La víspera del paro nacional contra el despropósito de la reforma tributaria, una magistrada del absurdo declaró en una providencia que esa faena de protesta e indignación frente al mal gobierno, había que aplazarla hasta cuando el país alcanzara “inmunidad de rebaño”. Al día siguiente, el desfile de desobedientes, de vejados y destripados por las medidas antipopulares, atiborró las calles de decenas de ciudades.
La masiva demostración popular del 28 de abril, con cánticos y banderas, con consignas y comparsas, con una contundente expresión de trabajadores, estudiantes, profesores, amas de casa, desempleados y de todos los sectores empobrecidos, dio fe del descontento contra el gobierno. La multitudinaria presencia del pueblo en las calles, como una muestra de su enfado ante la agresión gubernamental, fue objeto de infiltraciones del lumpen, como suele pasar cuando la gente marcha con la cabeza en alto en contra de los atropellos.
Como dijo un periodista caleño, Raúl Ramírez, “ese lumpen estuvo de licencia” y dio rienda suelta a lo que había sido enviado: al sabotaje de una demostración cívica y poderosa de los sometidos a la barbarie gubernamental (porque qué otra cosa es, por ejemplo, esa desaforada reforma para empobrecer hasta el tuétano a los colombianos). El descontento popular se manifestó con entereza, de modo pacífico, en el acto de marchar y contestar. Pero el lumpen y otros infiltrados quisieron desviar el objetivo de la categórica presencia de los humillados.
No me digan, por ejemplo, que en ciudades como Medellín, dominada por las bacrim y otras organizaciones delincuenciales, que son las que controlan la ciudad, no hubo esa presencia dañina de los saboteadores. De los que con su labor de zapa realizan actividades para desmedrar las razones y motivos de una protesta. A todos esos boicots hay que sumar la actitud policial en muchos casos, cuando actúa con la lógica del delincuente y no de un cuerpo que protege al ciudadano y le garantiza, además, el derecho a la protesta.
La vigorosa jornada de repudio al gobierno y su descaro con la presentación de una reforma laboral (también se prepara una agresiva reforma a la salud), lesiva a los intereses de las mayorías, intentó ser empañada por hordas lumpescas y delictivas. Y ni así, pese a que muchos medios de comunicación son entibadores del sistema y apéndices de la Casa de Nariño, se pudo echar la mierda y la basura al gran despliegue de inconformes contra Duque, su patrón Uribe, el minhacienda y el resto de la ralea especializada en tropelías.
Ante la altiva demostración contra la reforma tributaria y sus implicaciones, lo que le quedó al gobierno como respuesta irracional, aupado por el “señor de las tinieblas”, ha sido la militarización del país, los desmanes de la represión y el cierre a cualquier puerta de diálogo y entendimiento frente a un pueblo que no solo está azotado por la pandemia, sino por el látigo gubernamental.
Aunque era de esperarse una actitud tiránica de Duque y sus oficiosos sirvientes, la posición más caracterizada ha sido de la sordera. La de no importarle el clamor creciente de los desheredados, que cada vez aumenta como una erupción volcánica, contra la reforma tributaria y otras que se avecinan.
La despótica banda que gobierna (o desgobierna) al país, y que se ha caracterizado por su servilismo ante intereses extranjeros, de transnacionales, del Fondo Monetario y la OCDE, afina cada vez sus métodos de castigo contra el derecho a la protesta. Y parece importarle una brizna si los ofendidos por sus medidas y actitudes se encuentran haciendo piruetas de equilibrio inestable en la cuerda floja de todas las desventuras. Que se vayan al carajo es lo que con sus respuestas a la resistencia popular parece indicar el cuestionado mandatario.
No deja de ser un atentado de vastas proporciones el que, en tiempos de peste y otras desolaciones, el gobierno asuma actitudes de gran insensibilidad y arrogancia ante las peticiones y necesidades de la gente. Sin embargo, y quizá para el poder eso ni signifique ningún riesgo, la rabia crecerá. Y cada vez serán más los que se atrevan a decir “¡NO!” a los improperios oficiales.
Cuando a los descamisados y desposeídos les tocan el estómago y, de contera, en vez de escuchar sus justas demandas les envían la bota militar para que ahogue las voces de insumisión, la desazón y el desagrado aumentan. Y es factible que una gota que cae con insistencia pueda alguna vez convertirse en un torrente demoledor. La historia tiene ejemplos muy significativos.
Lo que muestra el paisaje es que ni con infiltrados ni con la presencia inmunda del lumpen para socavar y desprestigiar al movimiento popular, podrán detener el enojo masivo. ¡Ah!, no sobra anotar que cada día el rebaño alcanza más altos niveles de indignación, señora magistrada del absurdo.
Comentar