Los Estados y las pandillas de ladrones

Ante los múltiples sucesos de violencia que hoy sacuden a Colombia, ciertos grupos políticos han repetido al unísono que es el Estado quien tiene el monopolio y uso legítimo de la fuerza, por lo que, a consecuencia, éste puede ejercer la violencia legítima para el restablecimiento del orden. Se les olvida, sin embargo, que esta máxima viene acompañada de elementos que la constituyen. Una torta de chocolate, arequipe y nuez no llegó a serlo por obra de magia, sino que se necesitaron una serie de ingredientes para su elaboración; igualmente ocurre con el monopolio de la violencia por parte del Estado, éste no apareció allí producto de la gracia divina, sino que fue necesaria una receta previa para su constitución.

En regímenes democráticos, cuando a un Estado se le confiere la autoridad y potestad para que sea éste quien tenga y haga uso legítimo del monopolio de la fuerza, se le trasladan también una serie de responsabilidades (controles) para evitar caer en el autoritarismo. Dos de ellas son el consenso y la proporcionalidad. La primera hace referencia a que el grueso de los ciudadanos considera legítimo y favorable que exista un conjunto de reglas de juego (Constitución Política) que todos deben seguir para facilitar la vida en comunidad. La segunda, por su parte, pone de manifiesto que, ante la violación de ciertas reglas, el Estado tiene la potestad de hacer un uso proporcional de la fuerza para reestablecerlas.

Ahora bien, no toda violación de las reglas de juego requiere de un Estado que use la violencia legítima. Si un ciudadano superó el límite de velocidad en su vehículo, el instrumento de la multa resulta más que suficiente. En caso de que la violación a la regla implique el uso de la violencia, el Estado tampoco puede responder como se le antoje. Un ejemplo real: si un ciudadano le lanza una patada a un policía, éste último no tiene, por ningún motivo, porque responder desenfundando su arma y disparándole al ciudadano. La acción del policía debe ser proporcional al ataque recibido.

En palabras más cortas y sencillas: conferir al Estado el uso de la violencia legítima no significa que pueda usarla como le venga en gana. Sus responsabilidades son mayores. La relación que tiene con la ciudadanía es asimétrica ya que ésta le ha otorgado la potestad de ejercer la fuerza de manera proporcional y acorde a las reglas de juego establecidas. De lo contrario, y si llegara a violar dichas reglas ¿qué diferenciaría al Estado de un grupo de ladrones?

“Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los reinos sinos unos execrables ladrones? Y éstos, ¿qué son sino unos reducidos reinos? Estos son ciertamente una junta de hombres gobernada por su príncipe, la que está unida entre sí con pacto de sociedad, distribuyendo el motín y las conquistas conforme a las leyes y condiciones que mutuamente establecieron. Esta sociedad, digo, cuando llega a crecer con el conjunto de gentes abandonadas, de modo que tenga ya lugares, funde poblaciones fuertes y magníficas, ocupe ciudades y sojuzgue pueblos, toma otro nombre más ilustre llamándose reino, al cual se le concede ya al descubierto, no la ambición que ha dejado, sino la libertad, sin miedo de las vigorosas leyes que se le han añadido; y por eso con mucha gracia y verdad respondió un corsario siendo preso, a Alejandro Magno, preguntándole este rey qué le parecía cómo tenía inquieto y turbado el mar con actos hostiles, con arrogante libertad le dijo: y ¿qué te parece a ti como tienes conmovido y turbado todo el mundo? Más porque yo ejecuto mis piraterías con un pequeño bajel me llaman ladrón, y a ti, porque lo haces con formidables ejércitos te llaman rey” (San Agustín, Cap. IV. Lib. 4).

Un Estado se diferencia de una pandilla de ladrones, dirán Platón y Cicerón, por la justicia. Para San Agustín, sin embargo, la distinción radica en la impunidad. Cada que ocurre un hecho de abuso de autoridad o de uso desmedido de la fuerza, se pone en jaque la legitimidad Estatal, por lo que el ocultamiento u olvido de sus acciones son claves para atenuar la responsabilidad y acentuar la impunidad. Acertadamente lo decía Andreas Kley: “el Estado pone en las sombras toda la crítica cosechada”.

Ante las circunstancias que vive nuestro país se puede decir, lamentablemente y esperando que termine la espiral de violencia que hoy nos invade, que el Estado se parece cada vez más a una pandilla de ladrones.

Felipe Murillo Carvajal

Soy politólogo con énfasis en gobierno y políticas públicas de la Universidad EAFIT. Magíster en Ciencia Política y Sociología por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales – FLACSO, sede Buenos Aires, Argentina.

Cuento con una experiencia de cinco años en el sector público como
asesor político en el Concejo de Medellín. Adicionalmente tengo un recorrido de dos años en el campo de la docencia y la investigación académica.

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