“Quizás lo único real que nos suceda en la vida sea el nacer y el morir… y ambas cosas las hacemos en completa soledad…”
“¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido,
y sigue la escondida senda,
por donde han ido los pocos sabios
que en el mundo han sido!”
(Fray Luis de León: Oda 1, lira 1)
En cualquier argumentación sobre la soledad, rescatamos dos formas: la física, que es cuando estamos solos en un espacio relativo y el comunicacional. Mientras la primera, como se dijo, es relativa, la segunda es imposible. ¿Es que entonces no existe la soledad? Sí, sí que existe. Sin embargo, que no podamos ver o saber de otro por la distancia, la vastedad del mar o la del cosmos, no quiere decir que estemos realmente solos alguna vez. En cuanto a la soledad comunicacional decimos que es imposible e, incluso, que lo fue también para un eventual Adán ya que, aun sin Eva, estaba comunicado con Dios. Nosotros, estemos donde estuviéramos, pensamos en un determinado lenguaje que pertenece a una comunidad lingüística que induce un cierto sesgo cultural y que nos une, comunicacionalmente, con el resto de la Humanidad… y sin embargo, la soledad es algo que efectiva y a veces dolorosamente, se siente, se vive. Es algo que padecemos, que nos acontece y que, evidentemente, nos pasa a nosotros y deja fuera a los demás… y que es por eso que se llama “soledad”. Estar solos, como el sol. La palabra “sol” nos viene de la raíz indoeuropea “sawel”. “Solo” tiene una raíz parecida: “swe”. Tenemos del sol, “solio” que es el “sitial”, el sitio solitario del sol en el cielo. En el presánscrito tenemos la raíz “Sw” que quiere decir “dar vida” y que termina en el sánscrito “Swrya”. Este enredo de etimologías ilumina un sendero cultural siempre presente: soledad se relaciona fuertemente con el sol y su don de dar vida y se ha visto una imagen de la soledad en el sol y no en la luna o en las estrellas.
Esta idea de la soledad como una situación física o comunicacional de aislamiento, no obstante, no nos niega la posibilidad de pensarla de otras formas. El yo, por ejemplo, parece una entidad sobre la cual hace pie la impronta fenomenológica del mundo. En pos de la comunicación establecemos con las demás personas lazos de identidad cognitiva que permite cierto nivel de diálogo, pero eso no quiere decir que un yo entienda a otro yo: apenas si reconocerá, desde el otro, pautas que le permiten identificar lo que él mismo entiende, piensa o encaja con su sesgo cognitivo del momento. Lo que llamamos comprensión resulta en identificación: donde está el decir del otro está mi propio decir… y nunca habrá nada más que mi propio decir: tal es la función del yo: lograr la unidad a toda costa. Es la soledad del yo un lugar del cual no se es consciente: nuestros pensamientos, sentires, juicios, apetencias, intuiciones, todo pasa por el yo y lo llena de diferentes formas de decir el fantasma de la otredad… sin embargo, no hay nadie más allá del yo: el yo está solo pero no lo sabe y lo que llamamos libertad no es más que el eco de lo que decimos. Nos convertimos en un centro rodeado de lo último y esta ultimidad nos devuelve la sombra de nuestra mente. De alguna forma, debemos reconocer que nuestra realidad es una solitaria versión de un mundo que está allende de esa ultimidad que mencionamos. Estamos en soledad aunque nuestra naturaleza comunicacional nos instale en una red que culmina en un contexto biológico que permite la perpetuación de la vida… pero sí lo estamos psicológicamente, aunque vivamos la ilusión de la compañía. El yo no tiene -no puede tener- compañía alguna porque iría en contra de su propia naturaleza, y su naturaleza es aislarse para poder seguir siendo yo: el yo es yo porque niega al tú. Y es en ese marco donde se da la simplificación de lo que llamamos real: no poder pensar en profundidad porque el muro de ultimidad lo atiborra de una comida predigerida: el muro es simple y busca simplificarlo todo a través de su elementaridad. Es útil en su simpleza para apoyarse en ella. Pero ante el muro de la ultimidad, la realidad que surge también obliga a la decisión, a la opción, al libre albedrío… y es entonces cuando entendemos un poco mejor que la libertad se pueda vivir como tragedia o, con Sartre, como una condena. Ese muro de ultimidad recibe nuestros rasguños, nuestros garabatos, hechos con cortaplumas aburridos o bayonetas filosas… hechos con guerras, esperanzas, dudas y preguntas. Ortega y Gasset afirmaba que la llegada a lo que hemos llamado el muro de la ultimidad, y al que se somete el yo para poder estar solo, no responde en su lanzamiento a la existencia a una ley predecible de balística sino que se construye con la agonía permanente de la decisión. Agonía porque en cada decisión no tomada hay un yo que se extingue: la opción es un duelo contra la circunstancia. En esa angustia de la decisión tendemos a creer que el muro de la ultimidad nos define a través de disipaciones, sean la tecnología, el juego, el trabajo, el conocimiento o el filosofar. Pero, en verdad, lo que esa construcción hace es distraernos. Es también cierto que, como dijéramos, esta idea de un yo absolutamente centrípeto que genera un muro de distracciones que nos deja solos en un mundo paradójicamente comunicacional, es una ilusión. Nos creemos, en nuestra patológica soledad, el centro de algún mundo valioso y con base en esa idea, comenzamos a ser violentos contra el otro. Es la soledad, siguiendo a Schopenhauer, una situación que nos insiste en seguir un propósito sin pensar en los demás… El espíritu y el cuerpo parecen renegar de aquello que los nutre que es, sin dudarlo, el contacto físico y espiritual con el otro. Sin embargo, el aislamiento del yo llevado a los ámbitos extremos de la soledad, nos va borrando rostros y manos que buscan nuestro rescate: voluntades orientadas hacia nosotros.
Nuestro entramado comunicacional es visto como una incapacidad de comunicación que lleva a alguna forma de autocompasión: “me es imposible comunicarme con los demás”, se dice. Sin embargo, el problema es muy otro: el muro de soledad que construye el yo a su alrededor surge por no poder no comunicarse. El adolescente que se aísla en su cuarto “porque no puede comunicarse ni con sus padres ni con sus pares”, en realidad padece de una comunicación enferma donde la enfermedad es, justamente, el no poder dejar de comunicarse con sus padres y sus pares. Así, pisa fatalmente el terreno ingrato de la soledad y comienza el duro trabajo de garabatear su vida anímica en el muro del yo. Las voces que oye en su conciencia serán las voces que en su ensoñamiento egocéntrico cree propias pero que le vienen del exterior: los otros le hablan, pero los otros se han convertido en el muro: el muro de los lamentos.
La soledad como extrañamiento del mundo acarrea inseguridad: el muro del yo no es confiable porque nos hace alguna clase de daño que el solitario no alcanza a entender pero que siente como una incompletud que lo acongoja. Y ante tal peligro también siente que debe guarecerse de peligros imaginarios. Y este proceso, a su vez, retroalimenta la fortaleza del muro y potencia su capacidad de amenaza. Al no haber un diálogo más o menos puro con el otro, el sumido en la soledad se encarcela en una patología comunicacional que asusta al que lo rodea, porque el otro se siente como un fantasma intrusando la soledad del solitario. Su yo se ha deformado y se ha convertido en una versión monstruosa de sí mismo… y, en definitiva, su presencia silenciosa termina aburriendo, se queda solo y completa la profecía autocumplida: su yo tenía razón…
Esta clase de soledad va desarrollando sus propias estructuras y legislaciones. Y el monstruo se vuelve rígido ante el afecto: un abrazo le tiesa los brazos porque desconfía del muro que genera su yo omnipresente y porque está atrapado en sus leyes y estructuras internas. Desconfía del mundo porque, paradójicamente, esa burbuja que ha elaborado a su alrededor la vive en términos de enajenación: le es ajena y desconocida porque su yo en soledad llega a negar su propia compañía. Los signos que él ha grabado en la cara interior del muro -el único lado que el muro tiene- ya no le satisfacen, ya no cubren el suministro de energía vital que siente desde su propia animalidad, y así el solitario vive de fracaso en fracaso: fracasa en la amistad -de alcanzarla en algún momento- y más aún en el amor. Y como proyecta su visión estructurada interna al mundo, considera a ese mundo como insensible a su grandeza (ficticia pero necesaria para la lógica de su egotismo). La culpa es, entonces, del otro. Hasta que comienza a sospechar que todo se pueda deber a una “malformación” de su psicología, por lo que se condena al ostracismo y es allí donde empieza a tomar consciencia de su soledad, y termina viviendo aislado de sí mismo, alcanzando el nivel máximo de soledad posible: la inexistencia… su egoísta forma de negarse al mundo es morir en vida.
El héroe
Según vimos, el solitario atrapado en su patología comunicacional, pasa por una etapa de heroicidad previa a la depresión y la angustia -llamémosla así- “inexistencial”. Durante esa heroicidad presumida es cuando comienza a querer empujar con violencia al mundo humano que lo rodea, en pos de sus “ideas” de lo que debe ser según su legislación interna. Sin embargo, al hacerse cada vez un yo más contundente, su potencia en el mundo real se vuelve cada vez más ilusoria e impotente. El solitario se va tornando cada vez más traslúcido: ya nadie lo ve ahí, sentado, solo, en su rincón de superioridad ante la fuerza de la vida. El solitario se carga de un odio hacia el mundo al cual, en principio, justifica inventando argumentos o exagerando los errores de la vida que interrumpen esa realización que inventó para sí.
De esta manera, el yo, aferrándose cada vez más a su propia existencia, va logrando su progresiva extinción. Es que el yo, al expandirse en el marco de su autopercepción, se va convirtiendo en su necesaria singularidad, la que, como toda singularidad, puede ser intuido, pero no ya percibido: el héroe que todo lo podía ser y hacer, se ha convertido en una leyenda intrascendente. Su cúpula de muros impenetrables no lo ha dejado nacer para el mundo y sólo fue una vida frustrada.
Pero la heroicidad en la soledad no siempre es efímera: a veces trasciende. Y trasciende aprovechando para sí y los demás, la oquedad de su mundo solitario. Hay una puerta a la soledad que sólo es de entrada: aislarse para poder comunicarse. David Hume, en su “Investigación sobre los principios de la moral” afirmaba: “El celibato, ayuno, penitencia, mortificación, negación de sí mismo, humildad, silencio, soledad y todo el conjunto de virtudes monacales, ¿por qué son rechazadas en todas las partes por los hombres sensatos, sino porque no sirven de nada, ni favorecen la fortuna del hombre en el mundo, ni le hacen más valioso como miembro de la sociedad, ni le califican para el recreo y entreteniminto de la compañía, ni incrementan su capacidad de gozar?”. Así resume Hume algunas de las diferentes formas de mutilaciones del alma a la que se somete el que se aísla del mundo por una exacerbación del yo… por creerlo, en definitiva, existente. Pero un yo sólo puede existir deshaciéndose en el otro. Escribió Petrarca en “La vida solitaria”: “La soledad sin letras es destierro, cárcel, potro de tormento. Añádele las letras y es patria, libertad, goce”. El aislamiento comunicacional del yo -valga el oxímoron- es el de aquel yo que brilla aun en su ausencia o, mejor aún, gracias a su ausencia. Y añade Petrarca: “La soledad a nadie quiere engañar, nada simula o disimula, nada hermosea, nada esconde, nada finge. En suma, está desnuda y sin galas, pues nada sabe de espectáculos y de sus aplausos, tan venenosos para el alma. De su vida y de todos sus actos tiene a Dios como único testigo y, respecto a sí misma, no se fía del vulgo ciego y mendaz, sino de su propia conciencia”… aislamiento para quedar solo como el sol y en lugar de apagarse, autoarder y crear la vida de un mundo tal como explicaba la red etimológica que señalábamos al comienzo. Porque no se trata de forzar una hesiquía personal, un aislamiento de paz improductiva en perpetua autocontemplación como un dios que se apaga en el olvido, sino la posibilidad de ser un dios hijo para dioses padres, continuando con el amor recibido, siempre en dirección al otro, dándole, brindándose…
Si observamos el gran fresco de La Creación de Adán en la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, la figura de Dios pasa su brazo izquierdo tras el cuello de una mujer, descansándolo sobre su hombro. Se la quiso interpretar como una Eva esperando ser ‘materializada’, sin embargo, la posición del brazo induce más la idea de confianza sexual entre la figura de Dios y la misteriosa mujer. El mensaje es claro: siendo una sola carne llegaron a ser dioses, un padre y una madre celestiales… Ser padres y madres dioses aunque luego debamos ser soles solitarios… Podemos ser héroes de nuestra soledad andando por la “senda oculta” rumbo al legendario “Huerto de Horacio” de Fray Luis de León. Ser héroes en la apópolis: conocer al Hombre y dejar atrás la polis, como Diógenes que atravesó la idea, la piel y la carne y deteniéndose ante una pila de huesos quiso distinguir sin éxito los del amo de los del esclavo… o en Sófocles con la heroicidad de Antígona, Filoctetes o Edipo: la posibilidad de ver lo vivido y erguirse luego en soledad ante esa verdad, ya sea encerrándose en un escenario de vida vivida o en una tinaja de barro. Crearse un destino. Arderse como arde una estrella en el vacío: sola, por sí misma, en libertad. Tener un dios padre que nos dé dolor y placer; miedo y tenacidad; tristeza y alegría para que las vivamos. Y todo porque él mismo las vivió y porque sabe que las necesitamos como combustible para merecer, luego y en soledad, brillar en nuevos cielos que cobijen las locuras y genialidades de nuevos hijos y así hasta todas las eternidades…
Quizás lo único real que nos suceda en la vida sea el nacer y el morir… y ambas cosas las hacemos en completa soledad. Quizás lo que llamamos vida sea ese espacio “lleno de sonido y de furia y totalmente sin sentido” que denunciara Macbeth… pero elegir entre morir de barbarie egoísta, o resplandecer solitarios pero trascendentes, plenos de amor, luz y vida, es la única elección que nos definirá para siempre. Si podemos irnos a la soledad de los dioses tras haber hecho el tramo por el camino de nuestra muerte, daremos cuenta de nuestra libertad. El ególatra, en cambio, quedará atrapado por la ilusión del mundo, desolado y dormido en un rincón de la Fiesta de la Vida.
La soledad de un dios no es para el Hombre, pero el Hombre puede buscar ser la soledad de un Dios.
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