Ante la muerte solo existe la palabra y, sin embargo, cuando se presenta uno nunca sabe muy bien qué decir. Se piensan muchas vainas, emergen como epifanías los recuerdos. Todos empezamos a hablar y tu querida presencia fluye a través de nuestro dialogo. Es así, Angela, como nos permites, una vez más, compartir un salón de clases presidido por tu sonrisa. Es así, Angelita, como guías otra vez nuestros pensamientos, nuestros sentimientos.
Ingresar a la universidad puede no ser fácil para muchas personas, para nosotros no fue el caso. Si la universidad era un segundo hogar, tú eras una segunda madre. Sabías cuándo algo andaba mal con alguno de nosotros, veías en nuestros ojos cuando las congojas comenzaban a amargarnos. «No te preocupes por esas bobadas», decías con ternura, con esa ternura que sabe compadecer. Sabías que no eran bobadas, pero no ibas a permitir que tus hijos, tus estudiantes, sucumbieran a la tristeza. Ante el dolor esgrimías tu frase, una de esas verdades que sirven como consuelo: ojalá los mayores problemas de la vida fueran por plata.
Eras una académica sagaz. Sabías el nombre y año de los presidentes de Colombia: desde las provincias unidas de la nueva granada, las confederaciones y finalmente la república. Decías, casi con inocencia (como quien tiene un chisme en la lengua y debe sacarlo) el apodo de Tomás Cipriano de Mosquera: “El mascachochas”. Sabías los ríos, las montañas, incluso aquellos nombres de civilizaciones perdidas que solo pocos valientes se atreven a recordar. Nos enseñaste que Colombia no es un país desgraciado, sino un país joven, como nosotros y, también, que a veces esas dos cosas pueden significar lo mismo. Amabas los esquemas y los mapas, cambiabas los marcadores cada dos por tres porque cada uno tenía su función específica en el tablero. No evaluabas bajo la lógica de la competencia, te esmerabas por conocer cada estudiante y lo calificabas dependiendo de su esfuerzo, pero siempre teniendo en cuenta, como Estanislao, que el estudiante por existir ya tiene 3.5. Dabas clases, como el actor lúcido que sabe servir de espejo a su público. Y mientras nos contabas las tragedias y comedias de nuestra Colombia y del mundo, al mismo tiempo nos enseñabas a actuar con generosidad en este otro teatro que es la vida. Nos enseñaste que maestra y amiga no solo pueden, sino que deben ser sinónimos.
Cuando a Fontanarrosa le preguntaron que quería para su hijo, respondió: “deseo que las personas se pongan felices cuando lo vean venir”. No es casual si decimos que, al ver a Angelita en días de fatal hartura, su presencia transformaba prontamente cualquier sentimiento en alegría. Por eso, Angie, no estábamos de acuerdo contigo cuando nos decías: no me canten esa canción, esa canción es muy triste. No, querida Angie, la sola mención de tu nombre basta para reverdecer todas las tristezas. Reverdecer, esa palabra eres tú y todos tus estudiantes somos tu silvestre.
Gracias Angelita. Eras la única que nos perdonaba que en vez de ensayos le escribiéramos cuentos. Cuando no tuvimos dinero para ir a Bogotá, nos hospedaste en tu casa, nos diste cien mil a cambio de un poema. Corriste con nosotros cuando, por una desatención, íbamos a perder el vuelo de regreso, y después nos invitaste a desayunar, sin regañarnos siquiera. Por ti conocimos a Ignacio, uno de los escritores más auténticos de nuestra literatura, de quien recibimos el mensaje: se puede ser geólogo y escribir literatura, se debe ser escritor y punto. No olvidaremos ese consejo que se convirtió en destino: ustedes dos tienen una vena artística que algún día tienen que seguir. Hemos sabido sortear ese destino, a veces más artistas que científicos. Debatimos las líneas de lectura que nos han acompañado de siempre en esa paradoja. Pervertir la política: esa fría y hermética práctica, con literatura. Y pervertir la literatura: esa confrontadora de designios con el impulso de contar la historia de quienes siempre han aparecidos como derrotados en los anaqueles de la historia. Bajo otro contexto los puristas nos hubieran echado del parnaso de la politología y la literatura. Tu no viste una figura antagónica, sino la posibilidad de dos realidades que se complementaban. Tu virtud siendo profesora no fue ignorar nuestro destino, sino impulsarlo a que existiera. Entre aquellas líneas de Frank Safford, Marco Palacios, Bushnell, Kissinger y Walzer, también hubo espacio para Borges y García Márquez. Porque sabías, de fondo sabías, que la vida no solo es mucho más compleja y profunda, sino también más bella.
Descansa en paz querida Angelita.
Boris Tamayo.
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