El silencio

La palabra «silencio», proviene del sustantivo latino silentium y este del verbo silere (“estar callado” o “abstención de hablar”)[1], por lo que se puede colegir que en una de sus acepciones el silencio es una decisión personal que debemos aprender y practicar independiente del “ruido” que pueda existir en el exterior que nos circunda, de ahí que el ejercicio de este para el proceso de crecimiento personal  constituye sin ninguna duda el principio y la puerta de entrada a todo el proceso “del tallado de nuestro ser”. Además, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, silencio también significa “falta de ruido”, acepción que, si me corresponde analizar en este escrito, es porque constituye ese bosque lleno de trampas y distractores con los que nos tendremos que enfrentar y al que estamos llamados a vencer en nuestra realidad.

Así pues, al dedicar parte de su tiempo al silencio el ser humano reconoce su necesidad de aprender de los demás y tiene tiempo para hacerlo al poder escuchar las enseñanzas que ellos están en disposición de transmitirles en un proceso que indiscutiblemente es de doble vía ya que, al enseñar, ellos también aprenden.

En lo más básico, el poder del silencio es fundamental para dominar el don de la discreción y por lo tanto es también el emprendimiento de un camino hacia la sabiduría, valores y categorías estas que son esenciales para la preservación y el fortalecimiento de nuestra humanidad y para garantizar el éxito de nuestra formación como seres humanos y quienes en esencia somos los que le damos la sostenibilidad en el tiempo.

Pero apropiarnos de la práctica del silencio no es nada fácil después de haber nacido y vivido en una cultura en la que la palabra, y quizás también “el ruido”, ejercían la supremacía sobre todas las cosas, pues con ellas no sólo creábamos realidades sino también falsas apariencias de las que sin el menor reparo perfectamente podíamos vivir, sin importar para nada nuestra formación y crecimiento intelectual y moral, porque lo importante era seguir el ritmo frenético de los tiempos, sin reflexionar y sin dedicar parte importante de nuestros días al silencio y a la reflexión; sin detener la mente en busca del menor sosiego y deleite de lo que la vida nos ofrece a través del disfrute del “ahora” y más bien preferir seguir llevando a cuestas las pesadas cadenas de los “deberías” del pasado y de las estresantes ensoñaciones siempre más que quiméricas con las que enmarañamos y ensuciamos el futuro.

A veces llegamos a tal punto con nuestro verbo y nuestro “ruido”, que nos aturdimos con nuestros propios discursos y preferimos el efímero placer de los deslumbramientos ante los conocimientos superficiales a cambio de la madurada solidez de los saberes profundos y experimentados por los que cada día que pasa nos acerca a la meta de nuestra utopía personal muy cercana a la madurez intelectual, emocional, ética y moral.

Y es que en el silencio de las palabras y de las ambiciones podemos escucharnos en nuestras motivaciones más nobles y nos ponemos en armonía con los propósitos más trascendentes del universo, hasta el punto de que el más leve murmullo de la creación nos llega a nuestros sentidos −no sólo al oído− en un lenguaje no sólo perceptible sino entendible como si conociéramos todos los lenguajes de la naturaleza y se me antoja que es como si estuviésemos ubicados en la frontera del más inmensa mundo de la creatividad y la clarividencia, el que debe ser el principio de todos los secretos y verdades.

Después de mucho batallar con el silencio y la discreción debemos estar ya listos para la sublimación total de este silencio, elevándolo a la categoría del “silencio interior”, al acallamiento de todas nuestras voces interiores[2] y al apaciguamiento y la domesticación de nuestros pensamientos hasta llegar al sólido y tangible vacío interior generador de una paz creadora que todo lo trasciende y lo liberta.

“Por ello el alcance de nuestra voz, producto de nuestros pensamientos, resulta clave en la construcción de nuestra mejor versión, es mejor callar, cuando no sabemos cómo y cuándo hablar; es mejor callar, hasta que aprendamos la importancia de utilizar la palabra de una forma consciente y sabia; es mejor no decir nada, cuando podemos utilizar la pasión como detonante de nuestros fonemas. Es mejor callar cuando no estemos preparados para aceptar nuestra misión; es mejor callar, cuando se empieza a caminar por senderos desconocidos, pero con la seguridad de que hay una presencia divina que nos acompaña” [3].

Ya para terminar esta reflexión, «recordemos al sabio Lokman[4], que enseño a su sucesor: “¡hijo mío! Si la gente se enorgullece por su elocuencia y por su arte de buen decir, tu deberás agradecer a Dios el haberte dado juicio para saberte callar”. Ahora bien, vuelvo al silencio para encontrar la paz, porque hay que ser amo de nuestros silencios y no esclavos de nuestras palabras»[5].

 

 

[1] http://etimologias.dechile.net/?silencio.

[2] Porque más bien no los llamamos “nuestros ángeles y demonios” empeñados de manera ciega en una lucha sin cuartel y que tiene como campo de batalla nuestra propia mente.

[3] https://centauro996.wordpress.com/el-silencio-del-mason/.

[4] Célebre fabulista árabe. Se desconoce la época en que vivió; unos le suponen sobrino de Job, otros de Abraham y algunos, consejero de David. La misma incertidumbre existe respecto a su profesión y a su patria, así como del carácter de que Dios le revistió, considerándole unos como profeta y otros como un simple sabio. Sus aventuras y su sabiduría gozan una gran celebridad en Oriente, pero la mayor parte de los comentadores del Corán le identifican con el Balaam del Pentateuco. Existe con su nombre una colección de fábulas, publicadas por primera vez en Holanda a principios del siglo XVII, que de ninguna manera le pertenecen, porque además de no estar citadas en ningún tratado de los buenos tiempos de la literatura árabe pertenecen, en parte, a una colección procedente de la India y el resto, probablemente, a Esopo. La opinión más admitida atribuye esta colección a un autor moderno y cristiano, llegando a citarse como tal a Barsuma, cristiano egipcio que vivió en el siglo XIII.

(Tomado de: http://www.mcnbiografias.com).

[5] https://centauro996.wordpress.com/el-silencio-del-mason/.