Corría junio de 2015. Para entonces apoyaba a un gran amigo en su precandidatura al Concejo de Medellín, Pablo Jaramillo. Nos contó que había conocido a Iván Duque, un senador recién elegido por la lista del partido que nadie conocía, y que quería apoyarnos. Vendría a Medellín a dictar una charla y adicionalmente, también a manifestar desinteresadamente su apoyo a mi precandidato, Andrés Guerra, en medio de una pugna voraz por la candidatura a la Gobernación de Antioquia.
Antes de continuar es necesario un paréntesis: Además de estudiar política, hago ópera y zarzuela, hago música desde los 6 años, vibro con ella y es una parte entrañable de mi vida. Resulta que la charla era de una bendita «Economía Naranja», con base en un libro que él mismo había escrito en su paso por el BID.
Quedé asombrado. Primero, porque ver a alguien al interior del CD que vibrara con la cultura como lo hacía él era algo inédito. Segundo, porque estaba mostrando toda una investigación que mostraba que la cultura y el arte no eran profesiones u oficios que estaban condenadas irremediablemente a depender de la subvención estatal para sobrevivir. Y no se quedaba ahí, que en cambio esa podía ser una fuente de riqueza, un halonador de innovación, y sobre todo, porque Iván tenía el propósito de convertirlo en un motor de desarrollo para el país.
El respaldo fue con convicción. Vino más ocasiones, y montamos bicicleta juntos por el barrio Laureles mientras nos contaba anécdotas de su infancia cuando visitaba a sus tíos y abuelos en Laureles y Boston, justo el barrio donde yo vivo. Caminamos por el centro de Medellín, mientras me asombraba cada vez más cuando le oía hablar: oratorio perfecta, respaldo factual, con datos, solidez en argumentos. Eso contrastaba con su juventud y carisma, y era algo que me sacó de cierto estereotipo tonto que me había forjado de que los inteligentes tendían a ser o tímidos o huraños.
Finalmente Pablo quedó en un renglón sin opciones en la lista cerrada al Concejo a causa de intríngulis partidizos que me empujaron, por un lado, a desear a que ese mito de que Uribe mueve hasta el último hilo fuera verdad y por el otro, a un desencanto profundo el partido.
No obstante, eso no me llevó a dejar de seguir a Iván como senador, oyendo sus intervenciones en plenaria, todas deslumbrantes.
Ya para culminar, por cosas de la vida terminé con una amiga tomando un café con José Obdulio a inicios de 2016. Empezaba a esbozar el tema de las presidenciales de 2018. Se concluyó que se requería de alguien que tuviera aprehendidos los principios del uribismo (ya saben, los 5 huevitos y esas cosas) pero que tuviera la capacidad de hablar de algo completamente distinto, con una visión mucho más moderna para el país y con un gran carisma. El nombre saltó de inmediato: Iván Duque.
En todo caso, Iván inició su ejercicio de precandidatura a mediados de ese año y por la misma época declaré en mis redes que no votaría por nadie distinto a él en el 2018. Nadie.
Hay muchas más anécdotas de por medio, pero se haría interminable este escrito si las narro en detalle. Pero la vida me ha permitido conocer a Iván en muchas facetas: Verlo hablar de geopolítica y relaciones internacionales con la mayor holgura, verlo llorar frente a la efige de su padre en Gómez-Plata, escucharle el humor fino que tiene, tomarnos las politas en un día caluroso, verlo cometer la excentricidad de tomarse un aguardiente en las rocas estando en el Suroeste, etc.
Por eso voto por Duque, por el que es él, no por “el que dijo Uribe”, no por el que ganó la consulta. Porque les aseguro que si su rostro no apareciera en el tarjetón de mañana, probablemente votaría en blanco. Ver su foto allí es lo que me da esperanza de que sí vamos a tener un mejor país.