Cuando los brujos retornan en el arte y la ciencia

“En el arte no caben las dudas. Nadie puede estar en desacuerdo con un Rembrandt. Nadie puede oponerse a la verdad de un verso o una sinfonía. En el arte todo es verdadero e irrebatible…”.


¿Qué es el arte sino otra forma de explicar el mundo que nos rodea? Y es «otra» porque la ciencia, que pareciera en forma natural ser la dueña de -todas- las explicaciones, se halla en un profundo conflicto epistemológico consigo misma. En efecto: la ciencia ha ido perdiendo terreno en su apetencia por la Verdad en la medida en que la filosofía clásica en su vertiente epistemológica fue haciéndole ver a los científicos que sus «verdades» eran relativas y no absolutas -iguales a sí mismas e invariables en el tiempo- como lo sería una hipotética Verdad Universal.

Han sido múltiples las objeciones al método científico «duro» que tanto había ilusionado al mundo tanto científico como profano: la ciencia parecía poder bajar de las esferas inalcanzables de un dios, los recursos materiales para que lo Humano deje de ser un problema a resolver y sea, por fin, una respuesta definitiva… una solución al alcance de microscopios y telescopios ante la maraña gordiana de respuestas que daban la propia filosofía y la religiosidad. Una solución ante las dudas del origen, el trayecto y el destino de lo humano que incluían los miedos biológicos a la muerte y, de paso, también a la vida.

El Hombre se investía de un áurea divina de guardapolvo blanco y kilos de tiza en pizarrones de todas las universidades. El control de la materia viva y no viva iba en aumento a medida en que crecía el siglo XX, fenómeno que avanzaba desde la segunda etapa de la Revolución Industrial en la primera mitad del siglo XIX.

No obstante, cuanto más crecía la fortaleza de esta visión del control científico se abrían tres frentes que atentaron progresivamente contra este fenómeno de nuestra civilización: el ataque de la filosofía con los nombres de Karl Popper y Thomas Kuhn al frente que relativizaron el valor de verdad del enunciado científico; el progresivo reconocimiento de una crisis ambiental en ascenso producto de los trances tecnológicos cada vez más complejos que se activaban y el frente dentro de la propia ciencia con las teorías de Sistemas, de la Comunicación y la mecánica cuántica.

Tres paradigmas han dominado a la ciencia -para usar la nomenclatura de Kuhn- a lo largo de los últimos siglos: el paradigma de la Simplicidad Organizada, en el ámbito de la física clásica; el de la Complejidad Desorganizada, a final del siglo XIX con la termodinámica; y el de la Complejidad Organizada, con el nombre del inglés Gregory Bateson a la cabeza de esta cruzada epistemológica.

Si el principio psicológico más activo en nuestra civilización era el de «controlar» -el de subyugar- a la realidad material, lo primero que se debía concebir era una modelización simplificada de la misma, bajo la idea muy práctica de que lo simple es más fácil de controlar que lo complejo. Así, la simplicidad organizada transformó al mundo natural en un mecanismo de relojería: sólo se trataba de desmantelar el reloj, analizar la sistematicidad de sus componentes y reensamblarlo, esto es: reproducir en laboratorios y en diferentes ingenios, los procesos descubiertos como herramientas de control.

De ese modo, se convertiría al científico en un moderno Prometeo como lo fue, en su versión literaria, el mote que recibió el Dr. Víctor Frankenstein de parte de Mary Shelley, trayendo a la dimensión humana las supuestas bendiciones del Fuego Celestial. El problema es que este control de la materia fue convirtiéndose, poco a poco, en un serio descontrol porque, después de todo, se trataba de un ser limitado cognitivamente… alguien que había cedido a la conciencia la responsabilidad de responder por todo lo existente, pero sin darse cuenta que ella misma era un epifenómeno que sobrenadaba sobre esa totalidad que pretendía conocer para dominar.

Una totalidad que incluía a la conciencia (o proceso consciente) como un elemento más, entrelazado con la dinámica de esa totalidad y que nunca iba a poder concebir. Porque tal totalidad está generando, sosteniendo -y hasta es posible que pergeñando- su destino como una inconcebible pero implacable Laquesis: la parca que tejía la vida de los Hombres.

La cuestión es que tras bombas atómicas, hambrunas, carreras armamentistas y desastres ecológicos cada vez más notorios, ese Prometeo parecía habernos traído el fuego del mismo Infierno. Es así como el Hombre comenzó a darse cuenta de la circularidad de todos los fenómenos naturales y que él integraba, como un círculo más, la totalidad de las circularidades entretejidas por esa misma Laquesis que parece gustar con eso de jugar misteriosamente con nuestro libre albedrío y ceder nuestro destino a una ansiosa Átropos, la encargada de cortar el hilo de la vida.

Basta con abrir un texto de ecología o de química biológica y ver que todos los esquemas de procesos -tanto biológicos como no biológicos- se resumían en circularidades autopromovidas: el ciclo del carbono, el de Calvin en la fotosíntesis, el del oxígeno, el de nitrógeno o la respiración, son todas circularidades que contienen otras circularidades y que éstas están incluidas dentro de circularidades más abarcativas. Y estas mismas circularidades acompañan y componen el psiquismo humano: sus inquietudes espirituales, su sexualidad, sus procesos intelectuales, todos están indisolublemente ligadas entre sí y con la totalidad del Universo en un gran círculo…

¿Piensa el Universo con mi mente o pienso yo? Y ese yo, ¿le pertenece al Universo dueño de mi origen, decurso y fin, o a mí como entidad segregada del todo?

¡Ah! Por aquí andan rondando los espíritus…

El psiquismo humano también se dio cuenta de que no se puede tocar nada sin activar por completo al conjunto. Es así como fue llegando el Hombre al paradigma de la Complejidad Organizada. El entrelazamiento cuántico es un claro ejemplo de esta situación que viven las cosas, nosotros incluidos: lo que le pasa aquí a una partícula influye en otra en cualquier lugar del cosmos y al mismo tiempo, dejando de lado, incluso, los efectos dilatorios de la relatividad general.

Las partículas subatómicas se mueven, vibran, desaparecen y surgen de la nada en forma fantasmal, pero no lo hacen de manera caótica: giran en un eje y se distribuyen siguiendo misteriosas simetrías. En los aceleradores de partículas se ven efectos que hablan de un orden subyacente a lo que llamamos, cada vez con más precaución, materia. Y así como Goethe describió una estética oculta en las plantas (recordar su admiración por la bilateralidad en la hoja del Ginkgo biloba) o Roger Caillois descubriendo el orden rígido y regidor en los minerales, los físicos teóricos aventuran la existencia de esta estética que los físicos llamaron «reglas de conservación». Y esto es lo más destacable: que estas estructuras espontáneamente buscan en sus indefinidas nubes de probabilidad, el fin de «perdurar» en el tiempo.

¿Es esta estética del mundo cuántico una causa o una consecuencia de la estabilidad que la materia logra a lo largo del tiempo? Es un pensamiento circular que, como tal, tiene poco sentido: los pensamientos circulares -nos atreveríamos a decir “los verdaderos pensamientos”-, no pueden ser explicados sin traicionar esa circularidad: por donde empecemos a desglosar un círculo de conceptos a partir de uno de ellos, habremos cortado la eficacia de esta circularidad autopromovida, y habremos transformado el círculo en un segmento con los extremos próximos entre sí, pero sin el «misterio» del círculo inaccesible… Esta imposibilidad acerca al discurso consciente a la dimensión del silencio. Como quieren los místicos y orientalistas: las grandes respuestas siempre tienden al silencio. Y si la materia es un enclave de la estética, le abre las puertas a la dimensión de la belleza.

Silencio. Belleza. Misterio… con estas palabras nos alejamos dramáticamente del eje simplista, luminoso y optimista de la mecánica clásica y le abrimos la puerta a los brujos que regresan del exilio. La matriz del Universo real no sólo nos incluye, disolviendo la dualidad sujeto/objeto, sino que parece poder cernirse sobre dos visiones del mundo: la clásica perspectiva griega que recoge el logos, el número sagrado pitagórico o la geometría desde los blancos de impacto de los aceleradores de partículas, mientras que al mismo tiempo lo real se desvanece en el estático espacio vacío del taoísmo o del hinduismo a través de la probabilidad e imprecisión que reemplaza a la certeza… el gato de Schrödinger seguirá vivo y muerto al mismo tiempo dentro de la partícula más pequeña (si es que tiene sentido hablar de pequeñez en lo probable) y también en los caminos que animan las multitudinosas corrientes espaciales de las galaxias.

Al mismo tiempo que el esoterismo nos decía que el microcosmos es un modelo del macrocosmos como Templo, la ciencia comenzaba a descornarse contra los muros de ese mismo templo al que le negó siempre valor instrumental: Jacques Bergier y Louis Pauwels nos habían alertado de ese retorno en 1960.

En este marco, las cuatro fuerzas que -hasta hoy- se exhiben como organizadoras de todo lo existente (la gravitacional, la electromagnética y las nucleares fuerte y débil) terminan, desde la ciencia, convocando a lo místico, a lo religioso y lo artístico.

¿Racionalismo o magia? También esta polaridad es ficcional. Es lo que hemos aprendido tras nuestro duro aprendizaje de Prometeos. La ciencia ha quedado definida como un mero encadenamiento de paradigmas, de postulados provisorios válidos sólo dentro del mundo científico: Prometeo ha sido encadenado por la misma ciencia que lo había invocado. En el mismo marco, el arte hizo nuestro occidental e histórico viaje de lo ideal a lo real, de lo real a lo abstracto y de lo abstracto a la indefinición cuántica.

A lo largo de esa evolución histórica se libera al Hombre del peso de los hechos definibles y cuantificables, encuadrados en rígidos encuadres lógicos de verdad y falsedad y lo deja, como artista, abierto a lo posible, y lo posible -no lo definido y controlado- es el verdadero motor de la Creación.

Y esto es más cierto aún en el entramado científico, filosófico y místico de la ciencia actual. La complejidad organizada atrae con su visión holística cada vez a más científicos y pensadores. Mientras tanto, el arte -como la ciencia, la religión o el esoterismo- ha encarnado siempre alguna forma de explicación, según dijimos.

Pero fuera de lo racional, más allá del rigor lógico, el artista como Hombre global se ha visto liberado de las cadenas de la definición y descripción del mundo y así, las cadenas que lo atan a la armonía, al goce y a la trascendencia espiritual, son cadenas que liberan su alma antes que atarla a alguna reglamentación. Como dijo Basho, el primordial poeta haijin japonés: “Memoriza bien todas las reglas del haiku, si no… ¿cómo harías para poder olvidarlas?”

Poder mirar con asombro -y no con método- forma parte de esta liberación: ver cada día todo por primera vez es un ejercicio fundamental que se manifiesta especialmente en la plástica y la poética, donde el método -fundacional en la artística-, debe ser aprendido por el discípulo para que pueda ser olvidado: el artista se libera de sí mismo. Ver todo de nuevo cada día forma parte de este olvido como virtual método artístico. No obstante, si el artista cede a las fuerzas inferiores de la civilización se podrá «posicionar» entre el snobismo y la complacencia: tendrá éxito.

Estas “fuerzas inferiores” son un emergente de la caída en el tiempo, para usar la metáfora de Emil Cioran, esto es, del abandono de las cadenas liberadoras del arte y el regreso al mecanicismo simplificador de los primeros pasos del pensamiento moderno de causa y efecto en vez de la posibilidad: mecánica clásica en vez de mecánica cuántica. En la obra y en el artista abocado al «éxito» imperan las simplificaciones de «aquello que se supone», careciendo de «verdaderos pensamientos» y quedando atado a la ley.

La ciencia no demuestra nada, sentenció Bateson: «…con sus explicaciones sólo dice, en realidad, acerca de su método de investigación y de los resultados por ese método obtenidos, pero no demuestra nada…». Todo lo que sentencie incluso como ley, puede ser rebatido, como ha ocurrido innumerables veces a lo largo de su historia.

La ciencia sólo argumenta de sí misma. Nos cuenta qué es lo que vio, y aun su explicación más exitosa, con las más exitosas aplicaciones tecnológicas, no es más que el relato de lo que se vio ocurrir en el mundo natural o en el propio pensamiento, que no deja tampoco de ser parte del mundo natural. Desimplica, esto es: ex/plica, pero no puede afirmar nada que trascienda la piel de la simple observación. No puede decir verdades esenciales.

Por su parte, el arte explica, pero en esa explicación coincide con la verdad porque no dice lo que ve sino que nos hace partícipes de lo visto. En el arte no caben las dudas. Nadie puede estar en desacuerdo con un Rembrandt. Nadie puede oponerse a la verdad de un verso o una sinfonía. En el arte todo es verdadero e irrebatible absolutamente y por siempre. No sirve para generar tecnología, pero el artista y su público no solamente buscan viajar a otros mundos o fabricar vacunas. Es claro que un buen libro no le llena el estómago a un niño hambriento (al decir de Paul Auster), pero es generador de valores (al sentir de Oscar Wilde) lo cuales, de última, son fundamento epistémico para llenar estómagos hambrientos… con la sentencia de Auster caminamos hacia los despotismos, con la de Wilde nos encaminamos a una idea más acabada de civilización civilizada…

El arte es el encargado de la arquitectura más fina del alma que logra (también con Wilde) que dos extraños que jamás se conocerán -separados a veces por siglos de distancia- puedan convivir en la más honda intimidad. Y esta arquitectura es la que parece haberse perfilado a la par del entrelazamiento cuántico: todo se siente relacionado por una matriz liberadora y no engañosa, como la Maia hindú o la “Matrix” de los hermanos/as Wachowski.

Y en este entramado, en este entrelazamiento, la ciencia parece haber llegado a las fronteras de sí misma, y en esas fronteras parece darse cuenta, por un lado, de la necesidad de una moralidad en el conocimiento para que la tecnología deje de ser un lastre para la civilización y por el otro, que debe dejar el espacio para la intuición de un Universo integrado en otras formas de conocimiento que no requieren de más método analítico que la libertad humana, se trate de la religión, del misticismo, de la filosofía a veces, y del arte, siempre. ¿Está nuestra libertad entrelazada con el resto del Universo y su arquitectura misteriosa de partículas? ¿Es el Universo un gran templo? ¿Es nuestro espíritu el altar sacrificial de ese templo?

Las grandes preguntas son las que le dan tamaño a la infinitud del Hombre. Las grandes respuestas sólo valen por el silencio que encaminan en la intimidad de la mente. Al cobijo de esas preguntas y respuestas es que reposa el alma del sabio.

 

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Horacio Ramírez

Poeta, artista plástico, ensayista, crítico de cine, dedicado al estudio de la Simbología Universal, mitología y religiones comparadas. Formado en el ámbito científico de la Ecología fue derivando hacia el arte, la investigación en teoría poética, literatura japonesa, filosofías religiosas occidentales y orientales.

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