“El tal pacto histórico no fue un pacto ideológico, fue un pacto con el diablo. Y puede que no sea nada nuevo en la tradición política colombiana, lo que defrauda a los votantes es que la propaganda del “gobierno del cambio” resulto ser engañosa, con prácticas de corrupción mucho peores que las que anuncio iba a erradicar”.
Desde aquel improvisado consejo de ministros, se ha profundizado el repudio de gran parte de la ciudadanía y de sectores cercanos a Gustavo Petro frente a la influencia y presencia de Armando Benedetti en el gobierno del “cambio”. Más allá de las conductas de violencia intrafamiliar y de adicciones por las que se le acusa, las críticas tienen que ver con el hecho que se trata de un personaje al que se asocian los antivalores de la política.
La persistencia de Petro en sostenerlo dentro de su gobierno no parece ser fortuita. Tiene claro que sin Armando Benedetti no hubiera logrado llegar a la casa de Nariño. Fue él quien pudo asegurarle los apoyos económicos y las alianzas electorales apelando a su experiencia para moverse en el fango de la política, mediante intrigas, acuerdos debajo de los manteles y compromisos no santos.
A estas alturas no se puede exigir ética a un gobernante que, según ha quedado en evidencia por los últimos escándalos, desde los días de su campaña se ha guiado por la máxima según la cual “el fin justifica los medios”. Por el poder haz lo necesario, aconsejó Nicolas Maquiavelo, representante del realismo político.
En esa discusión teórica acerca de la ética que debe practicarse para acceder al poder y sostenerse, está bien referirme a Max Weber, quien cataloga de niños, desde el punto de vista político, a quienes no vean que para llegar al poder se debe hacer un pacto con el diablo. En palabras de este autor: “también los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo se regía por demonios y que quien se mete en política, es decir, quien se mete con el poder y la violencia como medios, firma un pacto con los poderes diabólicos, y sabe que para sus acciones no es verdad que del bien solo salga el bien, y del mal solo el mal, sino con frecuencia todo lo contrario”
Por simplicidad podemos suponer que, en el momento en que una persona queda cegada por la ambición de acceder al poder y participar de los privilegios y prestigio que puede otorgársele, declina sus principios morales y fundamentos ideológicos, siendo capaz de “santificar” las conductas más reprochables.
El tal pacto histórico no fue un pacto ideológico, fue un pacto con el diablo. Y puede que no sea nada nuevo en la tradición política colombiana, lo que defrauda a los votantes es que la propaganda del “gobierno del cambio” resulto ser engañosa, con prácticas de corrupción mucho peores que las que anunció iba a erradicar.
En la recta final de su mandato, ya sin máscara, en esa lucha por el poder desafía tanto a opositores como a sus propios seguidores para ratificar el pacto con el diablo y salvar los muebles.
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