A propósito de la conciliación kantiana entre legalidad y moralidad. Reseña de Sobre la paz perpetua

“Desde el punto de vista político, legalidad y moralidad jamás coincidirán. Nunca alcanzaremos el ideal a perseguir”


Precedentemente a la publicación de Sobre la paz perpetua —o, quizás mejor, Hacia la paz perpetua— en 1795, ya algunos autores habían puesto encima de la mesa la aporía a la que este tratado pretende dar solución. Si la constitución del Estado tiene su origen en una suerte de contrato social con el fin de evitar la lucha de todos contra todos, al modo hobbesiano que Kant secunda, ¿qué sentido tiene que los diferentes Estados que conforman el “globo” sigan perviviendo en dicha situación? ¿Qué sentido tiene que los individuos eviten las “guerras internas” a través de acuerdos, pero que se topen siempre en la posibilidad de sumergirse en una “guerra externa”? Reseñablemente, Rousseau fue uno de los autores que pusieron de manifiesto esta situación. Aunque no será precisamente el francés el que busque darle una solución; al menos en “sentido cosmopolita”. Sí lo intentarán, en el XVIII, autores como el abad de Saint-Pierre. Pero lo que aquí nos presenta Kant, a diferencia de trabajos anteriores, es una propuesta donde derecho, ética y política se encuentran indisolublemente amalgamados. No se trata de instaurar la paz a cualquier precio, mediante una suerte de negociación posbélica —que, por otra parte, terminaría conduciendo tarde o temprano a un nuevo conflicto—, sino de actuar conforme a la moral. Por las buenas razones, formalmente. 

Lejos de los postulados rousseaunianos, el humano no es por naturaleza un ser bondadoso, sino un ser “insocialmente sociable” donde anidan toda una serie de “tendencias egoístas” que alcanzan su máximo esplendor en la guerra. “La guerra es, ciertamente, el medio tristemente necesario en el estado de naturaleza para afirmar el derecho por la fuerza”. Mientras el “estado de paz” no sea instaurado, siempre acechará la guerra en ese estado de naturaleza en que se encuentran los Estados. Es imperativo de la razón el salir de ese estado de naturaleza, no a través de ningún tratado de paz de esta o aquella guerra, sino de la posibilidad de guerra misma. Ahora bien, si el problema que Kant tiene entre manos es entre Estados, la solución únicamente podrá emanar de “un pacto entre los pueblos” que, asimismo, se debe traducir en una “federación de la paz”. De lo que se trata es, en definitiva, de terminar con la posibilidad misma de la guerra. Puesta de manifiesto esta declaración de principios, entendemos que lo que Kant se propondrá en este opúsculo es la “investigación de las «condiciones de posibilidad» de tal meta”.

Buena cuenta de las sendas hacia las que quiere dirigirse Kant dan los seis primeros artículos preliminares que el filósofo considera conditio sine qua non para la consecución de una paz perpetua. La diferencia entre aplazar la guerra e imposibilitarla se muestran aquí presentes. Entre ellos estarán la abolición de los ejércitos permanentes o la prohibición de intervenir en Estado ajeno. Unos requisitos, estos, en los que ya podemos comenzar a constatar la estrecha vinculación que une política con moral. Más tarde ya se propondrán los que se consideran tres artículos definitivos para la instauración de la paz perpetua en los Estados. O, dicho en otras palabras, las tres condiciones para la inclusión de los Estados en la federación cosmopolita —una incorporación que, como no podía ser de otra forma en Kant, ha de ser voluntaria—. Estos son: la posesión de una constitución republicana —con todo lo que “constitución republicana” conlleva para Kant—, la fundamentación del “derecho de gentes” en una federación de Estados libres y la limitación del ius cosmopoliticum a un “derecho de hospitalidad”. Con esta estructura, marcadamente en el segundo y tercer punto, Kant incorpora a la teoría del derecho una configuración tripartita:  

“De los tres artículos definitivos del imaginario tratado de paz perpetua, el primero, según el cual la constitución de todo Estado debe ser republicana, incumbe al derecho público interno; el segundo, por el cual el derecho internacional debe basarse en una federación de Estados libres, pertenece al derecho público externo; el tercer artículo, sin embargo, corresponde a una especie inédita”.

Se muestra aquí necesaria la instauración, más allá del “derecho de gentes” (Derecho internacional), de un ius cosmopoliticum como la única opción que podría terminar “definitivamente con el estado de naturaleza”. Hay que construir un nuevo ius encargado de la organización de los distintos individuos del planeta, de la “humanidad”, completamente al margen de los Estados. Basado en la posesión colectiva de la superficie del “globo”, este derecho cosmopolita es limitado a un “derecho de visita” de los individuos. A un respeto negativo por el visitante que, ya posteriormente, podrá ser regulado por cada Estado según sus criterios.

Este es un derecho de ciudadanos del mundo en el que Kant se cuidará de defender la proclamación de un Estado mundial unificador. La soberanía interna de cada Estado no se pone en cuestión (más allá de las mencionadas condiciones) y cada cultura ha de respetarse. No se trata de constituir un Leviatán universal. Así, “en vez de la «idea positiva de una república mundial» se trata del «sucedáneo negativo de una federación protectora de la guerra»”. Vemos de este modo cómo la posibilidad de una paz perpetua —que poco a poco ya se comenzará a desvelar como ideal regulativo, como horizonte inalcanzable— se vincula directamente a la conformación de una federación mundial de Estados. La cual, a su vez, se topará configurada por el susodicho derecho cosmopolita, del que Kant no dará muchas pistas más allá del mentado derecho negativo de visita o libre circulación de los individuos. Estamos, entonces, ante un objetivo cuyo intento de consecución es mandato moral y cuya garantía reside en una filosofía de la historia basada en la confianza en el progreso.

Presentada muy someramente la propuesta kantiana podemos centrarnos en un aspecto de la misma de gran importancia. Este será la relación presentada, con abundantes aires estoicos, entre ética y política. Y es que, como hemos dicho, el mismo punto de partida kantiano ya se encuentra bajo la jurisdicción de la moral: el deber establecido por la propia razón de evitar la guerra. Breve pero iluminadora caracterización de ambas dará el de Königsberg en el Apéndice: “La política dice: «sed astutos como la serpiente». La moral añade […]: «y cándidos como las palomas»”. Si por moral Kant entiende al “conjunto de leyes incondicionalmente obligatorias según las que debemos actuar”, la política será arte, técnica o habilidad. Si la primera es “teoría del derecho” teorética, la segunda es práctica. De lo que se trata, podemos ver, es que la paloma guíe a la serpiente, no mediante la imposición de preceptos materiales, sino a través de la señalización del camino y sus límites (camino que ha sido presentado precedentemente). Enfocada desde este prisma la cuestión, nos dice Kant, no hay “objetivamente” ningún conflicto entre ética y política. Asunto distinto será si nos topamos con la visión egoísta del “moralista político”.

El “político moralista” y el “moralista político” son las dos figuras que Kant contrapone a fin de ilustrar el problema que presumiblemente es óbice para la consecución de la federación interestatal que conduzca a la paz perpetua:

“La primera es la del «político moral», es decir, aquel que, debiendo ejercer la sagacidad política, trata de que sus máximas resulten coherentes con la Moral. La segunda es la del «moralista político», que, en la misma situación, forja una moral acomodaticia favorable al gobernante”.

Lo que este texto buscará Kant es, precisamente, resaltar la primera de estas figuras como la encarnación de la posición que propugna: “aspirad ante todo al reino de la razón pura práctica y a su justicia y vuestro fin (el bien de la paz perpetua) os vendrá por sí mismo”. El quehacer del político que busque la paz perpetua ha de estar motivado por el reconocimiento del deber moral. Ha de buscar la configuración de la federación de Estados, el ius cosmopoliticum que va más allá del “derecho de gentes”, que conduzca a la paz perpetua bajo la forma del imperativo moral. Esta es la idiosincrasia que representa el “político moral” frente a la “moral útil” que abandera el “moralista político” para satisfacer los intereses del “hombre de Estado”.

Dada ya por supuesta la no confrontación “objetiva” entre Moral y Política se dedicará nuestro autor a pergeñar el principio formal, moral, por el que debe regirse la política. Entendemos, con esto, que el conocido imperativo categórico —que Kant llega a formular en esta obra— asienta su praxis en la base de todo actuar humano. Es el pilar, como venimos diciendo, del que emana la obligación de la búsqueda de la paz perpetua. Ahora bien, si del proceder político y jurídico es de lo que hablamos, Kant proporciona la que denomina “fórmula trascendental del derecho público”: “Son injustas todas las acciones que se refieren al derecho de otros hombres cuyos principios no soportan ser publicados”. Insiste, pues, Kant tras haber ya hablado de la necesidad pública de los filósofos, en su ataque a los secretismos de Estado. Así, con esta máxima moral, se aclararían, dice Kant, numerosas cuestiones: tanto a nivel del “derecho político” (ius civitatis) —donde afirma la injusticia de la rebelión de un pueblo queda ratificada—, del “derecho de gentes” y del “derecho cosmopolita” (ius cosmopoliticum). Ahora bien, como vemos, este principio es meramente negativo. Por tanto, no se sigue que lo compatible con la publicidad sea justo, sino que lo incompatible es injusto. Mas Kant terminará proporcionando, aunque no lo desarrolle, un principio positivo: “Todas las máximas que necesitan la publicidad (para no fracasar en sus propósitos) concuerdan con el derecho y la política a la vez”. Este principio se postula, así, como garante de transparencia y libre de injusticias y engaños. Como lo que debería, para Kant, ser “la forma de la legalidad en general”.

La propuesta kantiana imbrica Moral y Política de tal modo que “la verdadera política no puede dar un paso sin haber antes rendido pleitesía a la moral”. La exigencia moral es el motor que ha de poner en funcionamiento a la maquinaria política con el fin de constituir una federación de naciones que evite la guerra. La concesión de la libertad, en última instancia, tan sólo podrá llegar de la mano de la creación de este nuevo “estado jurídico” cosmopolita. Y, así, “el acuerdo de la política con la moral sólo es posible en una unión federativa (que es necesaria y está dada a priori según los principios del derecho)”. Este anhelado acuerdo, por consiguiente, únicamente será cuando la procura del “derecho cosmopolita” sea efectiva; asumiéndose de esta forma los mandatos morales. Ahora bien, como sabemos, asunto harto distinto lo topamos con la vinculación de la moralidad con la legalidad. Asunto, este, utópico que sólo halla su referencia en un reino de fines siempre por conquistar. Desde el punto de vista político legalidad y moralidad jamás coincidirán. Nunca alcanzaremos el ideal a perseguir. Pero esto, nos dice Kant, no ha de desanimar —para ello bien ha mostrado ese garante que es la “providencia”— ni mucho menos disculpar el no cumplimiento del deber moral. Esto es, la inagotable búsqueda de la paz perpetua a través del sendero en este opúsculo dibujado.

Alejandro Villamor Iglesias

Es graduado en Filosofía con premio extraordinario por la Universidad de Santiago de Compostela. Máster en Formación de Profesorado por la misma institución y Máster en Lógica y Filosofía de la Ciencia por la Universidad de Salamanca. Actualmente ejerce como profesor de Filosofía en Educación Secundaria en la Comunidad de Madrid.

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