Vivimos tiempos difíciles. Tiempos donde las palabras se han vuelto vacías y las promesas se desvanecen como el humo. Estamos atravesando lo que los filósofos llaman un “interregno: ese momento histórico donde lo viejo ya no funciona, pero lo nuevo aún no ha nacido. Es el espacio entre dos mundos, donde la incertidumbre reina y donde un pueblo noble como el nuestro se debate entre la esperanza y el desaliento.
Durante estos años, hemos visto cómo la “entropía” -ese desorden que todo lo consume- se ha apoderado de nuestras instituciones. Como una enfermedad silenciosa, ha penetrado cada rincón del Estado, convirtiendo lo que debería ser orden en caos, lo que debería ser servicio en capricho, lo que debería ser liderazgo en improvisación. Los ministerios funcionan como feudos personales, donde la ideología se impone sobre la razón y donde las decisiones se toman no pensando en Colombia, sino en mantener un relato que cada día convence a menos gente.
Vemos con dolor cómo las instituciones que construyeron nuestros abuelos se desmoronan bajo el peso de la incompetencia disfrazada de revolución. La economía se tambalea mientras se inventan impuestos que ahogan al que trabaja y produce. La seguridad se deteriora mientras se abraza a quienes sembraron terror durante décadas. La educación se ideologiza mientras nuestros jóvenes necesitan oportunidades reales, no discursos vacíos.
Pero en medio de esta oscuridad, algo poderoso está germinando. En los “ciernes” de una nueva conciencia nacional, millones de colombianos honestos están despertando. Ya no se conforman con promesas rotas ni con líderes que dividen en lugar de unir. Ese despertar se siente en las calles, en las conversaciones, en la mirada de quienes han decidido que ya basta de mediocridad disfrazada de cambio.
Colombia está cansada de ser dirigida por quienes ven enemigos donde deberían ver compatriotas. Estamos hartos de políticos que llegaron prometiendo esperanza y trajeron más de lo mismo: corrupción con nueva etiqueta, autoritarismo con sonrisa populista, y división donde necesitábamos encuentro. El pueblo colombiano merece líderes que unan, no que separen; que construyan, no que destruyan; que inspiren, no que siembren odio.
Este momento histórico nos recuerda la salida del pueblo de Israel de Egipto. Allí también había un pueblo que sufría bajo un sistema que los oprimía, que los mantenía en la esclavitud de la desesperanza. Pero apareció un liderazgo que no buscaba perpetuarse en el poder, sino liberar a su gente y llevarla hacia la tierra prometida. Moisés no se quedó como faraón; cumplió su misión y entregó el bastón a quien correspondía.
Colombia necesita urgentemente líderes con esa grandeza. Líderes que no lleguen al poder para quedarse, sino para servir y transformar. Que no busquen dividir entre “nosotros” y “ellos”, sino que entiendan que todos somos Colombia. Que no ideologicen cada decisión, sino que pongan el bienestar común por encima de sus obsesiones personales.
El interregno que vivimos no es eterno. Los pueblos que han sabido reconocer estos momentos críticos han logrado salir fortalecidos, pero solo cuando han tenido el valor de cambiar lo que no sirve y abrazar lo que sí funciona. No necesitamos revoluciones violentas ni experimentos ideológicos. Necesitamos revolución moral, liderazgo ético, y gobernantes que entiendan que su trabajo es servir, no ser servidos.
Jóvenes colombianos: ustedes son la clave de esta transformación. No se dejen engañar por discursos que prometen paraísos imposibles a cambio de su libertad. La historia está llena de tiranos que llegaron al poder prometiendo el cielo y entregaron el infierno. Ustedes merecen oportunidades reales, empleos dignos, educación de calidad, y un país donde puedan construir sus sueños sin tener que emigrar.
Empresarios, trabajadores, campesinos, profesionales: todos tenemos un papel en esta transformación. No podemos seguir esperando que otros resuelvan lo que entre todos debemos construir. La democracia no es solo votar cada cuatro años; es participar, es exigir, es no conformarse con migajas cuando merecemos el banquete completo.
La entropía que hoy nos consume puede revertirse. El desorden no es destino, es decisión. Cuando un pueblo decide que ya no acepta la mediocridad, cuando exige líderes a su altura, cuando participa activamente en la construcción de su futuro, los milagros suceden. Y Colombia está lista para ese milagro.
En estos ciernes de nueva esperanza, vemos surgir voces que no dividen sino que suman, líderes que no destruyen sino que construyen, propuestas que no empeoran sino que mejoran la vida de la gente. El país está despertando de este mal sueño ideológico y está listo para un liderazgo que esté a la altura de su grandeza.
Colombia no necesita más experimentos. Necesita gobiernos serios, instituciones fuertes, y líderes que entiendan que su gloria no está en perpetuarse en el poder, sino en dejar un país mejor del que recibieron. Necesitamos políticos que hablen con la verdad, aunque duela, en lugar de endulzar los oídos con mentiras que solo empeoran los problemas.
El momento del cambio real se acerca. Este interregno doloroso que vivimos está llegando a su fin. Pero depende de nosotros, de cada colombiano comprometido con el futuro de esta patria, que ese cambio sea hacia adelante y no hacia un abismo mayor.
La historia nos juzgará por lo que hagamos en estos momentos decisivos. Nuestros hijos nos preguntarán si tuvimos el valor de decir “no más” cuando era necesario, si supimos distinguir entre verdaderos líderes y falsos profetas, si fuimos capaces de salir de este Egipto moderno hacia la tierra prometida que Colombia puede y debe ser.
“El amanecer siempre llega después de la noche más oscura, y Colombia está a punto de despertar”.
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