El Tablazo

Nosotros decidimos convertirnos en «metaleros», no «endemoniados» ni nada por el estilo, simplemente unos adolescentes que escuchaban una agrupación de moda llamada Metallica. Todos comenzamos a vestirnos de negro. Como yo era el pintor de la familia, terminé decorando las paredes de la casa con calaveras.

Huyendo de la violencia de los barrios de Medellín llegamos a Itagüí.

Se suponía que El Tablazo era menos violento que Aures, pero no fue así.

En cada calle, en cada esquina, jóvenes con mirada tenebrosa, «todos tirando vicio»; así decían los mayores.

Nosotros decidimos convertirnos en «metaleros», no «endemoniados» ni nada por el estilo, simplemente unos adolescentes que escuchaban una agrupación de moda llamada Metallica. Todos comenzamos a vestirnos de negro. Como yo era el pintor de la familia, terminé decorando las paredes de la casa con calaveras.

Una estructura familiar fuerte, fundada en el amor de un trabajador que portaba la nobleza del campo perdido, nos salvó de la perdición. Todos mis hermanos probaron las drogas, experimentaron pero no se quedaron allí. Yo ni la probé; no porque tuviera una especie de virtud especial, sino por cobardía. Aún prefería mantenerme en casa. Luego llegaría el alcohol, ese sí lo probé y no sólo lo probé.

Cada tanto el barrio era estremecido por una balacera. De repente todos salían corriendo, los gritos, un muerto, los curiosos salían a ver. Siempre el muerto era un joven. Recuerdo uno en especial, un muchacho rubio de ojos azules, con una sonrisa angelical, en una ocasión, después de la balacera, la muerte le tocó a él. Observamos desde un balcón al asesino, también otro joven del barrio, que ahora se dedicaba a la «limpieza social».

Durante muchos días estuve enfermo de paranoia. Nadie se dio cuenta pero el estado de nerviosismo en que me encontraba, era ya un estado patológico. El miedo que se apoderó de mí era insensato, creía que en cualquier segundo que pasara por la calle iba a ser víctima de un disparo. No salí. No quería salir. Pasé varias semanas en esa situación. Mis hermanos hacían su vida normal. La violencia persistía pero cada semana, cada mes, cada quince días, no cada segundo como lo temía yo. Al final, no sé cómo me tranquilicé.

Nunca olvidaré el rostro de una profesora de secundaria llorando por desesperación. Un día la señora no aguantó más, no podía dar clase, lloraba por ella, quizá lloraba por nosotros. El salón, más que un lugar de estudio, era otro «parche» de una banda llamada Séptimo C. Los alumnos parecían de grado once, pero estaban ahí en el segundo año del bachillerato, haciendo nada, haciendo ruido, jugando bruscamente, amedrentando a los niños como yo, que no alcanzábamos los once años y no le llegábamos a la cintura a los aspirantes a mafiosos. El colegio público de Itagüí en el año 1991 era un caos, una anarquía donde los profesores disimulaban enseñar. Allí no se enseñó nada. Las instituciones públicas era la prolongación de la mafia de la calle. Nadie hacía nada. Creo que los adultos tampoco sabían qué hacer.

«Arréglate vamos a visitar al primo que llegó de los EE.UU», no fui a ninguna parte, me indignaba el elogio que hacía la familia y los vecinos, de aquel muchacho flaco, que antes no era nadie, y que después se fue a los EE.UU y que ahora que había regresado, era millonario. Desfile de autos nuevos y lujosos por la cuadra, trago y sancocho para todo el barrio, el sujeto, con una gordura desproporcionada ahora exhibía pesadas y grotescas cadenas de oro. Para todos había regalo, a mí me tocó un llavero, un artilugio que emitía una luz roja en una distancia considerable. Qué asco me da aún recordarlo. Embelesados con tonterías gringas. Dinero por doquier. Hay que trabajar con el primo, ser amigo de él, de sus amigos, o sea de los mafiosos. El héroe del barrio. El ideal del Tablazo, irse para Estados Unidos a vender droga y llegar repleto de billetes. Algunos pocos años. Otra balacera. Mataron al primo. El Pablo Escobar en miniatura que se reproducía en cada barrio de Medellín. A llorar el muerto, con el «nadie es eterno en el mundo» del cantante popular.

Algunas casas del Tablazo se transformaron, tres, cuatro pisos, con acabados lujosos. «Un muerto en la casa pero nos quedaron las casitas, bendito sea dios». Las demás casas quedaron igual, apeñuscadas, casas feas, para un barrio feo, de nombre feo. ¿A quién se le ocurriría de nombre para un barrio “El Tablazo”? Nunca lo pude entender.

Mamá nos contaba que antes todo eran fincas, Calatrava, Ferrara, el Tablazo era una loma, con una vista sin igual, unas cuantas casas, un paraíso con frutales que muy pronto se acabó. Después, a mediados de los años cincuenta, empezaron a llegar gentes de todas partes. Desarraigados a arrinconarse. A propósito, otro barrio peor: El Rincón. “Si eres del Tablazo no se te ocurra pasar por el Rincón, porque eres hombre muerto. Si eres del Tablazo no pases por las Acacias -otro barrio vecino-, porque eres hombre muerto. ¿Entonces por donde llegar? ¡No ve que el Tablazo queda en medio de los dos!»

Decidí salir, pararme por algunos días en una esquina, hacer amigos. ¿Qué se hace en una esquina? Nada, fumar, esperar la balacera. Decidí volver al encierro.

Pasaron los años, era hora de graduarse, no aprendimos nada. O mejor dicho, sólo aprendimos a beber. Un baile de baladas norteamericanas a oscuras, otra balacera.

¿Qué futuro teníamos los jóvenes de la década de los noventa en Itagüí, o en cualquiera de los municipios del Valle del Aburrá? Ninguno. Sólo queríamos «rumbiar», adormecernos en el alcohol. Los que pasaban el límite se convirtieron en matones. Los demás en sobrevivientes. Las cosas no han cambiado mucho. Los alcaldes han pactado con los mafiosos el control del territorio, las balaceras disminuyeron, pero la estructura de exclusión social del barrio sigue igual.

El Tablazo es un ruido continuo, donde al aparecer nadie quiere el silencio. Nunca hay silencio en ese lugar del Vallé del Aburrá. El ruido estridente de los equipos de sonido con melodías folclóricas al máximo volumen nunca puede faltar, ni en ese lugar, ni en los lugares circundantes.

Hoy se me ocurre que en nuestros barrios no se quiere el silencio, porque el silencio siempre trae consigo, a los muertos que no se quieren recordar.

Un día a un amigo, quizá el joven más brillante de nuestra generación, fue impactado por una bala que le atravesó el pecho. «Se salvó de milagro ¿y es que pasaba por ahí y le tocó una balacera? o ¿andaba con malas compañías?».

Morir o sobrevivir para contarlo. No más.

 

Frank David Bedoya Muñoz

Frank David Bedoya Muñoz (Medellín, 1978) es historiador de la Universidad Nacional de Colombia y fundador de la Escuela Zaratustra. Fue formador político en la Empresa Socialista de Riego Río Tiznado en la República Bolivariana de Venezuela. Ha publicado “1815: Bolívar le escribe a Suramérica”, “Relatos de un intelectual malogrado” y “En lo alto de un barranco hay un caminito”, libro que reúne cinco relatos, un ensayo y dos conferencias sobre la vida y obra del Libertador Simón Bolívar. Actualmente es asesor en el Congreso de Colombia.

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