El terror y lo inconsciente

El género de terror surgió en el siglo XVIII, el siglo de la Ilustración, en claro constaste con la exaltación de la razón que caracterizó la época. Era como si tanta pulcritud y claridad de pensamiento exigieran un reverso oscuro y repulsivo.

Desde una perspectiva junguiana, es un claro ejemplo de compensación. La irrupción de lo inconsciente es muy fuerte cuando se quiere ignorar su papel rector en la vida de los seres humanos; cuando, por despreciarlo, la conciencia se niega a sí misma la posibilidad de canalizar la fuerza irracional que la supera y encauzarla de forma creativa, la corriente psíquica retenida aumenta su presión sobre los muros que la bloquean hasta que finalmente rompe y se precipita con su sublime capacidad de destrucción.

Sublime porque, como comprendieron impotentes los románticos, cual hijos bastardos de la razón, la contemplación de lo inconsciente es la contemplación de lo primordial en todo ser humano, y tal experiencia, si la conciencia es débil –el opuesto de la racionalidad intransigente es tan peligroso como ella misma—, provoca el deseo de la muerte dulce, un entregarse lánguido y perezoso a la fuerza imparable del caos, el origen del éxtasis que, por falta de voluntad, provoca la muerte definitiva del individuo como ser autónomo, que es el resultado de milenios de evolución psíquica y de reforzamiento de la voluntad –esa que este siglo amenaza con debilitar hasta su extinción, un proceso que se exterioriza en la actual fascinación por la moda zombi—, y lo devuelve a ese estado primitivo denominadoparticipation mystique, donde se desvanece la diferencia entre sujeto y objeto, y los individuos se sienten una totalidad con el cosmos porque se mueven por él bajo la simple guía de los instintos más elementales sin posibilidad de controlar sus acciones, es decir, donde la Naturaleza los maneja cual marionetas a merced del caos primordial.

El mundo se llena entonces de fantasmas y espíritus que son las proyecciones del contenido inconsciente en el mundo y cuya última proyección, antes de que la conciencia reconozca el auténtico poder que se esconde en las machadianas y oscuras galerías del alma que no se atreve a recorrer, es el concepto de dios en cualquiera de sus formas, el centro del ser, la piedra filosofal de los alquimistas, la esencia auténticamente humana que se esconde en la maraña neuronal del cerebro, la red por la que se manifiesta la inquietud espiritual y la nostalgia de eternidad –que sea una verdad o una ilusión no importa; el hecho es que esa inquietud se da naturalmente— de toda criatura consciente.

Esa vuelta al estado primitivo es, en definitiva, la disolución de la conciencia en el sistema inconsciente, un proceso que se da por pasos, como el endiosamiento del gurú de turno que se ha identificado con lo irracional hasta el punto de creerse controlador en lugar de controlado, como la hibris del tecnocientífico que ha reducido lo real al esquema lógico que le permite manipular ciertos aspectos de la materia hasta el punto de creer que ese esquema ya no es modelo simplificado para facilitar el trabajo, sino exclusiva realidad.

En ambos casos, la conciencia se justifica a sí misma para no aceptar que está siendo dirigida por una fuerza instintiva ante la cual, cuando se llega a estos niveles de ignorancia –por identificación en un caso y desatención en el otro—, ya no tiene poder, pues la voluntad ha quedado anoréxica.

El caso es que, en el siglo XVIII, los monstruos se redujeron a la literatura de las sociedades industriales, y su significado fue mayoritariamente despreciado. Noël Carroll, en su Filosofía del terror, apunta al hecho de que, para que haya monstruos, el concepto de naturaleza tiene que estar muy bien definido, pues un monstruo es aquello que viola la naturaleza, que no encaja en ella.

La Ilustración creó la naturaleza apropiada, clara, mecánicamente ordenada, para que fueran posibles los monstruos modernos; los residuos que no encajaban en el modelo adoptado pero que no podían desaparecer de la realidad mental de los seres humanos. Si, en épocas anteriores, los monstruos eran parte de lo real, inquietudes proyectadas en la oscuridad de la noche y en lo profundo de los bosques, desde el siglo de las Luces la ficción será su único refugio.

El solo pensamiento del monstruo genera terror; no hace falta creer en su realidad física, basta con su existencia mental para que las emociones provoquen reacciones físicas de repugnancia y miedo, la mezcla necesaria para que surja eso que Carroll denomina “terror-arte”.

De hecho, si se creyera en su verdad física, no habría placer alguno en la experiencia del terror-arte, no habría fascinación, sino estrés y necesidad de huida. La fascinación ha de nacer del encuentro con algo primordial de lo que se sabe que no es posible huir, más bien lo contrario, es algo ante lo que se intuye un profundo y oculto deseo de “regresar”.

El monstruo provoca auténtico terror –frente a otras teorías que dicen que es un terror fingido, pero que aquí se antojan insatisfactorias— porque es una figura que sirve de recipiente, una excusa física en la que se vuelcan las características más detestadas por la conciencia racional: la impureza y el peligro.

En su impureza, el monstruo es una criatura que no puede ser etiquetada bajo ninguna de las categorías con que la ciencia del siglo ha organizado el mundo; se mueve en las fronteras y cruza de un territorio a otro sin que se pueda saber realmente qué es; es la fusión de diferentes animales, o de animales y humanos como Drácula; o la fisión de un hombre en dos seres opuestos que no se reconocen uno al otro, como Jekyll y Hyde; o la magnificación de seres ya considerados impuros en la vida real, como los deformes cuyos rasgos se llevan al extremo de lo grotesco y, por tanto, de lo obsceno en una sociedad que busca el orden y la uniformidad.

El peligro del monstruo es el peligro de que se agriete esa uniformidad y se muestre la mugre que crece tras el decorado de lo socialmente correcto, que no es sino la materialización de lo mentalmente aceptado frente a lo inconsciente bloqueado.

La sociedad de la razón eliminó con sabiduría al monstruo de la realidad, pero creyó que la mente no es real y desatendió a las criaturas que emergían de la ficción, y que ahora, con el tiempo, sabemos que profetizaban acontecimientos por llegar, simplemente porque eran el producto de inquietudes presentes en la psique de cada ser humano que conforma una sociedad en una época dada, y toda sociedad evoluciona en virtud de la psique de los individuos que la conforman: los peligros de la técnica sin moral en la figura del doctor Frankenstein, la desintegración del individuo que se aleja de su naturaleza íntima y termina por ser un extraño ante sí mismo como el doctor Jekyll, la succión de la energía vital y la depresión cuando se ignoran los instintos y éstos crecen ajenos y transustanciados en Drácula, una criatura que posee y debilita la voluntad de sus víctimas, etc.

En la banalización de la vida que es la sociedad del espectáculo, se tiende a pensar que la ficción es una forma de escapismo; sin embargo, suele ocurrir que se trata de un “escapismo” hacia un universo cargado de amenazas, miedos, desesperación, ansiedad o muerte. Independientemente del género, si no hay problemas, ya sean terribles o suaves, no hay historia, como ya indicara Aristóteles.

En definitiva, no se trata de ningún escapismo, y mucho menos de alimentar el gusto por la superstición –hay que estar demasiado poseído por lo inconsciente para llegar a estas conclusiones, como es el caso generalizado hoy en día—, sino de la necesidad del ser humano por entrar en contacto con su realidad más íntima y, por tanto, su única realidad.

Dice Noam Chomsky que existe una gramática universal, y dice Jung que existe una forma universal para la “imaginación”, independientemente de la cultura o la época. Las historias comunes a una cultura, incluso a toda una civilización, los mitos y las leyendas, obedecen a una estructura interna; hay temas universales que rigen el comportamiento humano.

Cuando se los ignora, pierden su simbolismo y su fuerza catártica; la razón sucumbe desbordada tarde o temprano, el caudal incontrolable de lo irracional asalta la conciencia, la convence de que sus contenidos son reales, no dentro, sino fuera, y, entonces, aparecen los monstruos internos, los complejos, en el mundo exterior; los diferentes, los raros, los desconocidos, los extranjeros, judíos, homosexuales, los gitanos delincuentes, los musulmanes todos primitivos y terroristas, los corruptos e impuros que todo lo manchan.

Frente a ellos, el individuo ya no se conoce. Se ha identificado con el héroe, el dios solar, el portador del Bien y adalid de la Verdad. Es en ese momento, y sólo en ese momento, cuando el universo fantástico, por ignorado y despreciado, se vuelve un peligro para el resto de la humanidad.

[author] [author_image timthumb=’on’]https://alponiente.com/wp-content/uploads/2014/02/autortest.jpg[/author_image] [author_info]Rafael García del Valle: Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca (España). Persigue obsesivamente los misterios de la existencia, actividad que contrarresta con altas dosis de literatura científica para no extraviarse en un multiverso sin pies ni cabeza. Es autor del blog www.erraticario.com Leer sus columnas.[/author_info] [/author]

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