““Cuando la razón lo aconseje…””

“Llamar “provida” a quienes menoscaban la dignidad humana y cuyo activismo se basa en hacer peor la vida de otros me parece, por decir lo menos, una broma de muy mal gusto que debemos dejar de contarnos de una vez”.


Durante los últimos días, el debate sobre la eutanasia se ha vuelto a poner sobre la mesa, después de que una organización mal llamada “provida” hiciera un pedido de recusación en contra de dos de las juezas constitucionales llamadas a resolver la demanda de inconstitucionalidad presentada por Paola Roldán, que busca despenalizar la eutanasia en el Ecuador.

No voy a detenerme en los desagradables comentarios que le “sugieren” a Paola que se quite la vida por su cuenta —cosa imposible siendo que padece esclerosis lateral amiotrófica— o que la acusan de querer que el Estado la “subsidie” —lo que quiera que eso signifique. Cualquier persona decente compartirá la indignación que sufren Paola y su familia al recibir esta clase de ataques, por lo que ahondar en ello sólo alimenta el morbo. En cambio, quisiera señalar lo débiles que son los argumentos —cuando los hay— de quienes se oponen a la despenalización de la eutanasia. Porque, aunque la violencia que caracteriza a los activistas que hoy acosan a Paola produce sentimientos de rabia e indignación, estoy convencido de que, en una sociedad mínimamente democrática, los temas de interés público deben ser debatidos con argumentos racionales, y no partiendo de prejuicios ni poniendo a la religión por encima de los derechos y las libertades de las personas.

Algunos de quienes se oponen a la eutanasia o suicidio asistido lo hacen porque creen que el deber del médico es mantener las funciones vitales de una persona cueste lo que cueste. Esta creencia se basa en una convención; el llamado “juramento hipocrático”. Tradicionalmente, a la medicina se le han atribuido como fines últimos conservar la salud y prolongar la vida. Si reducimos la vida a las funciones biológicas mínimas del cuerpo humano, efectivamente la vocación del médico se opondría irremediablemente al derecho a una muerte digna. Sin embargo, muchas veces esta forma de proceder puede y, de hecho, violenta la dignidad humana.

En el fondo, el argumento de que el médico no puede aplicar la eutanasia es un argumento de autoridad y, como ocurre siempre con esta clase de argumentos, se lo puede rebatir acudiendo a una autoridad distinta. Si bien, esta sería la salida fácil, prefiero tomarme en serio este argumento, aunque sólo sea en virtud de lo difundido que está.

Partamos de distinguir dos conceptos clave: dolor y sufrimiento. El primero refiere a una aflicción física aguda; el segundo es un estado de agobio psíquico que se manifiesta a través de sensaciones como el miedo, la angustia o la ansiedad. El dolor puede ser causa de sufrimiento, pero no siempre lo provoca. El sufrimiento puede no venir acompañado de dolor físico –pensemos, por ejemplo, en el sufrimiento psíquico que produce un trastorno mental.

Si la voluntad del paciente es prolongar su vida a pesar del dolor físico, el médico que pone todo su empeño en conservarla está, efectivamente, cuidando de su paciente; alivia el sufrimiento que le produce la idea de morir tempranamente. Si, en cambio, el paciente ha resuelto autónoma y racionalmente —como ha hecho Paola— que, producto de la enfermedad que lo aflige y lo incapacita, su vida ha perdido el sentido que él le atribuía, los esfuerzos del médico por mantenerlo con vida, incluso si logran aliviar en algo su dolor —cosa no siempre posible—, no harán merma en el sufrimiento de su paciente y, en cambio, lo acrecentarán.

El sufrimiento asociado a una enfermedad terminal puede suscitar en el paciente cuestionamientos profundos sobre el significado de la vida y la muerte, el bien y el mal o el destino personal. Interrogantes de naturaleza filosófica o espiritual, no médica ni legal. Ningún médico o jurista puede ofrecerles a estos pacientes una respuesta a sus inquietudes; son ellos, como seres humanos dotados de autonomía racional, los llamados a resolverlas.

¿Está, entonces, el médico llamado a decidir cuánto sufrimiento debe soportar su paciente? ¿Es legítimo que un médico obligue a su paciente a soportar un sufrimiento que él no puede aliviar sólo por cumplir un juramento ideado hace dos mil años? Esto convertiría al paciente en un medio y no en un fin, contraviniendo la conocida fórmula kantiana, por lo que éticamente debemos rechazar esta posibilidad.

La muerte es el destino de todos los seres humanos, por lo que convertirla en el enemigo supremo de la medicina es enfrascarse en una batalla condenada a la derrota. Salvo en casos de negligencia, la muerte no es un fracaso médico; es un hecho inevitable. Lo que puede hacer la medicina por un paciente terminal es ofrecer una muerte tranquila, ya sea mediante cuidados paliativos como a través de procedimientos que pongan fin a la vida cuando ésta ha dejado de ser vivible para el paciente.

Y a propósito de Kant, ese filósofo tan citado por los abogados que no han leído más de dos páginas suyas, incluso él llegó a aceptar la procedencia ética de la eutanasia en ciertos casos. Quienes, desde el derecho, se oponen a la eutanasia, suelen esgrimir el argumento de que la idea de un derecho a morir con dignidad se opone a la idea misma de dignidad humana. Este argumento se funda en la noción convencional de dignidad humana entendida como un valor intrínseco que todos los seres humanos compartimos por igual. El solo hecho de vivir ya nos dota de dignidad; ésta es indisociable del derecho a la vida, por lo que hablar de un derecho a la muerte digna sería un contrasentido. Pero este argumento es poco más que un juego de palabras. Se desconoce el derecho a la muerte digna por su supuesta imposibilidad conceptual. El problema con este argumento es que se basa en una comprensión errada del concepto kantiano de dignidad humana al que suelen acudir como fuente de autoridad.

Kant sostenía que todas las personas tienen un valor inherente, o dignidad, en virtud de su autonomía racional. Quienes argumentan en contra del derecho a una muerte digna únicamente rescatan la primera parte de esta formulación sin detenerse en el final. Autonomía, en el sentido kantiano, es más que independencia individual; es el deber que cada individuo se autoimpone para actuar moralmente. Todas las personas, en tanto sujetos morales, son capaces de auto legislarse racionalmente, de producir para sí mismos normas racionales de comportamiento que respeten la dignidad de otros seres humanos —lo que, ciertamente, no significa que siempre lo hagan. En definitiva, siguiendo la segunda formulación del imperativo categórico arriba mencionada, se trata de actuar de tal modo que tratemos a todos los seres humanos como un fin y nunca simplemente como un medio. La dignidad humana no reside en el hecho biológico de que el corazón siga bombeando sangre al cuerpo, sino en la capacidad humana de decidir sobre nuestro proyecto de vida respetando la dignidad de los otros.

Ahora bien, los opositores a la eutanasia argumentan que, siendo la dignidad un valor inherente al ser humano, ésta no puede ser renunciada ni verse mermada por factores como el dolor o el sufrimiento. Es cierto que afirmar que la muerte digna es una forma de poner fin a una vida indigna es un argumento utilitarista, contrario a la ética kantiana, pues supone que la dignidad puede verse mermada por la ausencia de bienestar (lo que, naturalmente, no significa que no sea una motivación legítima para poner fin a la propia vida).

No obstante, el suicidio o la eutanasia voluntaria son compatibles con la ética kantiana bajo ciertas circunstancias. Cuando la vida de una persona queda por completo al arbitrio de otros, pues ella no puede elegir fines por su propia voluntad —como le ocurre a Paola—, la vida, entonces, no puede ser vivida en conformidad con el valor de la dignidad humana. No sólo debemos tratar a los otros como fines, sino que tenemos el deber moral de evitar que otros nos traten a nosotros mismos como medios. Si factores ajenos a la persona la privan de su autonomía, el suicidio —por mano propia o asistido— se convierte, de hecho, en un deber moral, nos diría Kant.

Al respecto, me permito reproducir in extenso una cita de las lecciones de ética del filósofo alemán tituladas Moralphilosophie Collins:

“…la vida en sí y por sí misma no representa el supremo bien que nos ha sido confiado, ni por lo tanto el que debemos atender en primer lugar. Existen deberes de rango superior al de la supervivencia cuya puesta en práctica conlleva a veces el sacrificio de la vida. La experiencia nos demuestra que un hombre indigno aprecia más su vida que su persona. El valor que se concede a la vida suele ser inversamente proporcional al atribuido a la propia estima […] No se trata tanto de que el hombre tenga una larga vida, como de cuánto viva lo haga dignamente, esto es, sin vulnerar la dignidad de toda la humanidad”.

Siguiendo esta línea argumental, siempre que se respete el principio de objeción de conciencia, el derecho a una muerte digna jamás viola la autonomía del médico. La penalización de la eutanasia, en cambio, si vulnera la autonomía del paciente y, por lo tanto, su dignidad humana. El paciente deja de ser tratado como un fin, y se convierte en un medio para que el médico cumpla su misión autoimpuesta de prolongar la vida en cualquier circunstancia, o para que los allegados del paciente gocen del beneficio —ciertamente perverso— que les produce su existencia física.

Una obviedad que los verdugos de Paola parecen pasar por alto es que los derechos no son obligaciones; la existencia de un derecho a la muerte digna no obliga a todos los que padecen dolor o sufrimiento a acogerse a ella. Suponer esto es negar la autonomía racional de quienes padecen una enfermedad incapacitante; la decisión de morir dignamente es el resultado de un proceso racional autónomo de reflexión, como lo es la decisión de vivir a pesar de los padecimientos.

Cuando el derecho a la muerte digna es reconocido, quienes eligen acogerse a la eutanasia hacen valer su autonomía racional, y nada impide a quienes eligen vivir con una enfermedad terminal hacer lo propio. Cuando este derecho no es reconocido, sin embargo, el Estado viola la autonomía personal de los primeros.

Ciertamente es deseable que el Estado y la sociedad se vuelquen a buscar los mejores medios para aliviar el dolor de quienes padecen una enfermedad incapacitante y hacerlos accesibles para cualquier persona. El problema es que no siempre la ciencia médica —ni la ciencia en general—se desarrolla al ritmo que el sufrimiento humano exige y, aun cuando lo hace, no todos los Estados están en capacidad de disponer de sus frutos.

***

Los estoicos fueron defensores acérrimos del derecho a una muerte digna. Marco Aurelio lo formuló en estos términos: “una de las funciones más nobles de la razón consiste en saber si es o no, tiempo de irse de este mundo”. Séneca, por su parte, decía que “no se trata de huir de la vida sino de saber dejarla” o, lo que es lo mismo, “ponerle fin cuando la razón lo aconseje”.

La razón también nos aconseja dejar de llamar “provida” a quienes han violentado a Paola y, a través de ella, a todos quienes se encuentran en su situación. Llamar “provida” a quienes menoscaban la dignidad humana y cuyo activismo se basa en hacer peor la vida de otros me parece, por decir lo menos, una broma de muy mal gusto que debemos dejar de contarnos de una vez.


Todas las columnas del autor en este enlace: Juan Sebastián Vera

Juan Sebastián Vera

Sociólogo por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Estudiante de Política Comparada en FLACSO, Ecuador.

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