“Todos buscamos a tientas sitios donde el miedo duerma porque todo se reduce a nuestro miedo a sufrir. Todos buscamos un dios, un más allá, una vida eterna porque todo se reduce a nuestro miedo a morir,”
Nach- Urbanologia.
Si miramos hacia atrás, en el curso de la evolución, algo que destaca es la capacidad humana para crear. A lo largo de la historia, hemos diseñado herramientas para «facilitar» nuestras vidas, para hacer que esta aventura que es vivir sea más «llevadera». A esas herramientas las llamamos tecnologías. Pero, en un giro curioso, decidimos que la herramienta más poderosa sería una que pensara por nosotros, llamada Inteligencia Artificial (IA), sin darnos cuenta de que no podemos suplantar la verdadera inteligencia: la inteligencia emocional
Lo interesante es que, al final, parece que lo que realmente buscamos con todos estos avances no es tanto mejorar nuestra calidad de vida, sino demostrar quién tiene el coeficiente intelectual más alto. Queremos impresionar, mostrar cuán brillantes somos, y de ahí nacen las luchas por destacar, por exhibir una inteligencia fría y calculadora. Y aunque suene irónico, parece que al final hemos creado herramientas para nuestra propia destrucción. Hoy vivimos en una guerra de egos, una batalla de inteligencias racionales luchando por el poder.
Si me preguntan qué es el poder, siempre contesto lo mismo: «La verdadera inteligencia no está en la razón, sino en el control de las emociones». Las decisiones más sabias nacen del equilibrio emocional. No se trata solo de reconocer lo que sentimos, sino de procesarlo y actuar desde un lugar de conciencia. La razón, ubicada en el neocórtex, es la que cubre el sistema límbico, nuestra fuente de emociones. Es el balance entre ambos lo que nos permite tomar decisiones que no solo nos beneficien a nosotros, sino a los demás. Porque, aunque a veces lo olvidemos, somos seres profundamente interconectados, y dependemos unos de otros: el vecino, el psicólogo, el abogado, el indigente, el presidente, el perro, las plantas… Todos somos parte de un mismo ecosistema, de una red de relaciones mutuas.
Para mí, el primer pilar de la verdadera inteligencia emocional es el amor propio. Cuando nos amamos de verdad, cuando nos damos el valor que merecemos, las decisiones que tomamos son mucho más saludables para nosotros. Esto quiere decir, por ejemplo, no consumir sustancias que nos hagan daño, cuidar nuestra salud, no reprimir nuestras emociones, sino expresarlas. Y lo más importante: escucharnos a nosotros mismos.
El segundo pilar es el amor al prójimo, pero no solo me refiero a las personas. El amor debe extenderse a todos los seres vivos, con la misma esperanza de reciprocidad con la que deseamos ser tratados. El verdadero amor se demuestra en nuestra capacidad de empatizar con el otro, sin importar su raza, estatus o especie.
Y el tercer pilar, el más difícil de todos, es la humildad: la capacidad de reconocer nuestros errores. Aceptar que, a veces, las decisiones que tomamos no solo afectan nuestras vidas, sino que también pueden dañar a otros. Esta humildad solo puede existir cuando practicamos el perdón. Perdonarnos a nosotros mismos y a los demás es lo que cierra un ciclo y nos permite pasar a la acción, a la reparación de lo que se ha roto.
Con estos tres principios, ya no necesitamos alzarnos en armas para resolver nuestras diferencias. En lugar de luchar, podemos alzarnos con sonrisas, abrazos y gratitud. Porque, al final, nuestra verdadera patria es el planeta, y es nuestra responsabilidad cuidarlo, impulsarlo hacia adelante, sin tropezar con el enemigo más grande que enfrentamos: nosotros mismos.
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