Alberto Fernández y el realismo político

Este próximo martes la Argentina iniciará un largo y duro período de recuperación luego de la destrucción de su economía, la desintegración social, la degradación cultural y la bochornosa sumisión del interés nacional a los dictados de la Casa Blanca causados por el gobierno de Mauricio Macri. Sería superfluo enumerar los tremendos daños ocasionados por el tsunami neoliberal que se descargó sobre este país desde el momento en que el líder de Cambiemos se aposentó en la Casa Rosada. Todos quienes aquí vivimos lo sabemos, y lo padecemos; y también lo conocen en el extranjero. Hemos visto día a día como, a partir del 10 de Diciembre del 2015, se reincidió en la aplicación de una agenda neoliberal que había ya sido ensayado en dos ocasiones y en ambas había concluido catastróficamente. La primera bajo la dictadura cívico-militar y la inspiración de su ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz; la segunda durante la larga década del menemato y el liderazgo ideológico de Domingo Felipe Cavallo. La influencia de este segundo ensayo iniciado en 1989 cuando Carlos Saúl Menem abandona sus veleidades populistas y abraza impúdicamente al neoliberalismo, habría de prolongarse hasta el breve gobierno que le sucedió, la Alianza, en donde también allí la nefasta influencia de Cavallo hizo que ese nuevo experimento terminara en una debacle económica sin precedentes. Luego del interregno del kirchnerismo, cuando se recuperó la economía, comenzaron a restañarse las profundas heridas que la deserción del estado de sus responsabilidades había infligido sobre la vida social, se revalorizaron la cultura, la educación y la labor científica y el país se posicionó con realismo en la gran corriente emancipadora que culminó con el rechazo al ALCA y una nueva inserción independiente en la arena internacional, luego de tan positiva labor, decíamos, se nos vino nuevamente la noche. Más por defectos propios que por virtudes de la derecha ésta y sus mentores, financistas y asesores estadounidenses se encontraron, inesperadamente, con una nueva oportunidad.

Y no perdieron el tiempo. A diferencia de lo que suelen hacer los gobiernos progresistas y de izquierda que salvo excepciones marchan  en puntillas y dominados por un inexplicable sentimiento de culpa provocada por las acusaciones y las difamaciones de la derecha, ésta avanzó de manera arrasadora y sin ninguna clase de escrúpulos republicanos o democráticos. El más duro “decisionismo” del Ejecutivo se puso en práctica de inmediato. En cuestión de días comenzó la persecución de periodistas y de ex ministros y altos funcionarios de los gobiernos kirchneristas; arreció el terrorismo informativo que la oligarquía mediática había venido ejerciendo desde hacía largos años; se sometió la Justicia Federal a los mandatos del ocupante de la Casa Rosada y las “prisiones preventivas” y el “lawfare” se desplegaron a tambor batiente, llegándose inclusive a tener la osadía de pretender nombrar dos jueces de la Corte Suprema por decreto apenas cinco días después de iniciado su gobierno; se arriaron todas las banderas de una política exterior independiente y se asumió con estúpido orgullo el sometimiento a los dictados de Washington y una postura neocolonial. Sin ningún pudor, se designó a los principales CEO de las grandes compañías para que se hicieran cargo de la gestión económica del nuevo gobierno, arrojando por la borda cualquier consideración relativa a la incompatibilidad de funciones o conflicto de intereses que se constituye cuando un gerente de una gran compañía es designado en un altísimo cargo del estado para fijar las reglas a las cuales deberá someterse … ¡su propia empresa! Minucias como estas fueron sistemáticamente subestimadas, cuando no ignoradas, por la prensa hegemónica, cuya responsabilidad en la tragedia argentina debería ser cuidadosamente examinada y, en algunos casos, ser pasible de una demanda en sede judicial.

Afortunadamente, toda esta etapa llegará a su fin en pocas horas más. La herencia que deja este tercer experimento neoliberal cuyo propósito nunca el desarrollo económico y mucho menos la inclusión social es apabullante pero no insuperable. Lo que se hizo fue organizar el saqueo de las riquezas nacionales, garantizar exorbitantes ganancias para las empresas controladas por los amigos del régimen en diversas ramas de la producción y los servicios, promover la concentración del capital y liquidar a las pymes, facilitar la fuga de divisas y la especulación financiera con el manejo del tipo de cambio y las extravagantes tasas de interés, acrecentar el patrimonio de los más ricos y desangrar económicamente a la gran mayoría de la población. La evolución de las cifras de la pobreza demuestra de modo irrefutable el carácter oligárquico de este proyecto. Pero, para honra del pueblo argentino, el saqueo no pudo ser llevado hasta sus últimas consecuencias. La resistencia popular fue permanente. Grandes huelgas generales, paros de los principales sindicatos entre los cuales sobresale la tenaz lucha de los docentes de la provincia de Buenos Aires, la ininterrumpida movilización de las clases y capas populares contra el ajuste, los “tarifazos” y la saludable obstinación de los diversos movimientos sociales para nunca abandonar la calle                    -irreemplazable escenario de confrontación a todo proyecto de este tipo- fueron decisivas para frustrar iniciativas cruciales como las reformas previsional y laboral y repeler el fallo de la Corte Suprema (el “dos por uno”) que beneficiaba a los genocidas y que fuera impulsado por los dos jueces supremos propuestos por el gobierno. La formidable campaña del movimiento de mujeres por el aborto legal, seguro y gratuito fue otra señal enviada al gobierno y que hablaba claramente de un clima de opinión pública abiertamente contrario a sus políticas. La respuesta de la Casa Rosada fue endurecer la represión y aceitar sus mecanismos de propaganda y “neuromarketing político” para fomentar el odio y el temor a quienquiera que se opusiera a sus nefastos designios.

Párrafo aparte merece el monumental endeudamiento contraído por el gobierno sin una proporcional contrapartida traducida en obras públicas – escuelas, jardines infantiles, hospitales, transporte público, caminos, infraestructura, etcétera- o políticas sociales, lo que clama por una cuidadosa auditoría internacional para pagar lo que efectivamente se debe y para reclamar la devolución de los dineros de quienes, favorecidos por su cercanía al poder político,   utilizaron la deuda pública para abultar sus patrimonios. Esta situación evoca otro episodio de la historia argentina que mereció la dura e irónica reacción de Domingo F. Sarmiento cuando, a fines del primer gobierno de Julio A. Roca, en 1885, se refiriera al tema con el siguiente versito: “Calle Esparta su virtud, sus hazañas calle Roma. ¡Silencio que al mundo asoma la gran deudora del Sud! Ciento treinta y cuatro años después lo que el sanjuanino dijera adquiere una patética actualidad. Agravada, porque ni Roca ni su sucesor, Miguel Juárez Celman, tuvieron la irresponsabilidad de contraer deudas a cien años plazo como hizo el gobierno de Mauricio Macri.

Se vienen años duros pero también preñados de fundadas esperanzas. La Argentina comenzará a transitar por otro camino. El hundimiento generalizado del neoliberalismo es irreversible. Su “nave insignia” latinoamericana –el Chile del pinochetismo viejo y nuevo- yace en las profundidades del Pacífico y no habrá quien pueda reflotarlo. Perú, Ecuador, Haití, Honduras y Colombia -¡sí, Colombia, que sólo en 1977 había tenido un paro general, muy acotado, y que en la última semana tuvo tres gigantescos en contra del “paquetazo” neoliberal de Iván Duque- están siguiendo el mortuorio periplo de “la vía chilena” hacia el entierro definitivo del neoliberalismo. En Francia Emmanuel Macron no logra contener la oleada de protestas violentas que conmueven al país desde hace más de un año y que de a poco se van extendiendo por Europa. En Estados Unidos, Donald Trump, el “Gorbachov estadounidense”, está trabajando a destajo y muy eficazmente para liquidar los últimos restos del orden internacional neoliberal construido para su propio beneficio por la Casa Blanca desde fines de la Segunda Guerra Mundial.

Este es, en pocas líneas, el contexto global en el que Alberto Fernández comenzará a gobernar. Ya envió alentadoras señales del cambio de rumbo que tomará su gobierno. Hoy mismo el humor social ha cambiado, de manera notable. La inmensa mayoría del pueblo lo acompañará en su empeño, pero deberá cuidarse de caer en las  dilaciones burocráticas o leguleyas, que no legales, que con tanta frecuencia paralizan los mejores proyectos de los gobiernos. El tiempo juega en su contra, pero a su favor cuenta con muchos elementos como para poder avanzar en la reconstrucción nacional. El pueblo está esperanzado, y eso es un gran capital político al momento de iniciar la marcha. Si actúa con rapidez y resueltamente el respaldo de las grandes mayorías nacionales crecerá aceleradamente, empoderándolo cada vez más para enfrentar con éxito las acechanzas y obstáculos que lo aguardan en la dura travesía que le espera. Ponemos punto final a estas líneas recordando  el consejo que, en momentos como éstos en los cuales la historia pega un súbito viraje, Max Weber formulara en su célebre conferencia “La política como vocación” (1919) y en la cual sentenciara que “en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez.” Ser realistas requerirá intentar lo imposible y perseverar en ese empeño “una y otra vez”. Por el bien de la Argentina ojalá se tome nota del muy oportuno consejo de Weber.

Atilio Borón

Es un politólogo, sociólogo, catedrático y escritor argentino. Doctorado en Ciencia Política por la Universidad de Harvard (Cambridge, Massachusetts). Es profesor de la Universidad de Buenos Aires e investigador del CONICET.