Declaración del derrotismo

Es, Colombia, el país de la eterna aporía; del incesante desinterés y de la irremediable indiferencia que nos han acompañado en estos mal contados doscientos años de vida constitucional. ¡Qué absurda y tragicómica es la idea, defendida por muchos, de que es la nuestra la democracia más antigua de Latinoamérica!

Se supo a finales del mes pasado que, quien sabe si por la negligencia de parte del Estado para prevenir actividades como la minería ilegal, o por su permisividad y falta de regulación en las concesiones a las multinacionales mineras, 37 menores han muerto en los últimos dos años por ingerir agua contaminada con mercurio en la cuenca del río Atrato en el departamento del Chocó. Pocas cosas deberían de generar más indignación en un Estado moderno que el detrimento de un bien por el cual muchas personas han dedicado su vida: la salud pública.

Por otra parte, a finales de enero también se dio a conocer el escándalo de los sobrecostos —por más de $4000 millones de dólares— en la remodelación de la Refinería de Ecopetrol en Cartagena, que además representa la mayor inversión alguna vez hecha por una empresa estatal. El desacierto al que nos llevó el gobierno de Uribe en la licitación, y el de Santos en la ejecución contractual, significa el mayor desfalco del patrimonio público en la historia del país. Equivale, lo que se robó la firma extranjera de la cual incluso hasta es dudosa su procedencia, a 1,5 veces lo que costaría la ampliación del Canal de Panamá, a 1,15 veces lo que la construcción del metro de Bogotá, y a 0.5 veces lo que el déficit que presentan las universidades públicas en el país.

Mientras tanto, a los colombianos nos toca atestiguar el bochornoso espectáculo que nos presentan a través de Twitter los dos gobiernos involucrados en el caso: chutándose el balón y huyéndole a las responsabilidades.

Es claro que el concepto de patrimonio público es para nosotros incognoscible y su defensa aún nos queda grande; como hace ya más de 100 años, cuando ocurrió la secesión de Panamá, no nos hemos ni inmutado.

Tan solo una de estas dos situaciones bastaría para que un pueblo con conciencia política y unos mínimos de humanidad inundará las calles de todos los municipios con ríos de manifestaciones y resistencias pacíficas, con desprecio por la indolencia de una clase dirigente  que en nada le ha interesado sentar las bases de un proyecto nacional, asumir el papel de ser los garantes de unos derechos constitucionales y formalizar una educación sustentada en el cumplimiento de los deberes, la pedagogía de la legalidad y la civilidad, y la igualdad en oportunidades. No, somos fríos, inconmovibles; por meros azares y casualidades ninguno de aquellos 37 niños envenenados en el Chocó es nuestro hijo o nuestro hermano. La indiferencia que nos domina nos hace cómplices.

Quizá el hecho de ser el país más feliz nos ha convertido asimismo en el más cándido (o viceversa), el más pasmoso frente a los atropellos y los arbitrios de nuestros mandatarios; pero ojo, solo frente a los de ellos, porque en la calle nada se nos da insultar al que nos invade el carril u ofender al que olvidó poner la direccional.

Confieso, luego de una mirada retrospectiva a las mencionadas y a muchas otras inadmisibles situaciones, mi profundo y amargo pesimismo. Declaro mi derrotismo. El caso de los niños en Chocó y el caso Reficar no han sido los primeros y, seguramente, no serán los últimos. Admito que cada vez más retumban en mis reflexiones las palabras que alguna vez escuché de un admiradísimo profesor de la universidad: el cambio en Colombia —un país por el que, a pesar de todo lo que se ha discurrido en este escrito, vale la pena bregar— llegará… luego de la próxima glaciación.

Simón Moreno

Estudiante de Comunicación Social - Periodismo de la UPB. Medellín. Que otros se jacten de las páginas que han escrito, a mí me enorgullecen las he leído; como diría Borges.

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