«Al recuperar la presencia de otro, o de uno, la guitarra dormida pasa a ser “Guitarra trabajadora”, pues no queda de otra sino ponerse a la tarea de no morir con quien se muere, porque dos muertes son ya insoportables»
Paréceme haber leído en un ensayo de Pedro Enríquez Ureña que la literatura sobre el indio surge cuando su cultura está por desaparecer; que se inmortalizan sus estertores, sus últimas acciones atávicas, plenas de un sentido indescifrable para el descriptor. Me pesa no tener la cita a la mano[1], pero sé que lo dijo Pedro Henríquez: para ese entonces pensaba escribir un poemario exaltando al indio y empecé con A Aruká, guerrero juma que le cantaba al postrer sobreviviente de su pueblo. La idea, anterior a la lectura del ensayo, sucumbió a otros planes… y lo celebro: caía en el desliz de reconfortarme con la muerte y no la vida del indígena.
Luego, con La ciudad letrada, Ángel Rama da una característica —vale decirse— oculta de la escritura: entra en acción en el momento mismo del fallecimiento de unos modelos culturales. En un caso suscribe el rescate de la oralidad, mermada por la modernización, mediante los intelectuales que la pasan al papel[2]; en otro, remarca el probable interés de los costumbristas: retrataban algo que se acabaría[3]; y hasta donde le seguí la pista fue con relación al tango, cuyos inicios de «ralea mayoritaria» no compatían con los nobles códigos letrados[4].
Toda esta disposición para fundamentar el porte nostálgico de la escritura: se despereza solo cuando las cosas se van a acabar. Es como el médico que visita al enfermo para confesarlo y aplicarle los santos óleos; como a quien le avisan que sufrirá e, insensible, sufre consolándose: «Por suerte tengo guitarra / Para llorar mi dolor». Siguiendo el orden de ideas, si lo hay, el final atrae a la escritura más que en el desarrollo o en el inicio: la elaboración de las muertes hechas libros, las memorias e incluso los diarios escritos a última hora son un volver sobre lo ido, rescatar lo que, si nadie le presta atención, será desechado en el baúl de lo obsoleto. Las postrimerías la urgen a redactar, incansable, el aura de lo que en algún tiempo fue presente: es cuando el sable pierde firmeza y se rompe con una mínima demostración que se le cantan a las hazañas que hizo posible, que avivó.
¿Y no se podía empezar con el inicio de la vida? ¿No se puede hacer crónica de los sucesos en el momento en que ocurren? Tampoco caeré en el absoluto de que todo lo escrito nace, por fuerza, al final de algo; trato de remarcar la condición de rescate de la escritura y, ya que estamos, aventurémonos a decir: de las artes —«Cada cual tiene su escape… ».
Reiner Maria:
Las cosas dotadas de vida, las cosas vividas, las cosas admitidas en nuestra confianza, están en su declinación y ya no pueden ser reemplazadas. Somos tal vez los últimos que conocieron tales cosas. Sobre nosotros descansa la responsabilidad de conservar no solamente su recuerdo (lo que sería poco y de no fiar), sino su valor humano y lárico.
Los poetas de los lares representan el apego a lo pasado, a lo que fue. Su «búsqueda del reencuentro con una edad de oro» es lo que los embriaga y los direcciona a través de su fuga citadina, espiritual: cuando «De pronto no somos sino un puñado de sombras / que el viento intenta dispersar», la poesía, la escritura demarca los contornos del cadáver en la escena del crimen y le da la espalda al viento para que no lo borre y para decir: «He la forma de un muerto cuya esencia me dispongo recordar. Tarde o no, lo que cuenta es traerlo a la vida por medio de mi vida. Y qué mejor herramienta para el cometido que unas palabras… Las palabras le reformarán el cuerpo, sus errores, su huella en el mundo… en mi desconsuelo».
Al recuperar la presencia de otro, o de uno, la guitarra dormida pasa a ser «Guitarra trabajadora», pues no queda de otra sino ponerse a la tarea de no morir con quien se muere, porque dos muertes son ya insoportables.
«Por querer lo que se nos va», lo escribimos.
Itagüí, abril 30 de 2023
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Pintura: El escritor, Horace Pippin, 1940
[1] La colección ensayística era de la editorial de la Universidad Autónoma Latinoamericana y la presté en el Tecnológico. Debido al puente festivo, me queda imposible hacerme con ella.
[2] «La modernización ejecuta similares operaciones en lugares entre sí apartados del continente, pues con diversos grados, las culturas rurales golpeadas por las pautas civilizadoras urbanas comienzan a desintegrarse en todas partes y los intelectuales concurren a recoger las literaturas orales en trance de agostamiento. Por generoso y obviamente utilísimo que haya sido este empeño, no puede dejar de comprobarse que la escritura con que se maneja, aparece cuando declina el esplendor de la oralidad de las comunidades rurales, cuando la memoria viva de las canciones y narraciones del área rural está siendo destruida por las pautas educativas que las ciudades imponen, por los productos sustitutivos que ponen en circulación, por la extensión de los circuitos letrados que propugnan. En este sentido la escritura de los letrados es una sepultura donde es inmovilizada, fijada y detenida para siempre la producción oral» (editorial Arca, pág. 71).
[3] «No sólo había que diseñar una nueva rejilla clasificatoria, usando el concepto de literatura, para incorporar esos materiales populares; era también necesario que estuvieran muriendo en cuanto formas vivas de la cultura rural. Su agonía facilitó la demarcación de los materiales y su trasiego a la órbita de las literaturas nacionales. Un crítico ha observado que “Nineteenthcentury costumbristas, for instance, who were responsible for the collection an preservation of such material were activated by this sense of imminent loss even when they also resigned themselves to its inevitability”…» (págs. 73-74).
[4] «Esta “plebe ultramarina” ya había producido los sainetes teatrales y sobre todo ya había modelado, con múltiples y dispares contribuciones, una expresión musical y poética de arrasadora influencia en la ciudad: el tango. Su vitalidad en la época en que hablaba Lugones, su plebeyismo urbano, su desenfado encabalgamiento entre la oralidad y la torpe escritura, su ajenidad a los círculos cultos, pero más que nada su incontenible fuerza popular, hacían que fuera imposible incorporar el tango a los órdenes rígidos de la ciudad letrada. Tendría que esperar su ocaso a mediados de siglo para que también fuera recapturado por la escritura y transportado a mito urbano» (pág. 75).
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