De la casa de barrio a las torres de apartamentos

Por: Spitaletta

Me tocó vivir la infancia y la adolescencia en cuadras sin edificios estridentes, apenas con casas de un solo piso, cuando más de dos, y luego, como una revolución visual, espacial, arquitectónica, de hasta tres y cuatro. Crecí en barrios obreros, en otros de clase media, sin ínfulas, clase que no era otra que aquella que no trabajaba en las fábricas de telas ni en los talleres ferroviarios; eran empleados, comerciantes, oficinistas o, como mi padre, trotacaminos, especie de gitano sin sangre gitana, pero con esa cultura de irse a laborar lejos de sus hijos y de su esposa.

Digo que crecí en lugares en los que aún había solares, baldíos, lotecitos, y casas de material casi todas, con teja española, otras de “plancha”, algunas sin revocar, con cables de energía de cuatro cuerdas encauchadas que pasaban por encima de las puertas y ventanas, sujetas con crucetas metálicas y aislantes de losa. Había barrios bien diseñados, planeados, como los obreros, por ejemplo; o los que luego construyó el Instituto de Crédito Territorial (ICT). También, a partir de los 60, ya se notaban las “invasiones”, en especial a orillas de la quebrada La García.

“Más viejo que un solar en Bello”, se llegó a declarar, en tono de chanza. Tiempos en que en los barrios había lotes, o casas inconclusas, que tardaban años en terminarse. Eran días de inmigraciones, de gentes convocadas de otras partes por los telares y los ferrocarriles. Todavía, en todo caso, no se veía la necesidad de la construcción en vertical, como llegó después, inundándolo todo. Con las edificaciones en altura, se desfasó el skyline o línea de cielo. Y, por lo demás, el paisaje se afeó, dadas las arquitecturas desechables de la mayoría de edificios, unos bodrios, sin estética ni sentido del buen gusto.

De aquellas barriadas de entonces, de las cuales nada quedó, excepto retazos de memoria y alguna dulzarrona nostalgia, llamaban la atención las relaciones vecinales, el fútbol callejero, los imaginativos juegos en el asfalto, y los encuentros de esquina y tienda. Las salas de las casas eran espacio de encuentros familiares y de vecinos. El cafetín, que no era a veces más que una cantina sin decorados, apenas con mostrador, sillas y mesitas metálicas y el imprescindible piano o traganíquel, era una apología de la amistad. Y, en algunos, como en un tango, había “billar y reunión”.

Mezcla de tradición y «modernidad» en el barrio. Foto Spitaletta

Aquellos barrios, con muchachas en las ventanas y bicicletas obreras, tenían su encanto, por feos que fueran, consistente en saludos afables, saber el nombre del otro, el fiado de tienda y el olor a pan recién horneado. La explosión demográfica condujo, más tarde, a nuevos habitares, todos hacia arriba, en unos espacios poco generosos (a no ser los de clase muy alta) y la forzosa desaparición del vecino a la vieja usanza. Hasta el nombre perdimos.

Crecer hacia arriba de una ciudad no está mal si esas edificaciones tuviesen espacialidad pública, zonas verdes, lugares de encuentro, bueno, se dirá que el señor arquitecto Le Corbusier estaba desbarrando cuando propuso aspectos similares. Lo que por estos parajes, olvidados de los dioses y hasta de los demonios, se construyó fueron, en la generalidad de casos, los “edificios tuguriales”. O sea que, en una ciudad como Medellín (y agregue el lector el Área Metropolitana, en particular Bello) los antiguos tugurios, comenzados a aparecer como parte de las “villas miseria”, testimonio doloroso de los excluidos en la parte central de Medellín, cerca al río y luego, en los sesenta, colinas arriba, se trastocaron en edificios carcelarios, sin gracia, con apartamentos a modo de calabozos.

Y así, con el auge de la construcción “pa’arriba”, los viejos barrios se resintieron, se opacaron y, casi todos, se fueron a pique. Pongamos por caso La Floresta (barrio construido por el ICT), en Medellín. O Manchester, en Bello, un barrio obrero con historias de trenes, fútbol, fábricas y casonas enormes. ¡Ah!, y ni para qué referirnos a la desaparición del célebre Barrio Obrero (San José Obrero, de Bello), al que los edificios de apartamentos lo deformaron.

En mis cotidianas caminadas por el centro de Medellín y barrios aledaños he visto desaparecer muchas casas, casonas, casitas, lugares de encuentro y sociabilidad, en fin, y nacer enormes torres, todas con un común denominador: la fealdad y la carencia de espacio público. Uno de los más feos, y que ya tiene unos veinte años, o más, está en inmediaciones de La Milagrosa. Se parece, a escala, a la cárcel de Bellavista, pero más triste.

Por doquier, por donde hubo belleza arquitectónica, memoria, buen gusto en la construcción, como, por ejemplo, la zona conocida como barrio Bomboná, la calle Bélgica, la Berrío, por los lados de Pichincha y en sectores del viejo Buenos Aires, las colmenas abundan. Ni siquiera hubo la posibilidad de combinaciones entre edificios y casas. Se arrasaron las grandes viviendas y se metamorfosearon en conglomerados de “apartacos”, sin zonas de conversación, sin cafés ni bulevares. Y ni hablar, por decir algo, de los que construyeron en Loreto, en la Loma del Indio, en Boston.

Prado se ha salvado en esencia porque es el único barrio declarado patrimonio cultural de Medellín. De lo contrario, y con las ganas que le tienen los pulpos de la construcción, ya estuviera arrasado. Aunque no faltan las intentonas saboteadoras para deprimirlo, y hacer que sus últimos habitantes se aburran, vendan barato y se tengan que largar con sus recuerdos y afectos.

Hace poco pasé por Bélgica, que es la carrera 38, que atraviesa parte de lo que antes fue la fábrica Coltejer y pasa por Ayacucho hasta chocarse con la calle Pichincha. Ahí, en un abrir y cerrar de ojos, o de puertas, se acabaron las hermosas casonas que sobrevivían en medio de otras edificaciones. Hoy es una revoltura de torres, como he dicho, casi todo sin bonituras, sin atracción visual y mucho menos espacios para el descanso y la diversión.

El inteligente concepto, por ejemplo, con el que se construyeron las Torres de Bomboná (o Marco Fidel Suárez, diseño del arquitecto Eduardo Arango), hace casi cincuenta años, no es rentable. Menos en un mundo de las plusvalías exorbitantes y la incultura (valga decirlo) de muchos constructores. Se pudiera sostener que, en estas elevaciones residenciales, no se tuvieron como divisas la estética ni el uso adecuado de la ciudad.

Por allí, por el hacinamiento de torres residenciales, predomina la densificación que asfixia, que reúne en determinados momentos clave del día, en los alrededores, la economía informal, el tráfago vehicular, los que salen de estas construcciones y no tienen por dónde andar. Parece el paisaje actual más una consecuencia de la falta de planeación y del desorden, que de una racionalidad urbana.

Ante el desmadre, seguro llegará el apocalíptico momento de la congestión imposible, el de los líos de abastecimiento, del desfase de los servicios públicos. Advendrá, si es que ya no está instalada con sus tentáculos y raíces, la cultura de la indisciplina y el caos, por la falta de equilibrio entre la tradición y la novedad.

En mis caminadas a veces me dicen que por qué sigo tomando fotografías a casas viejas, a lo que ya está amenazado de extinción, y es que seguro, y así contesto, cuando las veo, vuelvo a mis viejos barrios, a los que ya solo existen en la literatura y en unas cuantas memorias de soñadores y otros idealistas. Además, las fotos de torres de apartamentos no registran bien. Son edificios poco fotogénicos. Lo dicho: edificios tuguriales.

(Escrito en Medellín el 21 de febrero de 2022)

Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello.

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