Del pensamiento que se piensa

Además, el filósofo es lo suficientemente honesto para reconocer que no tiene más criterio de juicio que el suyo, ni más palabras que las propias; que no tiene más ojos que los que le habitan; que no tiene más verdad que la que alcanza a ver.


Esconder el pensamiento detrás de un mar de citas y justificar la carne propia en la palabra ajena. Parece que se nos hubiese perdido la cabeza en el rostro de un otro desconocido, pero “autorizado”. Y no es raro, para justificar cualquier disparate metafísico sólo se necesita una pila de referencias bibliográficas que digan lo que necesito que digan, porque mi palabra sola no vale, porque no soy nadie. Está bien, hay unas tradiciones académicas que no puedo desconocer y que hace que las ciencias y disciplinas sean lo que actualmente sean, pero a mí se me quedó por algún lado el pensamiento y no lo logro encontrar.

Desde un ensayo titulado “De la experiencia” de Montaigne, rescato las siguientes palabras intentando no escudarme en ellas:

Se invierte más trabajo en interpretar las interpretaciones que en interpretar las cosas, y hay más libros sobre libros que sobre cualquier otro asunto. No hacemos sino glosarnos los unos a los otros. Por todas partes proliferan los comentarios; de autores, hay gran escasez. (p. 1596)

Discusiones cerradas; anteojeras que hieden a humedad y cuero viejo. Parece que hace rato quienes piensan el mundo sólo piensan libros y no mundo. Pero no es de extrañar, pues, si materias como la anatomía tuvieron su sustento académico a partir de meras lecturas a Galeno durante la Edad Media hasta Vesalio, la filosofía, tema más “espiritual”, no ha podido desligarse de aquella consideración que la ubica como un mero estudio conceptual justificado en su tradición escrita y académicamente aceptada. No vayamos muy lejos. Vayamos a Envigado, allí un Fernando González parece sugerir otra cosa.

¿Filósofo? Alguno dirá que no puede ser más que un literato, un poeta que jugueteaba con ideas “elevadas” pero que nada decía por falta de sustento teórico y poca rigurosidad escritural. A ratos quisiera verlo revolcándose en su tumba mientras maldice y “madrea” las normas APA, las revistas de filosofía y a los que con un trabajo de grado lleno de citas y desierto de pensamiento se hacen llamar “filósofos”. En Fernando una idea de filosofía no es tal. En él sólo puedo percibir un retorno al sentido original de la filosofía socrática, desde su desenvolvimiento dialógico hasta la profundización en el sí mismo y en la vida propia. Nada de comprensiones desarraigadas y huecas cuya posesión es sinónimo de estatus dentro de la academia y “sapiencia” fuera de ella: “El respeto de los hombres tiene mucho de supersticioso: no creen sino en lo que no ven” (Pensamientos de un viejo, p. 8). Dan ganas de sacarlos a correazos, así como Jesús a los mercaderes en el templo.

Filosofía debe ser algo más. Tal vez más ligado a lo que se pueda aprender en un “cafetín de Buenos Aires” que en una universidad. Tal vez más asociado a ese “dolor que muerde las carnes” que a una inquietud hueca de estante. Porque pensar no puede ser más que pensarse; porque mirar hacia afuera no es otra cosa que ver hacia adentro.

Y para continuar con estas referencias del tango: ¿Qué podría ser este sino una sabiduría del arrabal? ¿Qué es el sonido del bandoneón con su “ronca maldición maleva” sino una excusa para que las heridas y el mundo mismo no pasen en vano? Claro que sí, ahí también debe haber filosofía, incluso más que muchos tratados, pues embarca en viaje interior al tanguero, rondando en su recorrido las heridas que en su propio cuerpo aun sangran. Puede ser ese el filósofo: el viajero del yo, el egonauta que parte en reconocimiento de un afuera que el adentro produce. Y qué digo, rompe esta dualidad absurda, pues ni siquiera el mentiroso oculta completamente su falta. Además, el filósofo es lo suficientemente honesto para reconocer que no tiene más criterio de juicio que el suyo, ni más palabras que las propias; que no tiene más ojos que los que le habitan; que no tiene más verdad que la que alcanza a ver. Él es su verdad, pero siempre teniendo en cuenta que él no es él, que decir “yo” es una proeza inalcanzable. Así, egonauta es alternauta, es un desconocido para sí, una comunidad en unidad confusa e incompleta. Cada uno es su más grande misterio, para algunos brillante, para otros maldito.

Respeto profundamente la vejez, aunque no la venero por reflexiones como las de Norberto Bobbio, pero es por esos “viejos pendejos” a quienes les ha pasado la vida sin más, que se comprende por contraste el quehacer filosófico de vivir y pensar lo vivido, de repasar las heridas y cicatrices del pasado y embriagarse de nostalgia y melancolía, de una tristeza adornada de profunda belleza y admiración. Porque vivir no es suficiente, ni la experiencia un correr insípido de eventos que laceran la piel. Soy un descreído de la necesidad del olvido, pues recordar, como leí alguna vez, es volver a morir, y la muerte no puede ser más que transformación; un bello florecimiento de multiplicidad de insectos, bacterias y hongos que empiezan a adornar los cementerios; sí, como Maupassant lo afirmó, como jardines de carne. Carne que no ha pasado en vano; carne que se hace silencio; carne que se hace mística en sagrada reunión indefinida con el uno.

De pronto esto que digo es desvarío y me lluevan piedras de tinta al respecto. Tal vez mi lectura de Fernando González sea errada, tal vez no. Pero posiblemente de esto trate la lectura y la escritura, de una búsqueda indefinida y no de una ruta establecida. Vagar; vagar por la vida, por las bibliotecas, por bares y cafeterías: Así tal vez encuentre lo que vine a buscar aquí. Yo sólo busco el pensamiento, uno que se me perdió entre tantas citas ¿Será eso filosofía?


Juan Fernando Gallego Barbier

Estudiante de filosofía de la Universidad de Antioquia y técnico auxiliar en tanatopraxia. Buscador de mundos más allá para entender este más acá, particularmente desde la literatura, la poesía y la religión.

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