Semana convulsa. Después de que el Centro Democrático y otros partidos le pidieran al Gobierno corregir a fondo la propuesta de tributaria que presentara al Congreso, Duque informó que dio «una instrucción muy clara al MinHacienda para que dentro del trámite legislativo se construya un nuevo texto con el Congreso, que recoja el consenso». Acordar con el CD y los demás partidos que hacen parte de la coalición del Gobierno era lo que tenía que haber hecho antes de desatar el incendio.
Por falta de olfato político, por desconexión con el malestar ciudadano por la crisis económica que nos deja la pandemia, por soberbia o por exceso de confianza en su capacidad de maniobra en el Congreso, o por todas ellas, no lo hizo. Y las consecuencias son devastadoras para el país, el Gobierno y el Centro Democrático. La caída de la popularidad del Presidente es aún mayor que antes, el CD está siendo fuertemente castigado por la opinión aunque su jefe y fundador haya advertido, incluso de manera pública cuando sus gestiones privadas fueron ignoradas, que no está de acuerdo con lo que se presentó, el líder del progresismo se trepó en las encuestas, y se dio un motivo a la izquierda, que solo estaban esperando una excusa para volver a los paros previos a la pandemia y para sembrar el caos y la anarquía con los vándalos.
Yo seguiré insistiendo que la reforma es inoportuna por al menos tres motivos: los micro y pequeños empresarios y los ciudadanos de a pie apenas empiezan a sacar cabeza y en nada ayuda cualquier aumento de impuestos; discutir sobre nuevos tributos cuando lo que más se necesita es inversión nacional y extranjera, solo genera incertidumbre e inseguridad jurídica; y no tiene sentido asumir los costos políticos de una tributaria para que sea otro el que recoja los frutos de la misma. Y seguiré diciendo que es inconveniente como mínimo por otras tres razones: la ciudadanía no quiere ni oír hablar de nuevos impuestos cuando percibe que el Estado es ineficiente y corrupto; hay que hacer una juiciosa tarea de ahorro y austeridad y un cuidadoso estudio sobra la naturaleza y calidad del gasto público antes de seguirle metiendo la mano al bolsillo al ciudadano para quitarle los frutos de su trabajo; y, lo más importante, lo que se requiere es una reforma pensada para fomentar el crecimiento y el empleo y no en la línea de más subsidios.
Es cierto que es absolutamente contradictorio que quienes apoyaron el pacto de Santos con las Farc estén atacando una reforma que busca recursos para cumplir con los billonarios compromisos ahí acordados. Se emborracharon y ahora no quieren pagar los gastos de la parranda. Y es verdad que es una ironía que la izquierda se haya venido en contra de una reforma que está muy alineada con sus propuestas. Ahí están más gasto público, la renta básica y la gratuidad universitaria para estratos 1, 2 y 3, por ejemplo.
Pero la izquierda nunca va a aplaudir estas iniciativas salvo que vengan de ella misma. Y el ciudadano de a pie, ahogado en deudas, deformado por Fecode y sin posibilidad de entender las minucias técnicas de una reforma imposible de larga a la que, para rematar, el Gobierno nunca le hizo pedagogía, solo se entera de que pagaría más IVA.
La apuesta por conseguir más favor de la base es ingenua. Olvida el pasado: el Gobierno no consiguió ni un solo apoyo entre maestros y estudiantes cuando echó a la basura cuatro billones de pesos de aumento en el presupuesto de educación a cambio de nada como respuesta al primer paro. Y hacer política con las propuestas ajenas nunca renta y si resta. Las concesiones se interpretan como debilidad, los originales son siempre mejores que sus imitaciones, y se pierden votantes propios, desconcertados por propuestas que no corresponden con su ideario.
Mientras tanto, el Gobierno ni prevé ni se prepara para los desmanes ni aún con los antecedentes de noviembre de 2019. Los alcaldes de izquierda de las grandes capitales pasan de agache cuando no asumen un silencio cómplice con la violencia. Los líderes del paro se encierran cobardemente en sus casas y en sus camionetas blindadas mientras que sus huestes salen a infectarse con un virus que ha probado ser mortal.
Y, lo que es mucho más preocupante, el Estado parece atrapado por sus miedos y por decisiones judiciales arbitrarias, caprichosas y altamente ideologizadas que se alinean con la anarquía y la violencia. La Policía se ve maniatada y algunos uniformados prefieren dejarse matar o ser heridos que hacer uso de la fuerza legítima. La inseguridad jurídica los carcome. Y el ciudadano de bien se siente impotente y asustado al ver que sus derechos y bienes no son protegidos.
Hay que recuperar la autoridad, la seguridad y el orden. Sin ellos no hay futuro. En el 22 nos jugamos el pellejo.
Comentar