Diciembre, pedacito de la niñez

Diciembre, tal vez por las ganas permanentes del jolgorio, los festejos y otras sensaciones, lo conectamos con el regocijo y el encuentro familiar; pero, sobre todo, a partir de ciertas edades, cuando se han adquirido memorias y un patrimonio inmaterial de tiempos vividos y ya idos, lo que pudiéramos llamar las recordaciones, se nos vuelve este mes una celebración que también se relaciona con una tristeza dulce.

Es un período en el que nos sumergimos, más que en el presente, de consumos y comercios, en un estado de animosidades que nos transportan a un momento cumbre de cada uno, o al menos eso se cree como “deber ser”: la infancia. Ese periodo fugaz que se erige como la única patria, tal vez el único instante feliz del hombre, que todavía no se plantea las angustias del ser ni las encrucijadas conectadas con los significados y honduras del tiempo. Sí, diciembre es un pedacito de la niñez.

La infancia es el tiempo del juego y la imaginación, del tiempo sin tiempo. La única preocupación filosófica, en la que de pronto caben algunas incertidumbres e interrogantes, es la de medir la tardanza de diciembre o la duración del período escolar. La conciencia se proyecta hacia el último mes del año, y no con el sentido de los relojes, sino de la alegría que significa la culminación de una espera y la aparición de una sorpresa.

Cuánto tardaba el advenimiento de diciembre. Un tiempo de las esperas desmedidas. Porque todo era diferente: los olores y sabores, las risas y los cantos, sin tareas de escuela, con la percepción abierta a una nueva luz, a una atmósfera distinta. Diciembre nos lo pintan ahora de azul, y, sí, eran días de brillo, de cielos intensos, de luminosidades. Una manera de ser distinta.

Diciembre era (a lo mejor siga siendo) un periodo de encuentros, de sociabilidades y hallazgos. De pronto, sin la mediación de la razón, todo era sensibilidad, la piel se volvía radar, se sentían emociones inéditas. Y todo por la presencia, rauda y efímera, de un tiempo que se quedaría, como una marca indeleble, en nuestra memoria, en recónditos estancos que, pasados los años, se yerguen como eventos bonitos que nos pasaron y que solo vuelven cuando se activan los mecanismos del recuerdo.

Había, sin saberlo con claridad, conexión con lejanas culturas, con pastores asiáticos, con ciudades a escala (no faltaban construcciones babilónicas, sumerias, hebreas…). Y en los belenes se jugaban las proporciones (y desproporciones) sin medida de la imaginación y las arquitecturas de lo infantil. En los arbolitos navideños había no solo la luz, sino la posibilidad de ensoñaciones que nos mostraban cómo había una exiliada nieve en el calenturiento trópico.

Hoy, después de tantos años de haberse retirado la infancia a las bodegas de la memoria, lo que más me acerca a tonalidades, sabores, olores y otras sensaciones de “aquellas navidades”, son los cuentos. No importa si cada diciembre leemos y releemos las mismas historias, que de todos modos, siempre serán distintas, como las de Carrasquilla, Dickens, Andersen, O. Henry, Juan Bosch, Oscar Wilde, Bradbury y Hoffman. Apenas hace poco, descubrí un cuento navideño de Dylan Thomas: La navidad de un niño en Gales, en el que hay música y se cuentan historias junto al fuego hogareño.

Desde hace tiempos, en casa, leemos en voz alta los mismos relatos de navidad y cada vez nos saben diferente, les encontramos nuevas entonaciones, descubrimos aspectos de las culturas que allí se narran y que no habíamos detallado. Es lindo. Lo hacemos del 16 al 24 de diciembre, en la cocina, donde además hay buena luz, y todo sucede mientras se hace café o se preparan comestibles.

RESEÑA: Un recuerdo navideño de Truman Capote [VIDEO] |El Estante  Literario® • 2021 •
Ilustración de Un recuerdo de Navidad, Truman Capote

Ya es, para nosotros, Marcela y yo (y desde hace unos diez años también se acuesta en un cojín Dana, una fox terrier entreverada con ratonera andaluz, que pone atención a nuestras voces) una actividad inevitable y necesaria en este tiempo en que se reviven sueños y antiguos deseos. Por alguna razón ignota, siempre lloramos casi al final de uno de los más bellos relatos navideños que en la historia han sido: Un recuerdo de navidad, de Truman Capote.

Esta historia de una mujer sesentona y un niño de siete años, que además son marginados, maltratados por sus parientes (que los hacen llorar frecuentemente), tiene un particular encanto y en ella se mueve una sensibilidad que, en la medida que se avanza en la lectura, aumenta hasta erigirse en una especie de tormenta de nieve y de memoria de momentos cumbre en la existencia. Y, además, con la presencia de una perrita, Queenie, un hueso, arbolitos navideños y unos pasteles de película.

El de Capote, por más que intentemos contenerlas, nos saca lágrimas y nos provoca una sensación de arrobamiento mezclada con melancolía. Mejor dicho, es como la presencia súbita de una tristeza dulce (con el sabor de los pasteles y del whisky del señor Jajá, en plena Ley Seca), que se queda un rato con nosotros después de haber terminado la última línea del cuento.

Es un ritual familiar el de la lectura en voz alta, que, por demás, realizamos todo el año, con obras distintas y que nada tienen que ver con la Navidad. Así, por nuestra cocina han desfilado los personajes de La montaña mágica, del Quijote, de Los miserables, de varias obras de Shakespeare, de García Márquez y Manuel Mujica Lainez, como las tramas e incidencias de novelas de Flaubert, Stendhal, Zola, Ivo Andric, Alejandro Dumas, John Steinbeck, además de La Divina Comedia, de Dante Alighieri, entre otras.

Sin embargo, leer cuentos de Navidad tiene otros encantos. Y es que diciembre se encarga de esos toques especiales, de devolvernos a la infancia, de mostrarnos los caminos recorridos por la imaginación (“esa loca de la casa”). Nos devuelve este mes, sin pesares ni contriciones, a la patria única del hombre, cuando éramos felices y también indocumentados.

Ya estamos prestos para entonar el cuento de Capote, aparecen las figuras de un niño (que se ve desde su adultez y recorre viejos caminos) y de una mujer, del infante Buddy y su “prima” de más de sesenta años, y no hay remedio. Cuando estemos llegando al final, las lágrimas se asomarán en medio de las reverberaciones de luz decembrina que están por toda la casa. Y nos veremos en un descampado elevando dos coloridas cometas del recuerdo.

(Escrito en Medellín el 14 de diciembre de 2021)

In Defense of Scrooge, Whose Thrift Blessed the World - WSJ
Ilustración de Canción de Navidad, de Charles Dickens

Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello.

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