Se ha tolerado que la Fuerza Pública haga lo que quiera porque están “salvando nuestra democracia”.
El pasado 11 y 12 de septiembre, los familiares de las víctimas de la masacre del 9 de septiembre de 2020 se reunieron en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación para conmemorar la vida de sus seres queridos y denunciar la impunidad en la que se encuentra la mayoría de los casos.
Con la ayuda de varios artistas, pintaron sus retratos, hicieron una ‘velatón’ y presentaron una obra de teatro. También leyeron un manifiesto en el que afirmaban: “La total reparación se fundamenta en la verdad: existe un pacto de silencio del que somos conscientes y que impide que los ciudadanos no reconozcan a los verdaderos culpables de estas atrocidades, todo esto para mantener la ilusión de legitimidad de sus instituciones corruptas. No más premios de consolación, necesitamos saber quién dio la orden y quiénes permiten que esto se repita a través del tiempo”.
Hace ya más de un año, el 9 de septiembre, un video se viralizó en las redes sociales: era Javier Ordóñez, tendido en el piso, suplicándole a dos policías que dejaran de darle choques eléctricos con la pistola taser: “Por favor, no más, por favor”. A pesar de sus súplicas, no solo siguieron con las descargas, sino que en seguida trasladaron a Javier al CAI de Villa Luz, en Engativá, donde murió por los golpes y las torturas a los que fue sometido.
El cruel asesinato de Javier Ordóñez desencadenó una serie de protestas contra la brutalidad policial. Infelizmente, la historia de Colombia está llena de muertes así, en las que de nada sirven las súplicas. ¿Cómo olvidar los casos de abuso policial en el marco del más reciente paro nacional? El debate al que asistimos ahora sobre una reforma estructural de la Policía no es nuevo. Es un tema que va y vuelve constantemente en el tiempo. Es uno de los nudos gordianos sin resolver más importantes de nuestra historia, y han sido las víctimas y las organizaciones defensoras de derechos humanos las que han impedido que este debate pierda vigencia.
«A diferencia de otros países latinoamericanos, Colombia nunca tuvo una dictadura longeva: hemos vivido la ficción de ser “la democracia más estable de América Latina”».
Las súplicas de Javier Ordóñez me recordaron la súplica de Reyes Echandía, en 1985, citada en el valiente libro de Helena Urán Bidegain Mi vida y el palacio: “Estamos en un trance de muerte. Ustedes tienen que ayudarnos. Tienen que pedirle al Gobierno que cese el fuego. Rogarle para que el Ejército y la Policía se detengan… Ellos no entienden. Nos apuntan con sus armas. Yo les ruego, detengan el fuego porque están dispuestos a todo… Nosotros somos magistrados, empleados, somos inocentes… He tratado de hablar con todas las autoridades. He intentado comunicarme con el señor Presidente, pero él no está. No he podido hablar con él”.
En el mismo libro, unas páginas más adelante, Helena cita unos trechos de un documento escrito por su padre, Carlos Urán, en septiembre de 1984, un año antes del ataque al Palacio de Justicia: “Pensamos, por último, que desde la dimensión popular, solo existe hoy una alternativa en relación con las Fuerzas Armadas: su replanteamiento estructural y su redefinición ideológica, o su liquidación siguiendo el modelo del presidente Manuel María Mallarino en 1856, que luego adoptó constitucionalmente nuestro vecino Costa Rica”.
Su padre llevaba años investigando los vínculos entre el poder político y el poder militar en Colombia. Este es un tema escabroso, porque, a diferencia de otros países latinoamericanos, Colombia nunca tuvo una dictadura longeva: hemos vivido la ficción de ser “la democracia más estable de América Latina”. Y el debate sobre las Fuerzas Armadas y la Policía remueve los cimientos de esa ficción. Aquí se ha tolerado que la Fuerza Pública haga literalmente lo que quiera porque, al fin y al cabo, están “salvando nuestra democracia”. Pero ¿cuál democracia?
A través del tiempo, son las víctimas del Estado colombiano las que nos hacen esa misma pregunta, una y otra vez, porque, como dice el manifiesto, ellas han perdido el miedo: “El dolor se transformó́ en amor y fuerza, y perdimos hasta el miedo. Nuestros llantos se volvieron gritos, la impotencia se transformó́ en lucha. Aquí resistimos dignos y con la frente en alto, quienes llevamos a un mundo más justo, más digno y equitativo para todas y todos en el corazón. Un mundo en donde pensar distinto no nos cueste la vida, en donde ser joven sea una oportunidad de cambio y no una razón para ser perseguido. Un mundo mejor que crece día a día con cada una de nuestras acciones, de nuestros pasos, de nuestros gritos”.
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