América Latina, religiosidad y emancipación postergada

“En las civilizaciones de América encontramos mejores astrólogos que geógrafos”, supo decir Carlos Piñeiro Iñiguez en la introducción de su libro “Pensadores latinoamericanos del siglo XX”; quizás por ello, agregaría yo, culturas pre y post-colombinas muy avanzadas cayeron ante el inculto invasor.

La hegemonía de la mentalidad religiosa en desmedro del pensamiento crítico es sin duda uno de los grandes contratiempos de los países de nuestra región. Mentalidad que, por otra parte, no les permite a sus habitantes ingresar plenamente al mundo globalizado y así poder tener más oportunidades para comenzar a salir de sus problemas de miseria, corrupción, ignorancia, pereza y marginalidad.

No hay que soslayar que el Norte fue colonizado por mayorías protestantes, doctrina más individualista, pragmática y productiva, como bien lo señaló en su momento Max Weber, así como también las nuevas teorías de Brad S. Gregory. El catolicismo, en cambio, es dado a sostener mayormente la idea mendicante como estado del ser. Jorge Bergoglio (papa Francisco) dijo días después de su asunción: “como me gustaría tener una Iglesia pobre para los pobres”. Esto parece algo cínico, aún más cuando lo dice un rico monarca tapando regios escándalos morales y financieros, no obstante, su deseo está más que cumplido al observar a muchos de sus fieles, especialmente en países de la periferia, en estado de lumpenización preocupante.

Es justo recordar que América Latina ha tenido y tiene filósofos brillantes en el marco de una población que se ha mostrado en su mayoría poco receptiva y los ha silenciado en un triste olvido. Sin embargo, en literatura ha sido un poco más benigna. Quizás las letras estén más cerca de la mitología que de la metafísica. Por ello Gabriel Gracia Márquez fue un buen escritor. No porque escribiera bien, que en mi opinión no lo hacía, sino porque supo comprender el espíritu del pueblo al cual pertenecía. Espíritu al que Julio Cortázar llegó rezagado y a Jorge Luis Borges nunca le interesó integrar.

El “realismo mágico” suele identificar a este entorno en vías de desarrollo siempre como una emancipación postergada. En devenir y atraso. De allí su giro simpático hacia la narrativa. Cortázar, desde París, mezcló lo fantástico con lo absurdo; Borges, desde la lejanía pensó a un Buenos Aires trascendentalista en medio de enredos y paradojas temporales; Alejo Carpentier construyó una literatura negra y enigmática. Esta es una de las razones que puedo argüir, entre otras, de la ignota y, en ocasiones, de la casi improcedente filosofía latinoamericana.

Somos mejores teólogos que filósofos. Mejores hechiceros y chamanes que ateos. No es por halagar mi oficio, sino es para pensar a nuestra América desde un presunto espacio sagrado y como una de las razones posibles de su detención. Ya se trató de abordarla desde muchos costados. Contemplarla desde su religiosidad es asumir parte de lo que somos. Si no incorporamos el ser propio nunca podremos vislumbrar qué modificar. No se puede negar que es un lugar interesante desde el cual percibirse. Por supuesto que hay otras perspectivas válidas y a tener muy en cuenta, como la mirada de Norberto Galasso que nos habla de otro valor que lo impregna todo: el «complejo de inferioridad».

Pero volvamos a nuestra línea argumental. La piedad, lo mágico, lo sobrenatural de sus construcciones mentales lo han contagiado todo de una carga brumosa y espiritualista. Ha dado respuesta a sus calamidades y les ha prometido una salvación ultraterrena. El marxismo latinoamericano tiene el sello propio de la teología (“Teología de la liberación” y su hija bastarda la “Teología del pueblo”). La guerrilla urbana —“terrorismo”, a pesar de lo que diga José Pablo Feinmann—que padecimos en los setenta en la Argentina, además de otras regiones, tuvo uno de sus orígenes en el seno de la Iglesia, así como también han sido ultracatólicas las Dictaduras que han intentado combatirlas con más terror.

América es mágica antes que racional. Más devocional que ecuánime. Numinosa antes que científica. Prefiere el templo al ágora. El incienso al criticismo. La continuidad “postmórtem” a la muerte inane. Nunca le llegó plenamente la modernidad. Aunque claro está, hay buenos intelectuales y mejores científicos. Para dejar de ser margen y reclamar que el mundo es una esfera carente de centro, hay que pensar y aceptarnos como un pueblo que supo ser más místico que laico, más supersticioso que mental. Solo concientizando lo que somos, solo edificando una ontología propia, podemos reparar y superar a las ánimas de la naturaleza por realidades concretas.

Por ese mismo motivo quise partir del sujeto religioso dentro de su moldura americana y situado en un marco político y social. Contexto rico y abundante de deidades y creencias floridas, de símbolos y ritos, de mitos ancestrales y leyendas olvidadas y, a partir de allí, proponer un sitio plausible para reflexionar en nuestro destino. Destino que implica o tecnificarse y construir una filosofía propia e igualmente Estados afines para ponerse a tono con los avatares del mundo libre y globalizado o, de otro modo, estar condenados a la repetición de saberes ajenos (como los difusores de la filosofía francesa o alemana), al ostracismo, a ser laboratorio del Primer mundo. O, lo que es peor, a ser súbditos de Rusia y China.

Merecemos otro destino. Una clara decisión ética y situada en la realidad. Independiente. Pero para forjar el devenir tenemos que pensarnos, como diría Jean-Paul Sartre, “en situación”, y considerar asimismo las paradojas de la religiosidad que impregna y esencializa a las sociedades de América Latina.

El notable recogimiento de nuestro continente es un producto directo de la conquista, del tráfico de esclavos, de las guerras de independencia y de la inmigración entrelazada con los cultos y creencias de los pueblos originarios (así también como la impregnación de un espíritu falsamente laico de raigambre católico y construcciones políticas débiles que tienen características metareligiosas, donde se ve al líder como una especie de Dios-Padre como sucede con el marxismo, el castrismo, el fascismo, el populismo progresista, el sandinismo, el zapatismo, el peronismo o el chavismo, entre otros).

A parte de las religiones de las grandes culturas mexicanas y peruanas (aztecas, mayas e incas), un sinfín de manifestaciones coloridas de etnias no tan afamados ocuparon el continente desde Alaska hasta Tierra del Fuego. Estos fenómenos cultuales, muchas veces insuficientemente conocidos por el registro arqueológico, fueron literalmente invadidos por el cerrado cristianismo medieval de los conquistadores que destruyó buena parte del patrimonio de los “paganos” que habitaban esta exuberante casa.

Con el exterminio de dichas civilizaciones y la consecuente repoblación con el tráfico de esclavos, estos trajeron sus cultos y se sincretizaron con el catolicismo creando un espectro nuevo. Pero las guerras independentistas, tal vez digitadas desde las sombras por logias secretas, cuyos rituales heredados de la magia renacentista y moderna (rosacrucismo, masonería, sanmartinismo, etcétera.), además de elementos cabalísticos y otras yerbas traídas por la incipiente inmigración (como musulmanes, judíos y ortodoxos), formaron un rico crisol de un universo fantasmagórico, generalmente mal comprendido, sea por prejuicios y otras veces por su hermetismo expuesto. Esta diversidad implantada probablemente generó poco arraigo al suelo, menos aún amor a la tierra a través de una crisis de identidad poniendo a sus moradores de cara a Europa.

La religiosidad sigue siendo hoy un estamento dominante, aunque no lo parezca su alma está radicada en nuestra geografía, la misma produce obediencia ciega, exiguo espíritu crítico y, sobre todo, la espera en la providencia divina y la inmediatez taumaturga.

Si América Latina no equilibra la esperanza escatológica con decisiones terrenas y realistas traducidas en políticas sustentables y avanza en una educación auténticamente laica de los pueblos, es decir, divorciada de la Iglesia y de romanticismos socialistas en pro de una democracia verdadera e ilustrada, será muy dificultoso remontar el vuelo que se necesita para su crecimiento.

Por otra parte, no podemos soslayar que tanto el marxismo (con sus caricaturas populistas actuales) así como el cristianismo latino necesitan de la pobreza y la marginalidad para existir. La incultura a la que estos sistemas han llevado a sus habitantes hace que igualmente los necesitados los voten en un acto flagrante de clientelismo político. El círculo perverso está en marcha. Los espejos de colores siguen funcionando. Empero, esto no es nuevo. Baruj Spinoza se pregunta por qué las personas que apoyan a un monarca “divino” luchan por su esclavitud como si lucharan por su libertad. Se le atribuye a Voltaire la frase que “La política es el camino para que los hombres sin principios puedan dirigir a los hombres sin memoria”, y las creencias mágicas han sido aliadas fundamentales para ello.

La razón parece obvia: los olvidados necesariamente deberán estar más ocupados en satisfacer sus necesidades básicas y vitales que pensar en una educación esmerada más humanística y profunda que, en definitiva, será aquella que les dé la autodeterminación de elegir su propio rumbo con lucidez evitando caer en manos de poderosos caudillos mesiánicos. Sobreponiéndonos a los rasgos característicos de estas aculturaciones que han sido nefastas para nuestra historia, resignificándolas para obtener lo necesario de ellas, todavía tal vez tengamos alguna oportunidad.


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Sergio Fuster

Filósofo, Teólogo y ensayista.

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