Había jurado nunca trabajar más como profesor de colegios, y mucho menos en un colegio religioso. Era muy ateo y toda la filosofía nietzscheana la tenía en su cabeza, estaba afiliado al único partido de izquierda en su país y sentía que iba a conquistar al mundo con las letras; pero la dura realidad del desempleo, las deudas acumuladas y la pérdida inminente de su independencia económica, lo obligaron a tragarse su juramento. Un viernes de una mañana de un calor insoportable en Medellín, prestó un anticuado y caluroso cachaco; el nudo de la corbata amenazaba con ahorcarlo en cualquier momento, y el sentimiento de derrota lo llevaba arrastrado a una entrevista en un colegio parroquial.
Sabía investigar, dominaba toda la filosofía contemporánea, el psicoanálisis, la historia, la geografía y la geopolítica del siglo XX. Tenía el don de la palabra, y con el tiempo aprendió los secretos de la pedagogía, durante ocho años fascinó a centenares de estudiantes que pasaron por sus clases de sociales y de filosofía. Como enseñaba con tanta pasión, sus estudiantes lo adoraban. Era un auténtico intelectual, provocador y perspicaz con el conocimiento, que a nadie dejaba indiferente. Desde muy joven trabajó en uno de los colegios religiosos más prestigiosos de la ciudad. A pesar del éxito académico en sus clases, en este colegio solo duró tres años, finalmente fue echado de ese lugar por ateo y comunista.
La plenitud de su existencia la vivió en el segundo colegio donde trabajó. También era un colegio parroquial pero, extrañamente, en este colegio existía libertad de cátedra y allí en los cursos superiores de política y filosofía, aquel profesor, aun joven, vigoroso, atractivo, con ínfulas de sabio en ciernes, disfrutó seis meses de increíbles cátedras de inspiración y de felicidad del saber. Fue, en medio año, el profesor más amado y observado de la institución. Muchas alumnas estaban enamoradas de él, pero, por principios éticos, renunció a aprovecharse de su posición privilegiada y declinó frente a las tentaciones que no le faltaban día a día. El historiador, aun no graduado siquiera, veinteañero, estaba viviendo una luna de miel con el mundo, sabía ya a la perfección las “Lecciones de los maestros” de George Steiner: en la educación, el maestro auténtico es un seductor.
No se imaginó que pronto llegaría su decadencia, la humillación de verse sometido, juzgado, cuestionado y proscrito de la sociedad, en manos de un cura español franquista, con ínfulas de la inquisición medieval.
Aquella mañana calurosa, mientras esperaba afligido en una sala de espera la entrevista que lo conduciría a las puertas de un completo infierno, recordó aquellos años mozos en que solo le faltaba volar.
De este segundo colegio, donde vivió prácticamente como un príncipe, no fue expulsado; como profesor aclamado, se dio el lujo de renunciar. Había decidido hacer un alto en su vida y emprendió un viaje temerario para conocer una revolución. Causó tanto impacto su renuncia -apenas seis meses transcurridos de gloria en este colegio- que sus estudiantes decidieron hacerle una fiesta de despedida en una discoteca de moda en la ciudad. En medio de los tragos, de la música, una alumna lo sacó un momento del baile, y lo llevó a un lugar apartado y oscuro. Allí, sin decir una palabra, la chica se abrió la chaqueta y le ofrendo sus senos grandes, redondos, completamente desnudos para su profesor. Él, conmocionado y agradecido con ese gesto, cortésmente, como un caballero, como alguien que está en las alturas, la cubrió de nuevo sin tocarla y le dio un beso paternal en la cabeza a la alocada muchacha.
Después de su aventura política regresó al país. Sentía ya tanta confianza en sí mismo que no se había ocupado de salir a buscar trabajo. No le preocupaba su futuro inmediato; vivía, por el momento, de sus propios sueños. Un día lo llamaron de un colegio; sintió una grata sorpresa cuando supo que no lo llamaban de un colegio religioso, sino de una institución vanguardista, donde se privilegiaba la dignidad de los maestros y su formación académica. Allí fue vacunado contra el narcisismo: el rector de la institución era un maestro viejo con mucha experiencia, inmensamente sabio y mil veces superior intelectualmente a él. Por lo tanto se identificó con su jefe, maestro de maestros, y se convirtió ya no en un profesor brillante que escandalizaba a curas, sino en un profesor laborioso, aprendiendo de la pedagogía libertaria y poniendo a prueba todos sus conocimientos, en un lugar del apartado sur del Valle del Aburrá, donde no solo había teoría sobre pedagogía sino la aplicación de la misma. Más maduro y aplacado, el brillante profesor se convirtió en el discípulo amado. Transcurrieron cinco años de aprendizaje y de enseñanza vanguardista. Aunque aun seducía con el conocimiento ahora le prestaba más atención a los métodos y empezó a confiar en la construcción colectiva del conocimiento con sus colegas. Claro que siempre buscaba la forma de sobresalir con lo único que sabía hacer bien en la vida: leer, escribir y conversar.
Solo hubo un problema: después de cinco años de consolidación como maestro, un complejo de lucha de clases lo hizo entrar en colisión existencial. El brillante y joven maestro, con tan solo treinta años cumplidos, ya con su carrera profesional terminada -obtuvo su grado como historiador a la vez que era profesor en este tercer y magnífico colegio-, decidió renunciar, pero, esta vez, renunciar del todo a ser profesor. No quería seguir enseñándole a hijos de la nueva burguesía de Medellín para él seguir siendo un pobre maestro, por más brillante que fuera, al fin y al cabo un pobre maestro. Su problema no era el dinero o la posición social, su problema era otro: “uno pa’ qué de izquierda si termina educando a la derecha”, así dijo, y renunció. Por esos días se identificó con “El maestro de escuela” de Fernando González, y mandó su quehacer docente al carajo; se sentía incomprendido y desengañado como Manjarrés.
En todo esto pensaba aquel ex profesor, molesto con la corbata y con los recuerdos que lo apretaban igual o peor, aquella mañana en que, humillado, después de tantas bravuconadas y juramentos; después de haberse dado el lujo de ser expulsado en un colegio, no por malo sino por bueno; después de haberse dado el lujo de renunciar en tan sólo seis meses de un colegio donde lo trataron como un rey; después de haberse dado el lujo de renunciar al mejor colegio de Medellín porque ya no quería enseñarle más a los hijos de la derecha; después de haber jurado que no volvería a ser profesor, y mucho menos en un colegio de curas; después de ambular uno, dos, tres años, más como historiador desempleado porque eso era en lo que se había convertido; después de que alguno de sus amigos de izquierda lo traicionara; después de constatar que en Colombia alguien sin dinero desde la cuna, sin palancas, con un “pinche” pre-gado que no servía para nada, no podría vivir de la investigación, no conseguiría eso: vivir; que vivir como intelectual era una ilusión, ya casi un delirio patológico; después de haberse regodeado como un pavo real, diciéndole al mundo: “por mi voluntad de saber: triunfaré”; ahora derrotado, vestido como mesero pobre, con una maldita corbata que lo asfixiaba, estaba sentado allí, en una sala de espera, bajo un crucifijo, esperando que un cura lo atendiera para rogarle que le diera un trabajo de profesor, atormentándose por la idea de que para conseguir ese mal querido trabajo tendría que esconder todo su bagaje, toda su inteligencia, todo su ateísmo, todo su izquierdismo, y tragarse todas sus palabras, todas sus palabrotas; no sabía que tantas, algún día todas, se las tendría que atragantar.
Llegó el momento temido, seguía el calor insoportable, trató infructuosamente de ampliar el nudo de la corbata; finalmente el cura-rector lo hizo pasar a su oficina. Había dos profesores más como borregos esperando ya sentados en aquel lugar; él fue el tercero, se incorporó. El cura era un español de la orden agustiniana, más prepotente que los soberbios Jesuitas que había enfrentado el profesor anhelante del principio de esta historia. El cura era bajo y robusto, tenía unos lentes gruesos como lupas que hacían más miedosa su mirada, siempre con el ceño fruncido, no dejó hablar ni una sola palabra a los tres candidatos, que estaban perplejos. El ex profesor estaba destrozado en silencio, observando la soberbia, y callado como si estuviera muerto. El cura no les preguntó nada, dijo que ya lo había decidido todo en los exámenes previos de las hojas de vida, les dijo que allá no iban a enseñar nada, que lo que iban era a prender de la moral y la disciplina, no más. Como un capataz burdo los miró con desdén por encima de su sotana negra y les dijo que los esperaba el lunes próximo en las primeras horas de la mañana. Ya habían sido admitidos en el colegio parroquial tal y tal. El ex profesor, ahora profesor una vez más, escuchó estas palabras como si fueran una condena al paredón.
Tuvo que fiar el fin de semana trajes con corbata: todos los días tenía que ir vestido como un pingüino, así hiciera calor. Trató de apaciguarse, de no pensar más en lo que fue y en lo que ahora no era. Se convenció a sí mismo de que tenía que estar callado. Empezaron las rutinas, el colegio simulaba un orden militar religioso sagrado: se comenzaba rezando en filas perfectas, donde cada profesor -director de grupo-, ceremonialmente, revisaba el uniforme impecable de sus alumnos; sin adornos, sin peinados extravagantes, estos jóvenes miraban a sus profesores con rabia disimulada, con resignación. En pleno siglo XXI los padres de familia de ese barrio elegían para sus hijos una educación confesional extremista. Era tan oscurantista el colegio, que no había reuniones ni espacios de discusión académica, sino reuniones para evaluar la disciplina. Había misas toda la semana. A aquel profesor orgulloso, que en sus principios se negaba a pisar una iglesia, le tocó aguantarse una misa semanal que le acribillaba su alma atea. Le dieron, además, una carga académica desproporcionada, le tocaba dar clases de sociales en todos los grupos, desde sexto hasta once. Era director de grupo de un octavo, donde estaban los alumnos de la edad más complicada, situación que se multiplicaba para el profesor tratándose de un salón de cuarenta o cincuenta especímenes de esa edad.
Dado el grado de frustración con que llegaba a ese lugar y el agotamiento con que salía de cada jornada, el profesor que antaño disfrutada compartiendo el conocimiento con la juventud ahora iba tímido, bloqueado, sin saber por dónde empezar a dar unas clases que no le importaban a nadie. Ahora solo era una sombra de sí mismo; anduvo arrastrado los largos tres meses que estuvo allí, callado, observando la educación más retrógrada del país, martirizándose al recordar que estuvo en un paraíso de libertad tanto tiempo, y que ahora estaba allí en esas tinieblas.
Un día, a primera hora de la mañana, los directores de grupo fueron obligados a tomar un pañuelo blanco para pasarlo por las mejillas de las alumnas asustadas que estaban en fila militar, humilladas mientras los profesores verificaban con el pañuelo que no tuvieran polvo. Ese día se sintió indignado al verse sometido a cometer semejante vejamen contra las chicas; hizo como que pasaba el pañuelo, pero no se atrevió a tocarlas por respeto a ellas y por compasión a él mismo, por verse en esa situación. Luego vio al cura varias veces castigando a grupos completos, haciéndolos subir y bajar escaleras por el lapso de una hora, mientras los profesores, cómplices o víctimas, acompañaban al verdugo. Los ventanales de los salones tenían unos vidrios que no permitían ver de adentro para fuera, pero de afuera para adentro sí, de tal manera que el cura espiaba las clases junto con el coordinador de disciplina por todos los corredores. Cuando encontraban algún tipo de desorden entraban y regañaban al profesor por permitir tal indisciplina. Los muchachos, crueles como suelen ser, se ponían más necios cuando querían poner en aprietos a algún temeroso profesor.
Él, que había seducido a la juventud en el pasado con su palabra, ahora entraba a dar unas clases de sociales de la forma más simple y mecánica, les inventaba talleres para tenerlos ocupados y se quedaba largos ratos pensando en su desdichada existencia. Así como cuando los perros olfatean el temor y en ese instante es cuando deciden morder, los alumnos de los grados inferiores olían el miedo y el fracaso que cargaba el profe para crearle las más grandes algarabías. Con los cursos superiores, donde no tenía que ser niñero, en algunas clases, logró sacar vestigios de su fuerza de orador, y dio algunas clases que se asemejaban a sus buenas clases del pasado. Solo le tocaba en el grado once los miércoles, y empezó a añorar que todos los días fueran miércoles para no enfrentar a los niños de sexto a octavo, y llegar donde los grandes a enseñar algo que intentara siquiera asemejarse a lo del pasado.
Otra rutina despiadada consistía en que, cada descanso, todos los alumnos tenían que marchar, grupo a grupo, en filas de dos personas, dando varias vueltas completas por todo el colegio, algunas veces caminando, otras corriendo, para “apaciguarlos”; los profesores se paraban en sitios estratégicos para vigilarlos. En esas circunstancias el profesor de sociales se vio enfrentado a esconder su mirada de desaliento. En cada caminata de los muchachos él se sentía como un animal extraño acorralado en su función de vigilante. Toda la pasión que un día tuvo estaba estrangulada por ese ambiente de opresión.
Ya no con la altivez de antes, sino con el alma de un perro machacado, cometió la imprudencia de enamorarse de una chica: era una mujer increíblemente hermosa, con toda la lozanía como una de las muchachas en flor de Marcel Proust; cada vez que ella pasaba, él la miraba, ya no con la alegría y la libertad de su mirada en el pasado, sino con los ojos derrotados de un suplicante. Empezó a querer más los miércoles porque podía ir a verla, empezó a preparar clases asombrosas para tratar de recuperar su imagen de intelectual y hacerse notar por ella. En las filas de la mañana, en las caminadas de los descansos, siempre trataba de encontrar los ojos de aquella adolescente que se convirtió en la única causa de interés para ir todos los días a ese suplicio de colegio. Ahora el profesor comenzaba a ser sospechoso porque “miraba mucho a sus alumnas”.
La tragedia baladí comenzó a acentuarse. Un día una chica de otro grupo, de un grado inferior, adolescente aun pero ya muy desarrollada corporalmente, con unos senos demasiado grandes para su edad, ineludibles para la mirada de cualquier mortal, fue con una transparencia que inevitablemente dejaba entrever -para todo el que quisiera ver- sus pezones. Quizá todos podían ver, pero no ese profesor, sospechoso por su silencio; la chica ese día decidió ser la última en salir del salón, y aquel trapo de ser humano que era ya este profesor fue sorprendido por la chica mirándole aquellos pezones tiernos y oscuros que se querían salir de su blusa. Se vio descubierto, mirando como un perro hambriento aquella muchacha después que en el pasado desfilaran ante él centenares de chicas hermosas, a las que despreció afectivamente porque era su maestro quien, aun siendo tan admirado, nunca consideró aprovechar su condición. Ahora, como un pusilánime, fue confrontado con el deseo carnal en el escenario más puritano y opresor de la religión.
Después de este incidente trató de no mirar siquiera a la chica de once de la cual estaba enamorado: se sentía culpable. Ya no era el profesor libertario. Ahora era un pedazo de carne llena de pecado. Empezó a caminar con la cabeza gacha, ya le dolía la nuca de tanto doblar su cabeza hacia el suelo.
Un día fue llamado a la oficina de la coordinación y él se fue lentamente con sus pasos pesados así como los tenía cuando llegó por primera vez; pero ahora era peor: ya no venía fracasado, sino fracasado y con un alto grado de culpabilidad. El coordinador le dijo: “Profesor, hemos recibido graves acusaciones de muchas chicas, de varios grupos, y que están dispuestas a dar esos testimonios por escrito, de que usted les está mirando los senos; no queremos creer que eso sea verdad, pero…” Palideció sin decir una sola palabra se sintió en el peor momento de su historia. En cuestión de atormentados segundos pensaba en dos cosas: sentía con su silencio -porque sabía que sí miraba mucho a su chica amada, la de once, pero no a sus senos, sino a su rostro angelical que lo trastornaba- y con la culpa de haberse dejado deslumbrar por los senos de una niña que lo hizo “pecar” de pensamiento; por otra, que le dijeran que él era un perverso que estaba morboseando a todas las chicas del colegio era ya una injusticia.
Total, el manto de la duda ya estaba extendido y el juicio punitivo ya caía sobre él. Había pasado de ser el brillante maestro intelectual, el mejor profesor de los mejores colegios de Medellín, a ser el maestro perverso de aquel infernal lugar. No tomaron sanciones disciplinarias en contra de él, solo le advirtieron, pero su alma ya estaba apuñalada por el señalamiento de la moral.
No pasaron muchos días, el profesor seguía lúgubre, gris, con su mirada siempre apuntando al suelo. Solo tratando de mirar furtivamente a aquella chica de la cual se había enamorado con tanta insensatez, aunque ya no la podía mirar en secreto: ahora todos sospechaban de él, era el motivo de murmuración de todo un colegio. ¿Qué había ocurrido? Ocho años de gloria, reconocimiento, admiración, que un día vivió. Y ahora, esos tres meses de sospecha, reproche, temor, vergüenza, aislamiento, nulidad intelectual, culpa, pecado, él, precisamente él, que fue tan ateo, tan libre, tan nietzscheano, ahora era como un perro callejero, ex nietzscheano lleno de culpabilidad.
En una ocasión, en una clase que estaba dictando en el grado noveno, una chica decidió pararse en la ventana, ya que el vidrio que impedía la mirada hacia afuera adentro servía de espejo, y comenzó a tomarse un buen tiempo para peinarse. Nuestro profesor, desganado, le llamó la atención varias veces y ella no le prestó la más mínima atención. De un momento a otro, abruptamente, entró furioso el cura acompañado por el coordinador. De la forma más humillante le ordenó a la chica que se sentara y le lanzó al profesor el más iracundo de los gritos, reclamándole porque él estaba empeñado en acabar con “la moral del colegio”. Fue tan estruendoso y humillante el bramido del cura que los adolescentes se quedaron enmudecidos y el profesor ya reducido a la nada abandonó instantáneamente el salón, se sentó en su puesto de la sala de maestros, y en pleno temblor escribió tan solo estas palabras: “Dado que usted ataca frecuentemente a los profesores como si fueran siervos de un feudo medieval, le presento mi renuncia irrevocable”. Imprimió la hoja, sacó unas copias para dárselas a todos los demás profesores y se fue al área administrativa a entregar la original.
Regresó por sus cosas, era la última hora de la jornada; tuvo la osadía de llamar a la chica de once de sus ensueños para decirle estas palabras: “Sé que no entiendes nada de lo que te voy a decir, pero acabo de renunciar porque ya no aguanto más lo que pasa en este colegio”; ella lo miró entre asombrada y asustada, no le dijo nada y regresó a su salón. Él se marchó para nunca regresar más, ni a ese colegio ni a ningún otro; esta vez sí dejaba para siempre los salones de clase.
En una noche oscura, por las calles de Medellín, un ex profesor sin futuro -con unos libros en sus manos y con los ojos húmedos por unas lágrimas que se lloraban para adentro- caminó incontables horas, sin saber a dónde ir.
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