El reciente estreno de la película Gravity, en la que dos astronautas sufren un accidente y se encuentran en una situación muy peligrosa en un ambiente más que hostil, por llamarlo de alguna manera, ha vuelto a poner de moda ese asunto de las catástrofes espaciales que tanto tirón suele generar en lo que a espectáculo se refiere.
Independientemente de los atentados contra las leyes de la física, poco importantes desde la perspectiva del cine de entretenimiento, la muerte como compañera sombría que acecha a los astronautas y espera su más mínimo error para entrar en la partida es un tema que dista mucho de ser ficción; desde que el ser humano comenzó su carrera espacial, ha sido parte del juego.
El primer gran desastre ocurrido en la historia de la cosmología fue el de la nave soviética Soyuz 1, lazada el 23 de abril de 1967 y tripulada por el coronel Vladimir Mijáilovich, quien murió al estrellarse la nave en su viaje de regreso a la Tierra un día después.
No fue la única desgracia ocurrida a los soviéticos; cuatro años después, en 1971, la Soyuz 11 hizo un amerizaje perfecto tras haber sido la primera misión a una estación espacial, la Salyut 1, y haber batido sus tripulantes el récord de permanencia fuera de la Tierra. Se trataba de los cosmonautas Vladislav Vólkov, Georgi Dobrovolski y Viktor Patsayev quienes, a pesar de que todo parecía haber salido bien desde la perspectiva de un observador curioso y ajeno a la misión, fueron encontrados muertos por asfixia. A sus hazañas habría que añadir, desde ese momento, la de haber sido los primeros seres humanos en haber experimentado una exposición directa al espacio exterior por culpa de un fallo en las válvulas de presión de la nave.
En Estados Unidos, las tragedias de los transbordadores espaciales Challenger, en enero de 1986, que sufrió una explosión segundos después del despegue; y Columbia, en febrero de 2003, desintegrado al regresar a la atmósfera, condenaron a catorce personas, el total de las dos tripulaciones.
En otras ocasiones, el peligro extremo derivó en final feliz, como la famosa misión Apolo 13, también llevada al cine en su día y de la que todo el mundo recuerda aquella frase, “Houston, tenemos un problema”. Lanzada en abril de 1970, la nave no pudo alunizar por culpa de la explosión de un tanque de oxígeno dos días después del despegue, lo que provocó un angustioso viaje de regreso para sus tripulantes y quienes eran responsables de sus vidas en la Tierra.
La tragedia siempre ha sido una de las variables con alto índice de probabilidad en toda misión espacial; muestra de ello es el discurso que le fue preparado al presidente Richard Nixon en caso de que la misión Apolo 11, la primera en pisar la luna, en julio de 1969, no tuviera el éxito deseado. El texto no salió a la luz hasta el año pasado, coincidiendo con la muerte de Neil Armstrong, el primero en dar ese pequeño paso para el hombre, pero gran salto para la humanidad.
El discurso había sido redactado por William Safire, columnista del New York Times y premio Pulitzer; se trataba de dos páginas destinadas a consolar a los millones de personas que estarían asistiendo en directo a la gran tragedia que sería contemplar cómo dos de los tres astronautas de la misión, Armstrong y Aldrin, quedaban varados en la Luna sin poder regresar al módulo de mando en que les aguardaba Michael Collins para volver a casa: “El destino ha ordenado que los hombres que fueron a explorar la Luna permanezcan allí para descansar en paz”.
El texto de Safire insistía en la heroicidad y el valor de las grandes acciones: “Estos valientes hombres –Neil Armstrong y Edwin Aldrin—saben que no hay esperanza para su recuperación, pero también saben que hay esperanza para la humanidad en su sacrificio”, por todo lo cual “serán llorados por la Madre Tierra, que se atrevió a mandar a dos de sus hijos hacia lo desconocido”.
Las frases finales decían que “todo ser humano que mire a la Luna en las noches venideras, sabrá que hay algún rincón de otro mundo que será siempre para la humanidad”. Tras finalizar el discurso, se cerrarían las comunicaciones y un sacerdote oficiaría el funeral en memoria de los fallecidos.
A pesar de todo, la realidad quiso imitar, en aquella ocasión, el estilo hollywoodiense basado en finales felices.
Todo lo dicho nos hace tener presente que la vida, y sus misiones espaciales, no están escritas por guionistas que pueden salvar a sus protagonistas para agradar a un público ajeno a las leyes de la Naturaleza…
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