A inicios del siglo XX, en un proceso de revolución social y su posterior consagración, el quehacer literario se fue transformando en torno al contexto social de un nacionalismo enaltecido. Justo Sierra y Manuel Acuña, quedaron enmarcados en la literatura del siglo XIX, mientras que Carlos Pellicer, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Manuel Maples Arce, etc., proseguían la escritura en un escenario entre la revolución mexicana y la institucionalidad de un partido que tenía en sus siglas la impronta del supuesto cambio social. El quehacer literario indígena era apenas incipiente; Andrés Henestrosa, indio zapoteca, sobresalía como pocos en el campo de la literatura mientras lo étnico era abarcado en referencias bibliográficas como el ensayo México Bárbaro, del periodista estadounidense John K. Turner o su representación literaria en obras como Los de debajo, de Mariano Azuela o La rebelión de los colgados, de Bruno Traven.
Durante la década de los años veinte y cuarenta, la presencia indígena en la literatura era considerada en razón de un criterio político con fines de inserción cultural, dominado por el amestizamiento característico de la consagración nacional por medio de políticas públicas que a la postre fueron denominadas: indigenismo. Esta política se convirtió en un parámetro cultural que por definición, posicionó la cuestión indígena a un rasgo específico, alejándolo de concepciones de interpretación marxista que los diluía en el sector campesino, que fuera consagrada en el Primer Congreso Indigenista Iberoamericano en Pátzcuaro, de 1940. El indígena fue convertido en problema en tanto que representaba un obstáculo para los fines políticos del nacionalismo mexicano, un “intento de extirpar la personalidad étnica del indio” (Batalla, 1983, p. 145), justificados en la homogeneización que tendría por nombre raza cósmica, en estricta alusión al ensayo del académico José Vasconcelos.
Durante este proceso sociocultural y, con la lógica de inserción, nacería lo que se conoce como literatura indigenista, con escritores no indígenas como Gregorio López y Fuentes, Francisco Rojas, Ramón Rubin y el guatemalteco, Miguel Ángel Asturias, con obras notables dentro del ámbito literario como: El Indio, Lola Casanova, El callado dolor de los Tzotziles y Hombres de maíz, respectivamente. Aunque este sector había sido ya objeto de creación literaria durante el siglo XIX, en obras como La vuelta de los muertos, de Vicente Riva Palacio o el cuento La batalla de Otumba, de Eulalio Ortega, es entre las décadas de los treinta y sesenta cuando, con formalidad, aparecieron en razón de un contexto que tendría por criterio el forjamiento de la mexicanidad. Esta literatura fue apropiada e influenciada por dicha estructura que se desplegaba en todo el país; las campañas de alfabetización se hicieron crecientes y con ello, el proceso de amestizamiento en el ámbito cultural por medio del lenguaje. Sin embargo, es innegable que los aportes realizados por los académicos y estudiosos fue considerable; “(Manuel) Gamio fue uno de los que más contribuyó a una definición amplia de indígena, adecuándola a América Latina.” (Bengoa, 2000, p. 217), mientras la antropología, tuvo destacadas investigaciones al respecto con autores como Gonzalo Aguirre Beltrán. En el campo literario muchos escritores relataron lo indígena con la pretensión de evidenciar a un sector poblacional excluido y las obras que se crearon mostraron una gran calidad narrativa. Pero si “…algún reproche debe hacerse a los indigenistas de esa época es el haber abandonado el ejercicio indeclinable de la crítica” (Batalla, 1983, p. 143).
Con el paso del tiempo, el indigenismo se propagó en el país, a “partir de los 40, el Instituto Nacional Indigenista (INI) llevó a la práctica esta política y estableció Centros Coordinadores en las principales regiones indígenas del país para dar a la población indígena asistencia social, educación, clínicas y apoyo productivo.” (Navarrete, 2004, p. 108), las escuelas mexicanas impartían el español como lengua oficial, las políticas públicas de alfabetización y la construcción nacional se fueron enmarcando con mayor vigor; quedó atrás el muralismo en torno a grandes figuras como Diego Rivera, David Alfonso Siqueiros y José Clemente Orozco de la Escuela Mexicana de Pintura, para que la Generación de la ruptura diera paso al modernismo a través de Rufino Tamayo; la siguiente ola de escritores se posicionó en el ámbito intelectual mexicano bajo el contexto indigenista donde surgieron textos destacados como: Balún Canán, de Rosario Castellanos; Juan Pérez Jolote, de Ricardo Pozas, que originalmente había sido un trabajo antropológico y Los hombres verdaderos de Carlo Antonio Castro, entretanto el grupo Hiperión con Luis Villoro y Emilio Uranga a la cabeza, reflexionarían el “ser mexicano” desde la filosofía. En este mismo contexto, se desarrollaría la narrativa de otros autores como José Revueltas, Octavio Paz, Juan Rulfo y Juan José Arreola. El mundo cambiaba, la revolución se había institucionalizado, la invasión de una visión norteamericana permeó la cultura y se dieron nuevas formas de relación social.
Durante el desenvolvimiento de estos procesos y con el tiempo, la crítica fue posicionándose dentro de la academia misma, a la par que organizaciones indígenas comienzan a participar cada vez más en cuestiones políticas con un discurso étnico de reivindicación cultural. En el año de 1971, se consagraría la Primera Declaración de Barbados, con la presencia y participación, no sólo de intelectuales y académicos, sino de líderes de comunidades indígenas que exigían su libre determinación. Esta declaración sería el preámbulo de diversas manifestaciones culturales que vendrían con posterioridad, en una clara transformación social y económica en la que las “áreas indígenas ubicadas en las zonas de refugio o territorios indígenas ya no se encuentran aisladas, marginadas, fuera del mundo, como se les veía en la década del treinta.” (Bengoa, 2012, p. 250). La creciente urbanización fue apropiándose de lo indígena en tanto se fue expandiendo, mostrando “que las comunidades están siendo “acosadas”, cercadas por la modernidad que ha llegado hasta sus propios límites” (Bengoa, 2012, p. 250). En este entorno, la politización de los grupos indígenas se fue acrecentando, propiciando que las organizaciones sociales exigieran, ante el avasallamiento, derechos y una inserción al plan nacional, respetando su integridad cultural. “Tras casi medio siglo de aplicación de sus políticas, en los años 70 y 80 quedó claro que el indigenismo revolucionario había fracasado” (Navarrete, 2004, p. 109). Por su parte, durante “la década de los ochenta del siglo XX comenzó a darse en México un proceso cultural relevante: el surgimiento de escritores en varias lenguas indígenas.” (Montemayor, 2001, p. 29), autores como Juan Julián Caballero, nativo de la región mixteca y Briceida Cuevas Cob, maya originaria de Campeche, surgirían como sujetos de creación literaria y, con ello, “la posibilidad, por primera vez, de acercarnos, a través de sus propios protagonistas, al rostro natural e íntimo, al profundo rostro de un México que aún desconocemos” (Montemayor, 2001, p. 30.).
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