“Pongo, dentro de lo posible, la lógica de lo visible al servicio de lo invisible”, resume en gran parte el pensamiento inmerso en la obra de arte del pintor francés Odilon Redon, precursor del surrealismo y uno de los más grandes exponentes del simbolismo.
No recuerdo cómo ni cuándo llegué a este artista francés (1840-1916), que pasa del simbolismo al surrealismo sin ambages, recuerdo, eso sí, que fue una de sus obras la que atrajo mi atención: “Cabeza de mártir posada sobre una copa“ (1877), un dibujo al carboncillo donde el autor se muestra marcadamente simbolista, donde ese “alguien que pudo ser” pareciera contemplar un sueño, donde la presencia sola de la cabeza -tan presente en este periodo que el propio autor denominó “Los Negros”, y que duraría casi 20 años- pareciera bastarle para representar al hombre de entonces y de siempre, una manera de encarnar el inconsciente, acaso la lógica irracional, del hombre puesto en el plano de un mundo que aún no es capaz de comprender.
“El ala impotente no eleva a la bestia en esos negros espacios”, llegó a él ante la muerte de su hijo y de su hermana, no puede ser coincidencia que estos trazos negros copen su mente constantemente, ahí esas cabezas cercenadas de los cuerpos parecen expresar algo, por eso, quizá tenuemente, les aparece una sonrisa. Aunque recalca que en ese color pareciera no habitar nada más que la vida como en una tosca radiografía, por eso dice que el negro “es el color esencial… Hay que respetar al negro. Nada lo prostituye, No gusta a los ojos y no provoca ninguna sensualidad”. Por ello, mientras París celebraba el color y los trazos del impresionismo, Redon seguía regodeándose en sus negros.
Como artista, habita también en él la contradicción, puede que en los negros no haya sensualidad, pero hay un ligado dramatismo imposible de ocultar, no sin razón ilustra Les Fleurs du mal de Baudelaire, se obnubila por la obra de Allan Poe y también hace ilustraciones de sus obras, admirador de Goya a quien le dedica varias de sus pinturas, sin dejar de mencionar la influyente amistad del botánico Armand Clavaud a quien le dedicó un álbum de grabados, o la admiración profunda por Charles Darwin quien lo inspiró para crear esos seres fantásticos, como la araña que se muestra sonriente en un plano perfectamente aterrador.
El nacimiento de su segundo hijo lo llevaría nuevamente al color, “He descubierto, teniendo los ojos bien abiertos a las cosas, que la vida que desplegamos puede revelar también alegrías”, en 1890, casi que tardíamente, dirían quienes con el peso de la modernidad ponen temporalidades al mundo de la creación, se impone en Redon la magia del color. El carbón cede a la acuarela y al óleo, inclusive esas cabezas mutiladas aparecen en tonos azules para alcanzar su propia gloria.
“El pintor que ha encontrado su técnica no me interesa en absoluto. Se levanta cada mañana sin pasión y, tranquila y apaciblemente, prosigue su labor que comenzó la víspera. Le supongo un cierto aburrimiento propio del obrero virtuoso que realiza su trabajo sin esa chispa divina, ese instante de dicha. No experimenta el momento sagrado cuya fuente está en el inconsciente y en lo desconocido; no espera nada de su obra. Yo amo lo que nunca ha existido”, por eso Redon está en continuo ensayo, experimentando con esos colores a los que voluntariamente había renunciado, utilizando técnicas nuevas o recurriendo a lo clásico, aparecen nuevamente las figuras mitológicas, las ondinas y las cabezas, y quien lo creyera, hasta las mariposas y las flores como en un afanado vitalismo que busca sobreponer el ánimo por sobre todas las cosas.
A Odilon Redon
La sonrisa que muestra Polifemo viendo dormir a Galatea delata tu interés -acaso también una rara araña de 10 patas que camina más que ver –
Yo soy el ánimo de esa cabeza de mártir que pareciera ver su posición con el ojo entreabierto y con los labios hundidos para no decir nunca absolutamente más nada…
Y tu parecieras ser las alas negras que acompañan cuerpos de Pegaso y de Pensadores en trance de sueño.
Con los ojos cerrados -que van del negro perpetuo al añil de tus fantasías –
nos conduces de la mano a soñar con fondos de oro,
a ser naturalezas muertas en jarrones chinos
o quizá el gato dormido al que le sobrevuelan mariposas…
En un rincón de un gran museo pende uno de tus cuadros,
y yo me regodeo de pasar por él
para luego perderme entre la multitud.
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