– Eduardo, ahora sí el congreso se terminó, don Gerardo me dice que podemos disfrutar una noche más en el hotel.
– Cachaco, vos si sos pendejo. ¿Y para qué queremos un hotel si estamos en la playa? Yo me puedo quedar dos, tres, cuatro días más, así no tengamos más hotel.
– Vos porque vivís en Barranquilla, yo tengo que regresar a Medellín.
– Bueno cachaco. ¡Sí vez que los cachacos se preocupan por todo!, tranquilo, mañana o pasado mañana te vas, hoy vamos a pasar bueno.
– ¡Hombre Eduardo, que yo no soy cachaco, cachacos son los de Bogotá, yo soy de Medellín!
– Esta bien, lo que vos digas, pero tú eres un paisa cachaco.
Eran las cinco de la tarde, el cielo estaba anaranjado, estábamos sentados en la playa del Rodadero en Santa Marta. Así conversábamos dos historiadores vagos que no teníamos nada más que hacer después de un congreso de historia. Después de la academia generalmente seguía el ron.
De repente pasó muy cerca a nosotros un hombre que llevaba una cara bastante afligida. Nos conmovió. Estaba vestido con un pantalón sencillo, una camisa blanca bastante desaliñada, un sombrero y una mochila. Lo llamamos.
– ¿Qué tal hombre? ¿Qué te pasa compadre? Tómate un ron.
– Gracias, me hacía falta para pasar este guayabo.
– ¿Ustedes son de por acá?
– Este es Eduardo, un historiador costeño, y yo, Jacinto un historiador antioqueño.
– Antiqueño, aaaaah, ¡cachaco!
– ¡No hombre!, vos también. “P-a-i-s-a” de Medellín, le dije.
Eduardo se reía mientras movía su cabeza. El hombre prosiguió como si no me hubiera escuchado.
-¡Historiadores! Los que echan cuentos. Pues yo tengo una buena historia, a lo mejor, les sirve para después. Yo soy, Justo, acordeonero.
– ¿Y dónde está tu acordeón?
Esa es la historia compadritos.
– Contala pues, que lo que tenemos es tiempo y ron, tómate otro.
Justo se animó a conversar. Le sentimos el tufo que traía, efectivamente había bebido más que nosotros.
– Compadritos, yo tengo una mujer que se llama Carlota. Estamos juntos desde hace mucho tiempo, tenemos cuatro carajitos; Carlota y yo nos queremos pero siempre peleamos mucho. Ella dice que yo no sirvo para nada. Que nunca pienso en un mañana. En un futuro mejor. A mí me da pena con ella porque muchas veces ella es la que mantiene el hogar con un puesto de comidas que tiene en la casa. Sabe cocinar muy bien y nunca se queda quieta. Yo le digo que sí tengo futuro, pero ella no me cree. Yo le digo que seré un gran acordeonero, el más grande acordeonero de la región, y cuando eso ocurra tendremos mucho dinero, y nos reiremos de los problemas del pasado. Ella, cada vez que le digo esto, me dice que deje de decir pendejadas y que busque un trabajo normal. A mí me duele porque ella no se ha dado cuenta que soy un músico prometedor. Cada vez que me ve ensayando una tonalidad me trae a los niños más chiquitos para que los cargue y me dice con rabia: “serví pa alguna cosa y deja de estar pensando en los güevos del gallo”. Pero cuál gallo yo lo que quiero es ser tan famoso como el maestro Escalona. A pesar de todo, ella me quiere, el otro día me regaló un acordeón nuevo, porque el acordeón viejo que tenía que me había regalado mi tío Medardo estaba más recompuesto que mis calzones, y valía más arreglarlo que volverlo a hacer de nuevo. Ella me dijo ese día, en su acostumbrado tonito de pelea. “Ahí tenes, Justo, un acordeón nuevo, cuídalo, es para que te pongas a trabajar, no te quiero ver dando serenatas gratis, ni bebiendo con tus amigos, porque yo misma agarro ese acordeón y te lo parto en la cabeza”, y me lo entregó. El acordeón no estaba nuevo del todo, pero lo parecía. Mejor no le pregunté cómo lo consiguió. Los primeros días, -aunque no he logrado que me contraten en un grupo bueno-, logré conseguir unos pesitos para la casa, tocando para la gente que viene a visitar la playa. Carlota estaba contenta. Todo iba bien, hasta anteanoche.
– En este punto a Justo se le aguaron los ojos como a un niño chiquito
Nos tomamos otro trago, estábamos atentos.
– Estaba trabajando por allí cerca y me contrataron unos extranjeros, me dijeron que tocara toda la noche, me mostraron que llevaban mucho dinero y yo me animé. Me ofrecían mucho trago, yo le puse todo el corazón, canté con tanta alegría, que por cada canción que cantaba me entusiasmaba más. Pero compadritos, de un momento a otro se me olvidó que pasó. Quedé privado. Sólo sé que amanecí en esta playa, sin dinero y sin el acordeón. Los busqué como un loco por toda la playa y no los encontré, esos gringos de mierda me robaron el acordeón. Y ahora yo no sé qué voy a hacer para volver a la casa.
Eduardo, le dijo.
– Ajá, y ¿entonces? Llégate a tu casa y le cuentas lo que pasó a tú mujer, más nada.
Justo, bajó su rostro. Y Eduardo, como si no tuviera nada de compasión, le preguntó.
– ¿Y es que te da miedo de tu mujer?
Justo volteó la cara, y sin pronunciar palabra, nos dio a entender que efectivamente sí le tenía miedo.
– Lo que pasa es que no es la primera vez que me pasan estas cosas, esta vez yo creo que Carlota no me va a perdonar. Me fiaron una botella de ron esta mañana y estoy dando vueltas sin saber qué hacer.
Yo estaba pasmado sin saber que decir.
Eduardo ahora sí en un tono más comprensivo le dijo.
– Tranquilo Justo, tranquilo, esta noche te quedas con nosotros en el hotel, mañana pensamos como te ayudamos.
Yo miré a Eduardo con desconfianza y asombro, este costeño, siempre tenía –aparentemente- para cualquier situación una solución.
-Yo, sin estar muy seguro de lo que decía, le dije a Justo:
– Sí compadre, tranquilo quédate con nosotros.
Ahora comenzaba la noche, la luna esta vez prestó la claridad. Los tres hombres seguimos ahí unas buenas horas, echando vainas, tomando ron. Justo, aunque disimulaba, seguía con su preocupación.
De repente se acercó una mujer a vendernos cerveza. Yo le dije que no, que gracias, que teníamos bastante ron. Pero Eduardo me interrumpió.
– Sí claro, danos tres, bien frías, o mejor dicho, danos seis, pero quédate un rato con nosotros. La señora le contestó que estaba bien pero sólo un momento.
Yo digo, señora, porque tenía más o menos sus cincuenta y tantos años y nosotros éramos unos historiadores treintañeros. Justo, sí no sé cuanto tenía, no sé si era mayor o por la cara de tragedia que traía o porque era más viejo
Eduardo que siempre tomaba la palabra le contó a la mujer.
– Mira este es nuestro acordeonero sin acordeón y le contaba con mucha gracia la historia.
Mientras que ella empezó a hablar con Justo de sus desgracias, Eduardo me apartó y me dijo.
– Cachaco este es el plan. Le vamos a comprar a esta mujer toda la cerveza que tenga. (Era una caneca gigante llena de cervezas enlatadas)
– ¿Y para qué? Le contesté asombrado.
– Bueno, el trabajo de ella es venderlas, nosotros se las compramos todas de una vez, y así ella se queda toda la noche con nosotros, la invitamos al hotel y hacemos una buena parranda. Y quizá a alguno de nosotros le guste a la mujer, o a los tres. Agregó con picardía y prosiguió.
– ¿O qué cachaco? ¿Nos vamos tres machos solos a una habitación con vista al mar a llorar con Justo porque se le perdió el acordeón?
– No seas desgraciado que le prometimos a Justo que lo íbamos a ayudar.
– ¿Y quién dijo que no lo vamos a ayudar? Sí lo vamos a ayudar, pero mañana.
Sí, güevón, pa vos todo es mañana. Además esa mujer no es que sea fea, pero está muy vieja para nosotros.
– Hay, cachaco, ves que vos si pareces de Bogotá. Entre más viejas mejor, saben más. Aprende que no te voy a durar toda la vida.
Ahí si no pude contenerme y me reí.
– Pero si a penas va una semana que nos conocemos.
Sí cachaquito paisa, pero somos colegas, historiadores, hermanos. ¿Entonces qué? ¿Le compramos toda la cerveza a la mujer? Igual nos queda pa tomárnoslas.
Está bien hombre. Respondí.
Nos acercamos.
Y Eduardo comenzó.
– Carmencita, (Nunca supe a qué horas ya le había averiguado el nombre) te vamos a proponer un trato, nosotros te compramos toda la cerveza para que esta noche ya no tengas que trabajar más, y te vas con nosotros a bailar en el hotel; ¿qué decís? Mejor oferta no te van a hacer.
Justo ya ni pensaba, ahora estaba borracho, puesto ahí no más con su problema.
Ella nos miró con malicia.
– No sé. Respondió dudándolo. Se quedó callada por unos segundos.
Eduardo, insistió:
– Dale mujer.
– Está bien, va pa esa. Pero me pagan desde ya, yo tengo que ir a cuadrar antes la mercancía.
Eduardo me miró y me dijo:
– Saca la plata.
Yo saqué la mitad del dinero que llevaba. Era mucho. Eduardo lo completó. La mujer guardó el dinero en sus senos y dijo feliz, vamos pues.
Eduardo estaba dichoso.
– Vamos a comprar algo de comida, ya verán la noche que vamos a pasar. – Justo anímate hombre. Justo ya no escuchaba.
Ahí íbamos caminando, menos mal la caneca de la cerveza tenía ruedas. Ahora sí estaba bastante de noche y oscuro. Yo no estaba muy convencido del plan, pero que carajos, que más íbamos a hacer. Después de todo estábamos en el Rodadero. Le di una palmada al pobre Justo y avanzamos. Subimos al hotel. Nadie se percató que llevábamos sobre carga de cerveza. Justo, caminaba culebreado, y entre balbuceos, repetía con desconsuelo: “Carlota” “El acordeón”, nosotros le dábamos más trago.
Nos acomodamos en el balcón. Eduardo puso música. Salsa romántica de costeño. Justo se quedó dormido en la sala. Pensamos sin decirlo que era mejor, el hombre por un rato iba a descansar de tanta pensadera.
Carmen nos preguntó.
– ¿Y ustedes a qué se dedican? ¿También son músicos?
– No. Le contesté yo. Somos historiadores, que es peor.
Ella se sonrió. No había pasado la segunda canción cuando nos dijo.
– Chicos, ya vuelvo, voy a ir a cancelar la cerveza. No me demoro. Metimos toda la cerveza en la nevera, como no cabía dejamos muchas por fuera regadas alrededor.
Eduardo estaba feliz, lujurioso. Hasta bailaba solo, mientras que Carmen y yo acomodábamos la gran compra.
Y Eduardo, bailando solo se quedó. Después que se marchó la astuta Carmen nunca regresó.
Ya pasaban más de hora y media y Carmen nada que regresaba. Justo estaba privado. Eduardo estaba furioso.
-Viste cachaco la que nos hizo esta mujer.
Yo me reía y a él le daba más rabia.
– ¿Ahora qué vamos a hacer con toda esa cerveza?
– Pues tomárnosla, qué más da. Contesté yo.
La cerveza quedó intacta dado que seguimos con el ron. Poco a poco a Eduardo se le pasó la rabia y terminamos riéndonos de nuestras pendejadas. Ahí estábamos un acordeonero, dos historiadores en un lujoso hotel en Santa Marta, ya casi en la media noche. Hablamos de historia, de la vida, y por supuesto, que alguno de los dos debería narrar algún día la historia del acordeonero sin acordeón. Eduardo también se emborrachó y fue a hacerle compañía a Justo a la sala. Yo estaba cerca de emborracharme, pero lamentablemente me quedaba un poco de movimiento. Digo lamentablemente porque de haberme quedado dormido como mis compañeros, no me hubiera ido a acometer una estupidez mayor a la de ellos.
Salí entre una y dos de la mañana a la playa a buscar una mujer. Ahora el que caminaba culebreado era yo. Encontré a dos morenas magníficas. Ya con anterioridad Eduardo me había señalado por cuál sector de la playa pudiera encontrar a las mujeres que “ofrecían compañía” en alta horas de la noche. Un historiador se abstenía de decirle puta a una compañera de lucha, pero igual “la contrataba”. Ese Eduardo si es güevón, iba pensando yo.
Una de las mujeres me dijo.
– Una hora, sesenta mil pesos, sin posiciones extrañas.
Qué posición extraña iba a hacer yo. Sí con los tragos que tenía en la cabeza ni la posición tradicional iba ser capaz. Hice unas malas cuentas, y me lleve a una de las chicas para el hotel. La más alta, escogí yo. En verdad, era hermosa. Llegamos al apartamento. Justo y Eduardo, sin saberlo, ya casi poco les faltaba para abrazarse en el tapete de la sala, estaban privados.
Le ofrecí una cerveza a ella.
– Toma las que quieras. Le agregué, sonriéndome sin explicarle por qué.
Entramos a la habitación y pasó lo que tenía que pasar, la besé, contemplé y acaricié sus bellos senos y cuando me iba a poner el condón, el berraco aquel no me funcionó.
Ella se sonrió y me dijo.
Igual me tienes que pagar.
– Las mujeres son muy crueles. Le contesté.
– ¿Y cuánto cobras por quedarte conversando conmigo?, le dije mientras la abrazaba, ya resignando a no funcionar bien.
– Lo mismo muñeco, yo cobro por horas sin posiciones extrañas. Y supongo que conversar es lo menos extraño. Y se rió una vez más de mí.
En ese momento, ya se me había olvidado que no tenía sino para pagarle una hora, pues que con lo de la cerveza ya no me quedaba nada más fuera del pasaje.
Y ella se quedó tres horas. Las dos últimas horas las pasamos durmiendo. No sé si por honestidad, por no cobrarme más horas hasta el amanecer, o porque ya sospechaba que yo no tenía más plata, pero me despertó.
– Cachaco dame mi dinero que me debo ir.
Yo me levanté medio dormido y le entregué su plata, la acompañé hasta la puerta y levemente pensé que me había metido en un problema mayor que el de Justo, me había acabado de gastar el pasaje de regreso a Medellín. Pero igual el licor y el cansancio pudieron más que mi conciencia; pasé con dificultad por encima de Eduardo y de Justo y arrastrándome llegué a la habitación. Ya mañana Eduardo dirá qué hacemos, pensé mientras que perdía lo último que me quedaba de razón.
Un sol tremendo inundó las ventanas del hotel, la claridad era tan intensa que los tres nos despertamos al mismo tiempo; no sabíamos cuál de todos teníamos más guayabo. Justo fue hacia la nevera y no encontró más que cervezas. Nosotros lo vimos y no tuvimos más que reírnos a carcajadas por un buen rato. Le contamos a Justo la historia de la vendedora de cervezas. Pero yo me puse serio y les conté mi anécdota y mi nueva preocupación.
¡¿Qué!? Exclamó Eduardo.
– ¡Cachaco te gastaste el pasaje a Medellín en una puta!
– No, le dije yo.
– Me la gasté en una trabajadora sexual, que por lo demás fue muy amable. Obviamente omití parte de la historia y agregué:
-Y en cervezas también, ya se te olvidó.
Justo, que no olvidaba su problema:
– Compadritos, no es por molestar pero recuerden que íbamos a hacer algo por el acordeón.
– ¡Ay Justo! ¡Ay cachaco! ¿Qué vamos a hacer? Yo sólo tengo para regresarme a Barranquilla. Y aún sí vendiéramos las cervezas, no reuniríamos ni la tercera parte de lo que necesita el cachaco para irse para Medellín, ahora mucho menos, como vamos a conseguir ese acordeón, esa ya va bien lejos.
Los tres nos miramos con cara de preocupación. Destapamos tres latas más y nos tiramos al suelo.
El sol alumbraba más.
Al rato, Justo se levantó. Compadritos, yo me voy, yo voy a darle la cara a Carlota. Lo dijo como si se estuviera dirigiéndose a un pelotón de fusilamiento.
– No, no. Dijo Eduardo.
– Nosotros te dijimos que te vamos ayudar y lo vamos a hacer. Después veremos qué hacemos con este cachaco.
Yo ya no tenía fuerza para decir que no era cachaco sino de Medellín.
Al rato, después de varias tandas de cerveza a Eduardo se le ocurrió una idea bastante estrafalaria. Mira cachaco, déjame te doy un puñetazo en la cara, después acompáñanos a Justo a su casa y le decimos a su mujer que nos atracaron, que hasta el acordeón nos lo robaron. Al vernos a nosotros y a vos con un moretón ella entenderá la situación y perdonará a Justo.
Justo se quedó callado, como si no le chocara la idea y yo contesté.
– ¡¿Y por qué no te damos el puño a vos, güevón?!
– Porque vos sos el cachaco. Yo soy el costeño vivo.
– Sí, tan vivo que te tumbó una vendedora de cerveza ayer. Contestó Justo que ya había entrado en confianza.
Los dos nos reímos, menos Eduardo que reconoció la parte de su tontería. Justo que iba tomando más alas, prosiguió. Y eso que ustedes son los estudiaos de la ciudad.
¡A qué no te ayudamos!, le replicó Eduardo.
– No, a mí me parece muy mala idea.
Estaba terminando de decir esto yo, cuando Eduardo se me abalanzó en cuestión de segundos y me dio tremendo puño en la cara, tan duro que no parecía historiador sino boxeador. Yo, torpemente me le abalancé, para responderle, pero Justo nos separó.
Ah que trío de idiotas somos nosotros. Dije yo, mientras que nos tomamos otras cuantas cervezas, ya separados, tirados en el piso. Y yo con un fuerte dolor en la cara para ajustar.
Eduardo me dijo:
– Cachaco, paisita, no te enojes; ven ayudemos a Justo, que luego yo miro a ver cómo te consigo el pasaje, mira que con el golpe que te di y estás fachas que traemos sí parecemos atracados.
Justo me miró con su cara de tragedia y me convenció.
– Vamos pues, le dije.
Eran tantas las cervezas que tuvimos que regalar la mitad por el camino y esconder las que podíamos en las maletas. Donde la mujer de Justo no podíamos llegar con esa mercancía a meter tremendo cuento.
Caminamos bastante rato bajo un sol inclemente, ya eran casi las once de la mañana, atravesamos la ciudad bonita hasta llegar a la parte de los ranchos. En nuestras maletas iban nuestros trajes de historiadores, los manuscritos de las conferencias que ya no servían para nada y muchas cervezas. Justo iba temblando con un guayabo de tres días y nosotros con uno de dos.
De repente cerca a un rancho, dos niños se acercaron corriendo, gritándole a Justo.
– ¡Papá! ¡Papá! Al fondo en un caldero estaba una mujer robusta y bella, era Carlota, con su rostro sudoroso y el ceño fruncido. Justo miraba con miedo, yo también.
Eduardo se adelantó y dejó a la mujer boquiabierta, así dijo el embustero:
– Señora Carlota somos los historiadores Eduardo Núñez de Barranquilla y Jacinto Bedoya de Medellín, nosotros hicimos parte de un congreso muy importante que se celebró hace poco en la ciudad. Su esposo fue contratado por los organizadores del evento para realizar el aporte musical y cultural. Después que salimos una comitiva del evento nos invitó a un festejo. Luego nos fuimos para la playa. Y adivine qué señora Carlota, como le parece que unos delincuentes llegaron y atracaron a toda la delegación, a su esposo le quitaron el acordeón, a mi compañero Jacinto le robaron todo el dinero que tenía, con el cual tenía que comprar su pasaje a Medellín. Ayer estuvimos todo el día poniendo la denuncia, y véanos acá señora, con tremenda frustración. Justo se quería regresar antes pero nosotros le dijimos que no se arriesgara a regresar solo. Nosotros lo cuidamos y él nos esperó.
Eduardo me empujó hacia ella y doña Carlota pudo observar el moretón que yo tenía en la cara. Justo se acercó a su esposa sin darle la cara, con las manos en los bolsillos y ella le dijo.
-¿Mijo y a usted no le pasó nada? Me tenía tan preocupada. Y yo que me lo imagina, por ahí borracho; tranquilo que ese acordeón lo volvemos a conseguir, lo importante es que a usted no le pasó nada.
Eduardo y yo respirábamos.
Ella continuó.
-Siéntense “dotores”. Yo les ofrezco algo de tomar. Yo les voy a quedar muy agradecida por traerme al Justo.
Yo miraba al suelo, Justo también, él aún no se creía que este par de “dotores” historiadores le hubiesen salvado el pellejo.
La señora regresó con dos totumas.
– ¿Y ahora que van hacer?
Eduardo tomó la palabra, yo no era capaz de decir nada.
– Señora tenemos que ir a hacer muchas más diligencias, tenemos que buscar la forma de ver como mandamos a este colega a Medellín. No lo vamos a dejar tirado.
Doña Carlota se ausentó por unos momentos y Eduardo se sonreía sin la más mínima vergüenza con nosotros. Justo aún estaba pálido. Yo miraba a Eduardo con un enfado fingido.
En esas se me acercó la señora y me entregó un sobre.
– Acá tenía guardado un dinerito que lo tenía destinado para una emergencia, recíbamelo.
-No, no señora, cómo se le ocurre, no es necesario. De ninguna manera. Le dije yo bastante abochornado por la situación.
Recíbalo “dotor”, es lo menos que podemos hacer, después de que ustedes hayan cuidado a mi marido.
-Eduardo que no tenía sangre en las venas me arrebató el sobre, contó el dinero y me dijo.
– Recíbelo cachaco, con esto, muy bien puedes comprar tu pasaje para irte a Medellín, no será en avión pero en flota llegas, algún día.
Yo insistía que no. Me remordía la conciencia saber que esta señora se desprendía del dinero que acumuló con el sudor de su trabajo, dinero que yo malgasté y de qué forma lo había malgastado.
– No, no, insistí.
Justo, se acercó, tomó el sobre y me lo entregó a las malas.
– Acéptalo compadrito. Y ya más cerquita sin que su mujer lo escuchara me dijo.
– Váyanse ya antes de que nos pillen, ándate agarra tu pasaje y váyanse ya. Fue la primera vez que le vi vivacidad al rostro de Justo.
Miré a Eduardo y el bellaco lo único que hacía era álzame los hombros.
Está bien, señora Carlota, le prometo que cuando regrese a la Costa le devuelvo su dinero.
Nos despedimos, dejamos a Justo en su rancho.
Ya era el sol del medio día. Las calles de Santa Marta ardían. Nosotros proseguimos nuestro viaje a pie. Las maletas parecían que pesaban más. A mí me dolía la cabeza. Dos ilustres historiadores con un fuerte guayabo y uno con un gran remordimiento.
A las pocas cuadras, Eduardo me dice, como si nada.
– Cachaco, ya solucionamos tu pasaje, ¿afanaos no estamos?, ándate mañana. Vámonos para la playa, ¡cervezas tenemos!
[author] [author_image timthumb=’on’]https://scontent-a-mia.xx.fbcdn.net/hphotos-ash2/t1.0-9/31774_102838173096686_2341246_n.jpg[/author_image] [author_info]Frank David Bedoya Muñoz (Medellín, 1978) es historiador de la Universidad Nacional de Colombia, fundador de la Escuela Zaratustra, autor de los libros «1815: Bolívar le escribe a Suramérica», «Tras los espíritus libres» y «Andanzas y Escrituras». Actualmente reside en Venezuela donde viajó a comprender en profundidad la Revolución Bolivariana. Leer sus columnas [/author_info] [/author]
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