El 24 de noviembre se cumplen cuatro años de la firma del pacto del teatro Colón entre Santos y las Farc, «el mejor acuerdo posible», en palabras de Humberto de la Calle, jefe negociador del gobierno en La Habana.
Inicialmente firmado en Cartagena, en un pomposo y costosísimo espectáculo, y seis días después rechazado en el plebiscito del dos de octubre, se presentó a la opinión como el momento que traería «la paz» y pondría fin a 52 años de conflicto armado. Santos agregó que, además, «una Colombia sin coca […] es lo que está al alcance de nuestras manos si implementamos estos acuerdos».
Paz, fin del conflicto armado, una Colombia sin coca, con la guerrilla desarmada y desmovilizada, fue lo que ofrecieron Santos, su equipo de negociadores, y las Farc, cuando firmaron entre ellos.
Más allá de la falsa dicotomía entre amigos y enemigos de la paz, lo cierto es que un análisis objetivo, con base en observaciones fácticas y cifras, alejado de consideraciones partidistas o ideológicas, muestra que el pacto no trajo nada de lo prometido. Por el contrario, hoy la situación es peor que antes.
En efecto, el conflicto armado sigue vivo. No lo digo yo, lo dice el Comité Internacional de la Cruz Roja, de quien no puede predicarse una inclinación política o simpatía con algunas de las partes. Hay un conflicto armado no internacional cuando «las hostilidades alcanzan un nivel mínimo de intensidad [y se cumplen ciertos] criterios indicativos como número, duración y violencia de los enfrentamientos» y «los grupos no gubernamentales que participan en los actos de violencia están suficientemente organizados [con] una estructura jerárquica y una cadena de mando, capacidad de planificar, coordinar y llevar a cabo operaciones militares, capacidad de reclutar y entrenar a portadores de armas, existencia de reglas de disciplina interna, capacidad de los comandantes de controlar a los miembros del grupo y control territorial». Con base en esos criterios, según el CICR, en Colombia coexisten y se desarrollan en paralelo cinco diferentes conflictos armados: «el Epl y el Eln en el Catatumbo, el segundo es entre el Gobierno y el Eln el tercero entre el Epl y el Gobierno, el conflicto entre el Gobierno y el Clan del Golfo y las Autodefensas Gaitanistas es el cuarto, y el quinto el del Gobierno con las tres estructuras del bloque oriental que no se acogieron al acuerdo de paz». Agrego un sexto: el que se tiene con los reincidentes de las Farc, lideradas nada más y nada menos que por el segundo comandante de esa organización y cabeza de los negociadores en Cuba, Iván Márquez.
Tampoco ha disminuido la violencia homicida. De hecho, se ha incrementado después de la firma del pacto. Tras varios lustros de disminución sostenida de los asesinatos desde su pico en 1991, la caída se estancó en 2016 y 2017 y, tristemente, subieron en el 2018. El año pasado ocurrieron 11.880 homicidios, menos que los 12.130 del 2018, pero más que los 11.535 que se produjeron en el 2015, antes de la firma del pacto con las Farc. Tan grave como eso, el año pasado hubo 420 asesinados calificables como «violencia sociopolítica», más del doble de los que por ese concepto murieron en el 2016, cuando se firmó «la paz».
Y el panorama del narcotráfico es aún peor. Según Santos y su gobierno, con el pacto «las FARC van a comenzar a ayudar al Estado en lugar de combatirlo, en la sustitución de cultivos ilícitos por cultivos lícitos y en la eliminación del narcotráfico propiamente dicho». Ello supondría un «cambio de paradigma» y un «histórico nuevo enfoque» a la lucha antidrogas que, según el entonces ministro de Justicia, Yesid Reyes, suponía dejar de lado el concepto de la «guerra contra las drogas» y la política de «mano dura» y «sanciones»», porque, según ellos, había fracasado.
Es difícil sostener que la lucha estaba perdida. Durante Uribe los narcocultivos bajaron a 63 mil hectáreas y en el 2013, tras tres años en que se mantuvo la estrategia, se llegó a las 48 mil. La producción de cocaína cayó a apenas 290 toneladas en ese año. Pero en el 2014, en plena negociación, hubo un punto de inflexión: Santos complació a las Farc y decidió suspender la fumigación y, unos meses después, toda la erradicación forzada. Más adelante, en el componente de drogas del pacto y durante su implementación, se establecieron una larga serie de incentivos perversos al narcotráfico y no solo se perdió todo lo que se había ganado en tres lustros de muchos sacrificios y esfuerzos sino que ahora nos ahogamos en coca, como nunca antes en nuestra historia: en el 2019 teníamos 154.000 hectáreas de coca y se produjeron 1.137 toneladas de cocaína, cuatro veces más que en el 2013.
Por supuesto, las Farc no solo no han ayudado en nada en la lucha contra el narcotráfico sino que su jefe de negociadores y otro miembro del Secretariado se devolvieron al monte precisamente porque seguían involucrados hasta el cogote en el negocio. Pero en realidad lo que ha fracasado, y de manera rotunda, es todo el nuevo enfoque contra el narcotráfico del pacto con las Farc que, hay que decirlo, el gobierno actual ha mantenido intacto.
Y como el narcotráfico es la gasolina de los grupos armados y el motor del conflicto, si no corregimos el rumbo seguiremos girando en esta enloquecida espiral de violencia asesina.
En fin, ni paz, ni cese del conflicto, ni disminución de la violencia, ni menos narcotráfico. Todo lo contrario es lo que nos dejan estos cuatro años desde la firma de los pactos con las Farc.
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