En esta semana, el periodista Sebastián Nohra denunció que Karen Váquiro suscribió 24 contratos por $1.225 millones con distintas entidades públicas, la mayoría después de que su esposo, Andrés Mayorquín, asumiera en el 2019 el cargo de asesor de la jefe de gabinete de la Presidencia. También se supo que Claudia Marcela Montealegre, esposa del secretario jurídico de la Presidencia, Germán Quintero, tiene 10 contratos por $653 millones con varias entidades.
Los casos no son iguales. En el primero, se sabe que la señora Váquiro ocultó en algunos contratos su vínculo matrimonial, en al menos dos de ellos incurrió en un evidente conflicto de interés, no tenía ninguna trayectoria que la avalara como contratista del Estado y parece obvio que se aprovechó de su condición de esposa de un asesor de Presidencia. En el segundo, la señora Montealegre puede demostrar que era contratista de distintas entidades antes del nombramiento de su marido y que cuenta con la experiencia y el conocimiento para ser asesora de la administración pública. No son inusuales los casos de parejas que son al mismo tiempo funcionarios públicos o tienen contratos con el Estado.
Ahora bien, no hay duda del monumental problema de corrupción que azota al país. Me atrevo a proponer algunas ideas para combatirla.
Empecemos por lo obvio y general, como el tamaño del Estado. Entre más grande y más funciones asuma, más corrupción habrá. Un Estado más pequeño, más eficiente y menos entrometido, disminuye mucho los riesgos.
Sigamos por la hiperinflación legislativa que nos abruma. Acá hay normas para todo, desde leyes hasta ordenanzas municipales, que pretenden ordenar los más nimios detalles de la vida en sociedad. Detrás de cada regla hay un burócrata encargado de supervisar su cumplimiento y, también, el riesgo de una coima en relación con su decisión. Desregularizar la vida social y la economía tanto como se pueda reduce el peligro corrupto.
La impunidad es un aliciente formidable para los delincuentes y no es distinto para los de cuello blanco. Aquí los bandidos saben que la posibilidad de que los capturen es muy baja, de que si los capturan los priven de libertad aún menor y minúscula de que llevados a juicio sean condenados. Y ni hablemos de las sanciones domiciliarias. Sin administración de justicia eficiente la lucha contra la corrupción será siempre fallida. Ni hablar de lo que ocurre, el fatal mensaje, cuando son los magistrados y los jueces los bandidos. Recordar el cartel de la Toga. O hacemos esa reforma urgente a la justicia o estamos perdidos. La garantía de sanción desestimula el delito.
Eliminar las contralorías departamentales y municipales es poco popular, en particular entre los políticos, pero indispensable. Esas contralorías no solo no protegen los recursos públicos y son paraísos clientelistas, sino que con frecuencia son encubridores y cómplices de los corruptos. Al mismo tiempo que hay que cerrar esas costosísima e inútiles entidades hay que fortalecer la Contraloría General, despolitizarla y tecnificarla, y conseguir que el Contralor sea nombrado por concurso de méritos y no por motivos políticos.
En Colombia la contratación pública asciende a los 150 billones de pesos. Incentivar los pliegos tipo en las licitaciones es clave. Esos pliegos, por ejemplo, han permitido pasar de tener entre uno y tres oferentes en los contratos de las entidades territoriales de obra pública a tener veintiséis. Más pluralidad, mejores precios y condiciones. Pero ocurre que es absolutamente insuficiente porque apenas alrededor del 10% de la contratación se adjudica por licitación pública. El grueso se hace por contratación directa. Reducir tanto como se pueda la contratación directa es indispensable en la lucha contra la corrupción.
La digitalización es vital. Minimizar el contacto directo entre el burócrata y el ciudadano disminuye los riesgos. El ciudadano debería poder hacer la inmensa mayoría de sus gestiones frente al gobierno por vía digital. Además, la digitalización disminuye el tamaño del estado, la burocracia y sus costos. Ese es el futuro. Estonia nos muestra el camino.
Finalmente, y con la advertencia de que por falta de espacio no abordé los asuntos relacionados con las campañas políticas y el abuso del poder político, hay que traducir la indignación ciudadana en una oportunidad en la que se reconozca que el problema de corrupción es de todos y que hay que examinar no solo el comportamiento de los funcionarios públicos sino también el de los empresarios que pagan por pecar y el de cada uno de los ciudadanos. Sin esa reflexión ética no habrá cambio normativo, institucional o tecnológico suficiente. En particular, hay que dejar la mentalidad mafiosa, la narco idea de que es posible hacerse rico de manera rápida, fácil y violando la ley. Hay que recuperar la ética del trabajo honesto, del esfuerzo, de la persistencia y la disciplina.
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