O recuento autobiográfico de una pasión
Vivimos en una sociedad que nos clasifica, que nos adjetiva y que nos juzga según sus absurdos calificativos. No es fácil para ningún joven, después de haber definido rasgos de su personalidad que conservará para siempre, encontrarse con que en su entorno estos rasgos son vistos como imposibles, como incoherentes presunciones que devienen de superficiales tendencias.
¡Y no siempre es así! Desde muy pequeña adopté con amor la herencia futbolera de mi familia paterna: ser hincha de Nacional se convirtió en uno de los hechos fundamentales de mi vida. Me recuerdo yendo al estadio y tarareando los cánticos de la hinchada. Me recuerdo feliz, eufórica, tratando de entender lo que pasaba en la cancha.
Pocos años después, cuando ya en mi cabeza retumbaba el rock and roll, por cuenta de mi tío más loco y unas cuantas amistades, celebrando un Día del Hincha Verde, tuve la fortuna de asistir –sin querer– a mi primer concierto: la Mojiganga, una de las bandas más representativas de la ciudad estaba tocando para el Rey de Copas en la Plaza de Banderas –en lo que era hace ya un buen tiempo la Plaza de Banderas–. Me enamoré de esa sensación que se tiene al ver tocar una banda que amas en vivo. Me enamoré de la música. Y eso siempre tendré que agradecérselo a mi amor por Nacional.
Y siguieron pasando los años, paralelamente al fútbol, y fui definiéndome en otros aspectos: siempre buena estudiante, siempre amante de la lectura y siempre mal amante de la escritura. En los clubes de lectura a los que asistí, éramos minoría los futboleros. El fútbol era visto como una pasioncita trivial, como una pérdida de tiempo. Y sin embargo, no lo dejé jamás. Tiempo después, encontré otra de las bases fundamentales de mi vida: el teatro. O más bien, desprevenida, él me encontró a mí.
Y en este último entorno sí que abundaban comentarios como “Ocupa tu tiempo en cosas importantes, no en fútbol”, “Es sólo un partido”, “Nacional no va a pagar tus cuentas”, “La felicidad no puede pender de un balón”, que siempre toleré, pero nunca compartí. El fútbol es importante para ver el mundo de otro color: no son 90 minutos, es toda una vida, y sí, puede que Nacional no pague mis cuentas, pero muchas de mis alegrías las he conocido por cuenta de esta pasión y esto vale más que el dinero para pagar una cuenta.
En últimas, –y aquí viene la crítica– las cosas están así: el que me conozca en un partido de fútbol no me imagina haciendo teatro o escribiendo poesía, y viceversa. O el que me conozca en un concierto de rock no me imagina bailando.
¡Abran la mente! No sean tan mamertos, tan básicos para pensar que si una persona es buena estudiando, escribiendo o dedicándose al arte no puede disfrutar de lo cotidiano, de lo simple y bello, como el fútbol o cualquier otra mal llamada banalidad. Dejen de juzgar las pasiones de otros con base en sus subjetividades tontas e infundadas por una manera de pensar antigua y laxa. Dejen de creerse los dueños de los conocimientos y de las pasiones verdaderas. Entiendan que el mundo está configurado en posibilidades infinitas, y que si ustedes no extienden el pensamiento, porque no quieren, otros sí lo harán, porque sí se puede.
Comentar