir el tiempo. Al contrario, escribir es soportar su rigor aplastante. El rigor de todo lo que nos abandona sin poderlo retener. Escribir es experimentar por última vez el olor de todos aquellos que con el tiempo nos abandonan. Se escribe para dar testimonio de su persistente presencia en nuestra vida. Porque cuando se ha sufrido pérdidas irreparables, el cuerpo, esa gran razón, se esfuerza por retener lo que ha perdido, recordando una y otra vez. En eso coinciden tanto Nietzsche como Benjamin, maestros que llevaron hasta los extremos más inusitados el arte de vivir en la escritura ¡Lo que en verdad importa!

Fuentes de consulta

Benjamin, Walter (2010). Calle de dirección única. En Obras. Libro IV/vol. 1. Madrid: Abada.

Butler, Judith (2011). Violencia de Estado, guerra, resistencia. Por una nueva política de la izquierda. Madrid: Katz.

Lledó, Emilio (2011). El silencio de la escritura. Barcelona: Austral.

Nietzsche, Friedrich (2013). Humano, demasiado humano. Madrid: Akal.

Scholem, Gershom (2003). Walter Benjamin y su ángel. México: Fondo de la Cultura Económica.

Thoreau, Henry David (2007). Escribir (Una antología). Valencia: Pre-Textos.

 

[i] Es importante destacar los llamados a cancelar el trabajo de la actriz Catherine Deneuve, la filósofa Peggy Sastre y la crítica literaria Catherine Millet, además del rechazo sistemático a discutir las ideas de Camille Paglia, por su negativa a ejercer como epígonos del activismo feminista dominante.


Alexánder Hincapié García

Doctor en Educación de la Universidad de Antioquia, Magíster en Psicología, con estudios de pregrado en psicología y filosofía. Realizó su estancia doctoral en la Universidad Nacional Autónoma de México. Su tesis doctoral obtuvo la máxima calificación, Summa Cum Laude. Reconocido como Investigador Asociado por COLCIENCIAS. Ha sido profesor de pregrado y postgrado en distintas universidades. Se define más que profesor como un investigador social sin credos epistemológicos.

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