A los 18 años de edad y a seis meses de terminar el colegio emprendí un proyecto de investigación como requisito de grado. Durante varias semanas, los futuros bachilleres sacábamos al mundo los mocasines y las dudas, guardábamos la sudadera y las camisetas y nos sumergíamos en el mundo real.
Mi proyecto se tituló “La Crisis de la Justicia en Colombia”. Corría el año 1991 y el país, en modo esquizofrénico, revisaba su ordenamiento y su institucionalidad en una Constituyente con presencia amplia (viejos y nuevos partidos, tres grupos guerrilleros desmovilizados e indígenas) mientras negociaba con Pablo Escobar y el narcoterrorismo y enfrentaba a las FARC y al ELN. Un viejo país que se anclaba a la ilegalidad y las armas y, otro, que soñaba con ser plural, equitativo, institucional y vivir en paz.
Trabajé con un abogado, buen amigo de la familia, que era y sigue siendo para mi ejemplo de rectitud y disciplina. Con él estuve en eternas audiencias en el viejo Palacio en medio de montañas de expedientes arrumados y legajados con cabuya. Con su mediación entrevisté a sus colegas abogados, a jueces y a magistrados. Leí algunos estudios, miré el presupuesto nacional en la Gaceta Oficial y, finalmente, escribí mi trabajo.
25 años después , retengo algunas cifras como las del presupuesto nacional que en ese momento era de 4 billones de pesos (hoy son 215); recuerdo también las pésimas condiciones de los juzgados, los miles de folios que constituían un proceso y recuerdo las historias de los abogados sobre la pasmosa lentitud e ineficiencia del sistema. En mi memoria, además, quedó grabado, el diagnóstico compartido entre abogados, jueces y magistrados según el cual la crisis de la justicia tenía un gran componente cultural. La justicia no solo era la rama del poder peor financiada, también la ley y la figura del juez y su potestad eran, y hoy siguen siendo, para muchos ciudadanos, menospreciadas y secundarias en el esquema institucional.
En estos 25 años el estudio y el trabajo por y para la justicia siguen ocupando un lugar protagónico en mi vida. Desde mis inicios en la justicia administrativa en una Inspección Municipal de Policía y Tránsito, pasando por el Consejo de Estado y la docencia univeristaria hasta la curul en el Concejo de Medellín y la Secretaría de Gobierno Departamental, mi convicción sigue siendo la misma: la decencia, la institucionalidad, la convivencia, la seguridad y, claramente, la paz pasan en buena medida por la existencia de una justicia eficaz, eficiente, íntegra y respetada por la ciudadanía. Poder acudir al Estado como tercero imparcial para que investigue, juzgue y decida es parte fundamental de vivir en sociedad.
En los últimos 3 años y con más fuerza estos últimos meses en algunos sectores se escuchan clamores a nombre de “la justicia” y reclamos contra la impunidad. En las marchas del pasado fin de semana se exhibieron pancartas y se escucharon arengas contra la impunidad y a favor de la justicia.
A cualquiera que considere la justicia como actor central en la construcción de la sociedad esto lo tiene que animar. Por ende, y con el fin de apoyar la búsqueda de una más fuerte, eficiente y legítima justicia, me atrevo a proponerles a los sectores que se movilizan algunas acciones que aportan a esta loable y necesaria empresa:
-Continuar las manifestaciones contra la impunidad, pero como fenómeno general y no contra lo que sólo algunos consideran que es. Diversos estudios hablan de niveles de impunidad en el país entre el 93 y el 97%. La coherencia y el sentido democrático obliga a que se luche contra todos los casos por igual y se busquen soluciones generales.
-Apoyar al Ministerio de Justicia, al INPEC y a la Fiscalía General de la Nación en sus funciones y alcances y abogar públicamente por el aumento de sus presupuestos, por su modernización y por la capacitación de su personal.
-Evitar a toda costa promover desde el discurso o con acciones de hecho, tales como la incitación y apoyo a la fuga de reos o personas subjudice, el desconocimiento de los fallos y las decisiones judiciales. Tal desconocimiento implica alterar o trastornar el ordenamiento y la institucionalidad y por ende es un acto subversivo.
-Promover y fortalecer desde el discurso y en acciones el principio democrático, constitucional y legal de que nadie está por encima de la ley.
– No sustentar una injusticia o una violación de la norma por hechos similares y anteriores realizados por otras personas. Un ilegalidad pasada, por reprochable que sea, no autoriza ni sustenta una respuesta o acto equivalente en el presente
Estas 5 acciones que propongo, a las que se suman el fortalecimiento de la justicia y la lucha contra la impunidad, le apuestan a imprimirle coherencia a esa búsqueda. Marchar juntos por la justicia y contra la impunidad tendría que posibilitar, fomentar y fortalecer algunos acuerdos mínimos fundamentales que mucha falta le hacen al país en estos momentos. Cuando la coherencia se pierde la justicia se confunde con venganza y la impunidad se impone.
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