En mi última columna espero haber demostrado, con hechos y cifras, las mentiras de Petro sobre el narcotráfico y el uso del glifosato en su discurso en la ONU.
Sin embargo, merece nuevas reflexiones y un esfuerzo por conectarlo con sus propuestas de gobierno porque fue un estriptis, un desnudo de sus convicciones más íntimas.
La intervención se basa en el prejuicio de que la guerra contra las drogas fracasó y que es la lucha contra el narcotráfico la que explica la violencia en nuestro país. Espero haber dejado claro que hasta el 2013, antes de la firma del componente de narcotráfico del pacto de Santos con las Farc, veníamos ganándola. Habíamos disminuido un 65% los narcocultivos en relación con la primera medición de la ONU en 2001 (y mucho más en comparación con los existentes en la década de los noventa). Con menos producción de coca y menos cocaína, los grupos vinculados al narcotráfico recibieron muchos menos ingresos.
La disminución de sus finanzas afectó su logística, su posibilidad de hacer nuevos reclutamientos, la compra de armas, su capacidad de combate. En paralelo, el Plan Colombia, diseñado para atacar el narcotráfico, supuso un fortalecimiento sustantivo de las Fuerzas Militares y la Policía.
Cuando los Estados Unidos entendieron que no era posible distinguir entre el combate contra los narcotraficantes y el que se hacía contra las guerrillas, empezaron a sucederse los éxitos contra las Farc. Fue la combinación de la firme decisión gubernamental de derrotarlas, los golpes a las finanzas guerrilleras, el uso efectivo de la inteligencia y la superioridad aérea, la que las debilitó de tal manera que las obligó a negociar con el Estado.
La lucha contra el narcotráfico empezó a traducirse en menos, no más, violencia. La tasa de homicidios, que en 1991, en plena ofensiva del narcoterrorismo, alcanzó los 79 por cien mil habitantes, empezó a disminuir de manera aguda y sistemática. Para 2015, antes de la firma del pacto de Santos con las Farc, había caído a 24 por cien mil. A menos narcotráfico y menor capacidad de combate de los grupos vinculados al narco, menos violencia homicida.
Hay que insistir una y otra vez en que veníamos ganando la lucha contra el narco y que ese éxito se tradujo en el acuerdo con las Farc y en menos, muchos menos homicidios. Menos muertes, una sociedad más segura, unos ciudadanos mejor protegidos.
Lo fracasado es el nuevo paradigma, el nuevo enfoque pactado con las Farc. Y fue ese desastre el que frenó la disminución de los asesinatos. La tasa de homicidios está volviendo a aumentar. El año pasado fue de 27 por cien mil, tres puntos más que en el 2015.
El problema para reconocer esta realidad parece estar en que la polarización que se generó en torno al proceso con las Farc hace muy difíciles los análisis objetivos sobre si lo pactado funciona o no y casi imposible que una crítica sustentada a lo acordado sea aceptable para quienes se la jugaron por el acuerdo.
De manera que a falta de autocrítica y, por supuesto, frente a la negación absoluta a considerar los argumentos de quienes advertimos los problemas, el camino de Santos, y ahora de Petro, sea sostener que «fracasó la guerra contra el narcotráfico».
Con esa excusa, Petro hace afirmaciones y toma decisiones que solo contribuyen a ahondar el problema. Contra el hecho de que sus cómplices ya aceptaron su responsabilidad en los delitos en los Estados Unidos, los testimonios de los presentes y muchas otras pruebas, afirma que lo ocurrido con Márquez y Santrich fue un entrampamiento, y justifica tácitamente a los reincidentes. Contra la evidencia de que la extradición ha sido fundamental contra los narcos y la causa de muchos asesinatos de colombianos buenos, pretende renegociarla. Contra el hecho cierto de que sin el glifosato, o la amenaza de su uso, la erradicación efectiva es imposible, anuncia que no se volverá a usar jamás.
Lo peor es el planteamiento de la «paz total», con negociaciones paralelas, acuerdos parciales de aplicación inmediata y cese al fuego multilateral, que solo benefician a las organizaciones criminales porque paralizan a la Fuerza Pública mientras que los bandidos siguen delinquiendo siempre que eviten enfrentarse a militares y policías» y porque obtendrán los beneficios de lo que vayan pactando sin desmovilizarse ni desarmarse.
El Gobierno, al final, termina arrodillado a los mafiosos. Porque hoy todos, incluso las disidencias y reincidencias y los elenos, son mafiosos. Y el negocio está mejor que nunca, se produce 4,5 más cocaína que en el 2013, el precio del dólar está disparado y los riesgos de ser neutralizados por la Fuerza Pública han desaparecidos.
Y ahora, para rematar, el Gobierno les ofrece que se queden con parte de sus bienes, en una operación gigantesca de lavado de activos, y que no paguen o paguen penas mínimas por sus innumerables y terribles crímenes. Es previsible lo que pasará: los viejos criminales se jubilarán y se producirá un reciclaje en las organizaciones mafiosas y sus liderazgos. Con el narco a toda máquina y la Fuerza Pública debilitada, desmoralizada y paralizada, más homicidios y más inseguridad.
La duda es si la claudicación de Petro frente los narcos es genuina o pactada. Su pasado y los acuerdos en la cárceles en la campaña extienden una sombra terrible que se confirma con las acciones de gobierno. Una certeza sí hay: caminamos aceleradamente a la narcocracia.
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