El estado moderno nació para eliminar los múltiples poderes feudales y centralizar y cumplir dos funciones fundamentales: impartir justicia de manera universal y uniforme y asegurar el monopolio de la fuerza al interior de un territorio a través de ejércitos nacionales y cuerpos de policía permanentes y llamados a profesionalizarse. En palabras sencillas, justicia y seguridad para asegurar unas condiciones mínimas de tranquilidad para todos los habitantes.
Sin seguridad los estados son fallidos y fallido venía siendo el Estado colombiano, desbordado por el narcotráfico y los grupos guerrilleros, hasta la reforma del Ejército y el Plan Colombia, que se deben a Pastrana, y la implementación de la política de seguridad democrática de Uribe. Los éxitos de esa política fueron extraordinarios. Los homicidios bajaron de 28.837 en el 2002 a 15.459 en el 2010 y los secuestros de casi 3.000 anuales a menos de 100. Para el 2010, los cultivos de coca habían bajado a 63.000 hectáreas y la producción de cocaína cayó a 424 toneladas. La gente pudo volver a salir de su encierro y casi 300 alcaldes que despachaban desde las capitales departamentales pudieron retornar a sus municipios. El país volvió a vivir. En un círculo virtuoso, retornaron los emprendimientos y la inversión, aumentó la generación de empleo y bajó la pobreza.
Hay que rescatar los pilares sobre los cuales se construyeron esos éxitos. El primero es la voluntad política de vencer a los violentos y derrotar al narcotráfico. Colombia tiene una larga historia de negociaciones con grupos armados violentos. Uribe también lo hizo. Pero con diferencias sustantivas: por un lado, la victoria fue definida en términos de obligar a los violentos, por medio del uso legítimo de la fuerza, a una negociación seria y estratégica y se evitó que el diálogo fuera usado para el fortalecimiento del grupo armado. Cerca de 55.000 guerrilleros y miembros de autodefensas se desmovilizaron individual y colectivamente, el mayor proceso que haya tenido lugar en nuestro territorio. Por el otro, a diferencia de procesos anteriores, se estableció que no podía haber impunidad y que los crímenes debían tener sanción efectiva. Así fue. Los jefes de los grupos de autodefensa fueron todos condenados y cumplieron penas de prisión.
Esa voluntad de triunfo ha desaparecido. Para nuestra desgracia, no solo eso: hay fracturas políticas, sociales e institucionales sobre como enfrentar el narcotráfico y a los violentos. La Corte Constitucional impide la aspersión aérea, la JEP opera para dejar en la impunidad a las Farc mientras que persigue a Uribe y a los militares, algunos jueces dan órdenes, sin fundamento y con ignorancia, sobre la manera en que la Policía debe manejar los asuntos de orden público. Y desde distintos sectores políticos y de medios se presiona al Gobierno para que le entregue al Eln los mismos beneficios que a las Farc.
Mientras tanto, se han perdido los espacios de colaboración entre la ciudadanía y la Fuerza Pública, fundamentales en la lucha contra el terrorismo. Los ataques constantes desde juzgados, medios y redes a la Policía y el Ejército van minando su imagen y disminuyendo la confianza ciudadana en sus instituciones. Hay que ponerse en la tarea de reconstruirlas a través de respuestas claras y certeras a las acusaciones, información transparente, investigaciones eficaces y el trabajo con organizaciones internacionales que den legitimidad. Restablecer programas como el de familias guardabosques sería muy útil tanto para combatir con eficacia a los violentos y proteger el medio ambiente como para generar empleo.
La tercera columna fue la superioridad aérea. Los bombardeos y las operaciones helicotransportadas fueron claves en las neutralizaciones de Cano, Reyes y Jojoy, entre las más significativas. Hoy hay menos aeronaves, menos tripulaciones con autonomía de vuelo, menos presupuesto para operaciones y horas de vuelo y una nube de incertidumbre sobre los límites de esas operaciones por cuenta de escándalos como el de la muerte de unos adolescentes guerrilleros en un campamento de «disidencias» de las Farc. Especial cuidado hay que tener en evitar el acceso de los violentos a misiles tierra aire. Recuperar la ventaja aérea es vital.
Finalmente, es fundamental el fortalecimiento y la sofisticación de los aparatos y las operaciones de inteligencia y contrainteligencia. No son solo los oídos y ojos de la Fuerza Pública. Son también buena parte de su cerebro y su sistema de defensa. La inteligencia es la que define el objetivo y su ubicación, la que entrega la información necesaria para determinar los medios que se necesitan para neutralizarlos, la que señala las ventajas y los riesgos. Llegamos a ser modelos en el mundo y Jaque es prueba de ello. Desde la negociación y la firma del pacto con las Farc esos aparatos fueron objeto de toda clase de ataques y ha sido disminuidos de manera peligrosa. Para rematar, fueron usados como instrumento en pugnas internas.
Los cuatro pilares son indispensables. Hay que trabajar sin descanso en ellos si queremos recuperar el rumbo.
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