Solía atender a una mujer en sus treintas, era muy habitual su compra de lápiz en tono burgundy y una tarde llegó con su cara magullada, el párpado hinchado y un ojo con hemorragia interna.
“Sin duda, esta mujer va a la cama a cambio de dinero, lo que permitiría, probablemente, y sin más consideraciones, clasificarla como prostituta, pero, siendo cierto que solo va cuando quiere y con quien ella quiere, no es desdeñable la probabilidad de que tal diferencia de derecho deba determinar cautelarmente su exclusión del gremio” son las palabras que usa Saramago en Ensayo Sobre la Ceguera, también es uno de los tantos momentos en que más se me esclarece la fina diferencia entre consentimiento y deseo.
Entrando a mis doce años, empecé a tener una cercanía más real a las mujeres que se dedican a vender lo único que poseen y conocen: su cuerpo. Solía atender a una señorita en sus treintas, era muy habitual su compra de lápiz en tono burgundy y una tarde llegó con su cara magullada, el párpado hinchado y un ojo con hemorragia interna; en mi ingenuidad, decidí preguntarle qué había pasado y contestó “un cliente borracho intentó pasarse de listo y me golpeó”.
Era una niña y me entraban muchísimas inquietudes alimentadas de los rostros apagados y cansados de las mujeres en los pies de escaleras de vecindades sobre la calle Mina, tenía curiosidad por saber por qué se acercaban constantemente un pañuelo a su nariz y si realmente les gustaba andar vestidas con escotes profundos y ropa ceñida que poco las cubrían del frío nocturno. Constantemente me preguntaba cuántos hombres tendrían que pagarles para cubrir sus necesidades de supervivencia, qué pensarán cuando uno se excede de lo acordado [porque a algunas escuché decir “no pagó por ese servicio”], cuántas veces se habrán planteado dejar ese negocio y qué tanto gastarán en thinner o pegamento de contacto para anestesiarse de la realidad.
Posteriormente, con los años, las lecturas y las anécdotas de mujeres que visitaban donde trabajaba, empecé a reflexionar sobre lo fácil que se confunde el consentimiento con el deseo. Es necesario replantearse si realmente hay gusto al compartirse con quien llegue al precio, pese los riesgos que implica exponerse en el estado más vulnerable que tenemos como personas, cuando al negarse se corre el riesgo de que el estómago se pegue a la columna y haga autofagia.
Consentir es aceptar y desear es apetecer. Hay quienes acceden sin gusto a interacciones corporales simplemente para asegurar algo que se considera superior, ya sea unas monedas, la tranquilidad o la seguridad. Sin embargo, no se debe condenar a las personas [en su mayoría mujeres] que deciden recurrir informalmente a su cuerpo para sobrevivir, cuando son los privilegiados por el sistema quienes deberían ser juzgados por aprovecharse del hambre ajena. Pese que no se niega la existencia de las que podrían dedicarse a eso por deseo y no solamente por necesidad, la realidad de 8 de cada 10 mujeres es otra.
Ante la irregularidad, las que se dedican a hacer estos favores se han encontrado violentadas e impedidas de denunciar a sus agresores, por la doble victimización que sufren cuando van a presentar querellas. A diferencia de países como Francia, Noruega, Canadá, Finlandia y Suecia que han presentado posturas abolicionistas ante la prostitución, aun así, ofrecen medidas de protección a las personas que se animan a dedicarse a ella.
En un México donde las estructuras no han permitido que las niñas lleguen a una adultez donde puedan cumplir sus anhelos o mínimo saber que es posible, es doloroso que haya mujeres que dicen “acepto” mientras piensan “pero no quiero”.
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