Explicaba en clase los límites constitucionales a la libertad de expresión. En principio, este derecho significa la posibilidad de decir cuánto se piensa o se cree, a través de diferentes medios (prensa, radio, redes sociales o tv) sin que opere la censura o se generen restricciones estructurales que conduzcan al emisor a guardar silencio. Sumado a esta primera posición, se aclaró que el derecho a la libertad de expresión, al igual que todos los demás derechos fundamentales, no son absolutos en sí mismos, y por lo tanto resulta razonable y necesario fijarle unos límites. Para el caso concreto, propuse los límites convencionales y jurisprudenciales de no permitir que a través del derecho a decir lo que se quiera, pueda hacerse propaganda al odio o incitar a la violencia étnica, racial o de género. ¿Se puede entonces decir cuánto se quiera en nombre de la libertad de expresión? Absolutamente no. La libertad de expresión no puede superar la integridad básica de los sujetos o el desarrollo de una vida social en el interior de un régimen democrático. En el marco de esta exposición me interpela un estudiante con estos términos: “lo que usted dice suena muy bonito en clase pero todo esto es una ficción en el mundo real.” Desconozco la vivencia real y personal de mis estudiantes. Hay tantas heridas abiertas a la hora de hablar de derechos en una sociedad como la nuestra, que puede ocurrir que a muchos, al igual que a mi alumno, los derechos humanos, los derechos fundamentales o las libertades individuales limitadas les resulte ser una entelequia, una burbuja teórica incapaz de superar el aula de clase. Pero no escribo esta situación para exponer a mi estudiante, y menos aún para ofrecer un juicio en su contra. Es cierto que un comentario así resulta, cuanto menos, desafiante y crítico. Pero también una oportunidad pedagógica para recordar y reivindicar la función social de lo que exige ser profesor en un contexto donde vemos la vida, la realidad y la sociedad a través de una lente normativa. La realidad supera la teoría; y ocurre que existen prácticas que trazan un océano entre lo que dispone la norma y la vida cotidiana en las instituciones. Pero es ahí donde radica la esencia ética de lo que debe hacer un docente: no permitir que la realidad desajustada transforme el discurso. No se puede renunciar a enseñar el deber ser; no se puede permitir que desde el aula se crea que no tiene sentido enseñar la norma que propone respeto porque en la calle se atropella, se insulta y se utiliza la voz de la libertad de expresión para hacer del odio y el señalamiento una ponzoña con la que crecimos y vivimos. El aula tiene que ser espacio para proponer un mundo diferente, y los procesos de enseñanza tienen que generar una cultura de cambio. Que tiene lugar en lo micro, en lo cotidiano. Desde el aula no se cambia el mundo, pero se transforma la vida de quienes compartimos un espacio común vinculados por la dualidad enseñanza/aprendizaje. Quien habla debe ser consciente de la responsabilidad de crear vida, reparar o sanar a través de la palabra. Porque la palabra, como el fuego o la pólvora, es capaz de transformarlo todo.
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